sábado, 9 de mayo de 2009

UN CHAVO BIEN HELADO. CRÓNICAS DE LOS AÑOS OCHENTA

UN CHAVO BIEN HELADO. CRONICAS DE LOS AÑOS OCHENTA

POR JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

A EDUARDO GALICIA

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RECONOCIMIENTO:

Los textos de este libro aparecieron originalmente durante los años ochenta en Punto, Unomásuno, Nexos, Su otro yo, Diva, Viva, y sobre todo en La Jornada


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INDICE

INTRODUCCION A LOS OCHENTAS: EL TUNEL DEL TUNEL

I. LA CASA DE LOS MONSTRUOS
La chida pureza del dese
No respondo chipote con sangre
La misa de tres centavos
La casa de los monstruos
Campeonato mundial de cascarita
¡Los bárbaros! ¡Los bárbaros!
En una ciudad tan punk, ¿por qué asombrarse de Bellas Artes?
Cuentos rosas para una ciudad triste


II. LOTERIA GENERAL DEL ESTADO
The Mighty Mexicans. Próceres del boom petrolero
El dinosaurio inteligente
El negro y la favorita
As de números rojos
Esta noche es la del grito
¡Ciña oh Patria!
Victorias que matan
Algo de cruz y de calvario
Izquierdista que se aburre
Lotería general del Estado
La comunidad de los justos

III. LOS AÑOS NEGROS
Sotanas al compás
¡Al ladrón!
Culpable eres tú
Responso de los héroes
Amor como un lago de moscas
Los años negros
¿Nos fuimos con los setentas?

IV. Y CON AIRADOS OJOS ME INTERROGAS
Un chavo bien helado
La pereza de los pesimistas
Mañanas en México
Madrazos en la Escandón
Corte de pelo
La muchacha sobria
La dama del perrote
La luna negligente
Funny Face
Me amaba (pero en Plateros)
La última mata
Ocios y honores de la homonimia


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INTRODUCCION A LOS OCHENTAS: EL TUNEL DEL TUNEL


He aquí que hoy saludo, me pongo el cuello y vivo,
superficial de pasos insondable de plantas.
Tal me recibo de hombre, tal más bien me despido
y de cada hora mía retoña una distancia.

¿Queréis más? encantado.
Políticamente, mi palabra
emite cargos contra mi labio inferior
y económicamente,
cuando doy la espalda a Oriente,
distingo en dignidad de muerte a mis visitas.

Desde ttttales códigos regulares saludo
al soldado desconocido
al verso perseguido por la tinta fatal
y al saurio que Equidista diariamente
de su vida y su muerte,
como quien no hace la cosa.

El tiempo tiene hun miedo ciempiés a los relojes.
(Los lectores pueden poner el título que quieran a este poema.)
CESAR VALLEJO



Negar la noche es el destino sonámbulo.
Desgarrar la furia de hollín y de ceguera
de la noche que oculta la belleza,
la noche diurna, cerrada y sin tinieblas.
La noche contra la cual se rebelan
sólo los hombres que alimentan
el inicuo demonio de los sueños.
LUIS CARDOZA Y ARAGON




DESOLACION DEL OPTIMISMO

En el principio era una fecha: 1968. Los jovenes se encontraron entonces con la súbita novedad de que el país era un desastre, que no podía estar peor. Varias generaciones habían crecido en la atmósfera de ira y resignación contra el gobierno y los ricos (la supuesta diferencia maniquea entre los ricos públicos "malos" y ricos privados "buenos" apareció mucho después: el poder y el capital eran la misma cosa, y fuera de ellos apenas se distinguían el fanatismo clerical contra protestantes y comunistas, y el fantasma del comunismo que el pueblo sólo conocía por lo que en su contra se decía en púlpitos, escuelas, periódicos, radio y televisión); se les odiaba pero no se pensaba que fuera posible combatirlos o cambiarlos.
Las rápidas semanas del 26 de julio al 2 de octubre de 1968 despertaron la conciencia del cambio, acaso más como reacción a la violencia y a la estupidez gubernamentales que como conclusiones de un movimiento civil propio. Sea como fuere, lo que siempre se había dado por inamovible pareció agotado: ya no más "milagro mexicano", sino cuánta pobreza, cuánta asfixia civil, cuánta arbitrariedad y violencia policiacas, cuánta prepotencia gubernamental, cuántos contrastes sociales. De los Estados Unidos y de Europa llegaron consignas de protesta; se revaloró, después de años de descrédito, a la Revolución Cubana y al cardenismo; los textos comunistas y las conductas contraculturales (rock, sexualidad, desaliño, droga, feminismo, anticonformismo) salieron de la clandestinidad y hasta se volvieron modas. Había que cambiar. Era posible cambiar. Y ya. Y todo cambio tendría que ser para bien, porque el desastre mexicano había tocado fondo en Tlatelolco.
Los dos últimos años de la administración de Díaz Ordaz fueron un limbo poblado de clamores: desde profecías guerrilleras hasta proyectos liberales de rectificación dentro del sistema. Los años setenta proliferaron optimismo. Los propios presidentes de la república abanderaron la autocrítica y, a pesar de sus diferencias, sostenían dirigirse a un cambio hacia la justicia y aun hacia la prosperidad. Que un Nuevo Orden Internacional, que una Carta de Deberes y Derechos Económicos de los Pueblos, que una Apertura Democrática, que una Reforma Política, que una Lucha contra la Dependencia Tecnológica, que la Justicia al Campo, que la Administración de la Abundancia. Desde 1968 se habló de la crisis y de cómo salir de ella. En los años ochenta debimos aprender que "lo peor" y la crisis no siempre tocan fondo, que hay lo-peor-de-lo-peor y la-crisis-de-la-crisis; la caída del precio del petróleo, la rebelión de los millonarios con sus batallas de especulación, devaluaciones y fuga de capitales y la deuda externa desvanecieron los optimismos. Ya no se sueña con mejorar, sino ¡con no seguir empeorando!, y hasta esto último parece un sueño imposible. Algunos funcionarios defienden que México "sigue siendo una nación viable", como aceptando que hay quien piensa que ya no lo es, idea apocalíptica que hacía casi tres cuartos de siglo no se presentaba, desde los temores de Porfirio Díaz en París.
Los problemas se multiplican en proporción trigonométrica, a la vez que los recursos económicos de la nación se agotan en la eficiente trampa del petróleo y las finanzas internacionales. Hay una especie de pasmo cultural y político: ¿cómo fue que ocurrió esto? Suele resolverse en un desconcierto violento y frecuentemente infantil, como el de culpar a tal o cual político de haberse robado todo el dinero de la deuda externa, o al propio sistema, cuyas tradicionales políticas de inversión social (escuelas, hospitales, industrias y servicios estratégicos, subsidios) aparecen como demonios comunistas fabricantes de catástrofes. Y como no hay calamidad que venga sola, al quebranto financiero lo acompañan terremotos y explosiones industriales, desestabilidad política, contaminación ambiental y creciente deterioro de la credibilidad del Estado.
Pero no hay un "mañana" que soñar. La inconformidad carece de proyectos: sencillamente denuncia, vitupera, estalla. Pareciera que en lo más oscuro del túnel no empieza a vislumbrarse luz alguna, sino más túnel. Los proyectos optimistas del Estado fueron abandonados en los archivos; la existencia institucional de la izquierda no ha logrado ensanchar la cantidad de sus partidarios. Y múltiples derechas oportunistas especulan con la venganza y el miedo. En nuestros días el optimismo traza sus grecas de monumento arqueológico.
Para las generaciones marcadas por el signo de la inconformidad optimista, la que no sólo denunciaba y combatía infiernos sino que creía -sí, asunto de fe y hasta de sentimentalismo- en próximos, "inevitables", hermosos cambios en el país: justicia social, democracia, vida civil, garantías individuales y colectivas, derechos civiles, sociales y laborales, rectificación nacionalista y popular del desarrollo, etcétera, esta gran crisis de los ochentas, frente a la cual las anteriores parecen pequeñas, se presenta como una desoladora pesadilla. "¡Nos habíamos preparado para avanzar, y mira dónde estamos! ¿Hasta dónde vamos a retroceder?".
Quizás el optimismo produce generaciones ingenuas. Uno quisiera saber qué piensan, cómo son las generaciones que dentro del túnel no ven sino más túnel, las marcadas por la depresión y las catástrofes de los ochenta: ¿cuáles serán -empiezan a ser- su pensamiento político, su arte y su literatura, sus valores y sus regocijos, sus rencores y su respuesta al país oscuro? No es la primera vez en la historia nacional que después del túnel hay más túnel; por el contrario, las primaveras optimistas resultan excepcionales, breves y débiles. La hosca continuidad de la desesperanza, del cinismo, del pragmatismo bronco, del estancamiento civil. La ciega cultura del miedo.

PAIS SIN PAIS
Se atoran las quijadas al decirlo y sólo se emite una mueca, pero se piensa que cada vez tenemos menos país, que está más fuera de nuestro control y hasta de nuestro conocimiento. En la medida en que nos hemos modernizado de prestado y con tecnología y proyectos ajenos y costosos, nos hemos ido marginando en las decisiones nacionales. Las enormes devaluaciones de esta década son la gran lección de la segunda mitad de este siglo. Dependemos en todo de los centros mundiales de especulación financiera, industrial y mercantil. Prácticamente no podemos fabricar por nosotros mismos ninguno de los productos que caracterizan la vida mexicana actual y carecemos de defensa ante las decisiones y especulaciones internacionales. Nos hemos integrado a un sistema internacional que sólo permite soberanía a los países fuertes, mientras que los débiles -y las devaluaciones mostraron qué tan profunda es nuestra debilidad- no tienen otra opción que ir perdiendo en cada una de las negociaciones: carecen aun de la opción del aislamiento. La era de las nacionalidades culmina en la de sólo tres o cuatro verdaderas nacionalidades, y un centenar de figuras en el mapa. El optimismo anticolonialista de la posguerra, cuando muchas colonias recobraron o formaron su independencia y se integraron al "conjunto de las naciones", se ha traducido en el soez liderazgo de los Estados Unidos sobre la parte no socialista del mundo. Así Henry Kissinger justifica el derecho de Washington de derrocar a Allende, presidente legítimo de Chile, y de imponer una sangrienta dictadura militar, para salvar a los chilenos de su "propia irresponsabilidad", y los sucesivos embajadores norteamericanos en la ONU -ese proyecto optimista- oponen su interés unilateral contra la "dictadura de la mayoría" de los países del orbe. La beligerancia de "todas las naciones" se ha convertido en un mero formulismo, y los proyectos internacionales, avalados por muchísimos países, se archivan cada vez con mayor desprecio si contravienen los intereses de los dos o tres que sí cuentan. La posición internacional de México, que no ha hecho sino cumplir los originales postulados de la ONU, ha sido calificada de comunista por parecerse a la mayoría de las naciones del mundo.
Esta situación, desde luego, no es privativa de México. La posguerra acrecentó la integración y la interdependencia de todos los países en torno a sus polos de influencia, norteamericano o soviético, y con eso, en lugar de que surgiera la pacífica "comunidad de naciones" al final de la guerra, se han destacado las fricciones entre los proyectos particulares de las naciones débiles y los centros de poder mundial. Caro han pagado, por ejemplo, los países musulmanes el no parecerse a Occidente. Y México, que sobre todo a partir de Juárez y hasta Cárdenas se había edificado sobre una línea nacionalista, de pronto se encuentra sumido en ese modelo occidental que no tolera nacionalismos. Entramos en la segunda mitad de este siglo a un orden imperial mucho más poderoso que los anteriores, en el cual la diferencia de avance tecnológico deslinda jerarquías abismales. Y el nuestro es muy pequeño. Habremos acaso de ocupar mal que bien el lugar que nos asignen, que no es el que quisiéramos.
Ya se advierte en la sociedad mexicana la preponderancia de los principios y valores de este orden imperial sobre los antiguos, campesinos y aldeanos, del nacionalismo mexicano. No se puede conservar una identidad propia viviendo con normas, productos, rutinas y mensajes ajenos; terminamos siendo lo ajeno, y pagando su costo. Desgraciadamente, los sectores más poderosos de la sociedad mexicana no muestran decisión de conservar, más allá de lo emblemático y conmemorativo, el "viejo fardo" del proyecto histórico de México, y envidian y disfrutan el nuevo modelo de las potencias industrializadas. Para compartirlos someten a la nación a los designios del capital internacional y producen, en consecuencia, más miseria y más desigualdad en la sociedad mexicana, que así se ve obligada a financiar el éxito y el modo de vida internacional de sus sectores dominantes y sus patrones imperiales. El progreso ha aumentado la desigualdad en muchos países del mundo, como el nuestro, y hasta ha multiplicado los problemas sociales. Y la población oprimida de México ya no tiene que vérselas solamente frente a un grupo de caciques y hacendados, o a una oligarquía militar, sino frente a un sistema mundial cuyo funcionamiento requiere de nuestra pobreza. Nuestra pobreza subsidia su riqueza. Muchas veces nuestros dirigentes parecen más funcionarios de ese sistema que gobernantes nuestros.
El embate de esta "socidad mundial" contra los nacionalismos pobres y pequeños se ha agudizado en las últimas décadas, y hasta entonces se ha vuelto claramente visible, provocando caos inverosímiles en muchos países. Hacia finales de este siglo dificílmente podremos seguir sosteniendo a la vez el tradicional proyecto histórico de México, el liberal-revolucionario, y nuestra integración al "orbe norteamericano". En todos los órdenes de la cultura, y también de la cultura política, deberán registrarse las fricciones, las transformaciones, los problemas que ya llevan años de existir en la vida diaria. Un nuevo proyecto nacional, acaso menos aislacionista y defensivo, menos "lírico" en cuanto reivindicaciones populares en el papel, menos "celoso" de la soberanía nacional y de la rectoría del Estado, parecería la conclusión lógica de todas las decisiones y situaciones que hemos estado viviendo. A menos que una gran movilización popular quisiera y lograra otro rumbo. "Con su tan traído y llevado nacionalismo mexicano, con su Estado corrupto y comunista, con su ridícula arrogancia en la pobreza -podría decirnos un político o periodista norteamericano-, sólo han conseguido que millones de sus compatriotas crucen la frontera y quieran ser nortamericanos, y que otros millones en su propio México deseen lo mismo. Tiren su orgullo e imítennos. Por algo somos los que mandamos".
Y en efecto, frente a la experiencia de esta crisis, que no parece vislumbrar su final, muchos mexicanos deben preguntarse qué tanto hemos ganado con los héroes, las hazañas, las conmemoraciones, las leyes, las instituciones, el aparato burocrático, la subsidiada oligarquía, la identidad "folklórica". No sería tampoco la primera vez que amplios y poderosos sectores de la sociedad mexicana apuesten a la oferta extranjera. ¿Hay una opción nacionalista verosímil, práctica, convincente que oponerle? Por el momento, la burguesía y las clases medias de las ciudades, tan consentidas por los regímenes posrevolucionarios, y parte incluso del aparato estatal, encuentran más "atractivo" y "práctico" el modelo de seudonación subsidiaria y casi colonial que los centros mundiales de decisiones económicas y políticas nos destinan. Hasta les parece chistoso y anticuado, más propio del turismo que de la política, el viejo nacionalismo anterior a la era electrónica: vale decir, cavernario.
¿Qué queremos para nuestro país en la era de los satélites y las patentes industriales, de las transnacionales y bancos mundiales, de las "seguridades nacionales" de Estados Unidos y la Unión Soviética, de la supersónica especulación con materias primas, tecnologías y capitales? Ya hemos sufrido bastante por no haber tenido, desde hace años, una respuesta; habremos de tenerla, o la tomarán por nosotros. Ya la han estado tomando.
Y no es sólo mío este tono catastrofista. López Portillo afirmó que "México no se ha acabado", como si sectores importantes pensaran lo contrario; otro tanto afirmó De la Madrid: "México es una nación viable". Seguramente estamos en una coyuntura nacional e internacional propicia a estas dudas y reafirmaciones. Hubo quien dudara de la permanencia y viabilidad de la nación después de la invasión nortamericana, de la invasión francesa, de las batallas revolucionarias. No se vislumbra en 1847 la República de Juárez; en la época de Victoriano Huerta, y aun en las vendettas del obregonismo, eran impensables el PNR o el PRM. A veces no hay más túnel después del túnel, pero es difícil atinarle cuándo. No siempre es clarividente el optimismo.

LOS CANGREJOS
México se ha dado demasiadas constituciones; de dos de ellas, la de 1857 y la de 1917, estamos justificadamente orgullosos, por más que hayan sufrido demasiadas reformas, supresiones y adiciones. La de 1917 encarna "las conquistas de la revolución" y plantea, más que un cuerpo jurídico obligatorio y aplicado, un proyecto o ideal de nación. Muchas de sus normas no se cumplen porque la pobreza lo impide, podría decírsenos, y la justificación de los regímenes posrevolucionarios es la de construir ese país ideal en el cual la letra de la ley no fuera utopía o deseo hermoso, sino precepto practicado.
De ahí esa especie de "revolución permanente" que el PRI se atribuye: esa revolución nunca concluida, aun después de 75 años, y que cada sexenio vuelve a "subirse al caballo". Sin embargo, una prolongada crisis económica que echa por tierra avances sociales de décadas, y la multiplicación de los problemas que la modernidad trae consigo, como la explosión demográfica en las ciudades, el abandono del campo y el desempleo creciente de masas urbanas, puede revertir en contra del sistema aquella justificación. Una de las críticas más eficaces contra el gobierno ha sido precisamente la de no cumplir la ley. Y en efecto, buen parte de nuestras leyes, tal como han estado y están las cosas, no se pueden cumplir. Si se hablara con la verdad, cualquier jefe policiaco nos diría que en el "desorden" de la sociedad mexicana jamás se podría atrapar a un delicuente siguiendo escrupulosamente las normas jurídicas; y un funcionario económico podría afirmarnos que las defensas nacionalistas y populares contra la inversión extranjera o las fábricas y maquiladoras depredadoras de la ecología e irrespetuosas de la legislación laboral, se revierten contra el país y contra el pueblo, al "desestimular" la inversión y la creación de fuentes de empleo; y así sucesivamente en cada rubro.
En consecuencia, se acataba como proyecto nacional la Constitución, aunque no se cumpliera, con la esperanza de que, sexenio tras sexenio, estábamos más cerca de cumplirla. Pero esa esperanza se ha prolongado demasiado, por una parte; y un mínimo intento de cubrir las apariencias puede ya resultar muy estorboso ante la acumulación de problemas. Acaso no esté lejano el día en que se nos quiera dotar de una legislación más "realista", más autoritaria; que refleje mejor el tipo de país que el sector poderoso de México y las presiones internacionales quieran gobernar, y no una "utopía" en la que ya se ha dejado de soñar.
Y en efecto, la realidad mexicana de fines de siglo se parece poco a la de los constituyentes de 1917. Una ciudad como la de México, con 17, y luego 20 o 25 millones de habitantes, la mayor parte de ellos subempleados o desempleados, va siendo gobernada cada vez más fuera de la ley, para proteger a los citadinos "solventes" de las masas "problemáticas". Seguramente no faltará quien busque normas autoritarias, que vuelvan legal la práctica ahora ilegal; y así en rubros diferentes: el laboral, el agrario, el industrial, el financiero, el comercial, el político, el religioso, etcétera. No sería la primera vez que la Constitución se volteara por completo; están los precedentes de Díaz y Obregón.
Para hacer lo mismo, o peor, sin quebrantar las leyes, existe el recurso de cambiarlas, sobre todo si se presenta la coyuntura favorable como la urgencia de inversiones o de seguridad pública. Y se ha tratado de crear ghettos residenciales, o cerrados a los pobres; y una y otra vez se prestidigita con los reglamentos para abrir o conservar determinadas políticas y empresas irregulares.
De cualquier manera, el valor emblemático de la Constitución de 1917 sigue siendo enorme, como síntesis del nacionalismo mexicano y de su proyecto de justicia social, como para transformarlo abruptamente. Pero en los últimos años vienen creciendo las presiones del pragmatismo sobre el emblema. A partir de la visita del papa 1979) se evidenció la presión religiosa. La actual crisis económica destaca presiones en los aspectos laboral, industrial, político, ecológico y comercial. El desbordamiento de las ciudades tocará el delicadísimo de las libertades civiles.
A algo conducirá la opinión común de que nadie, y menos el gobierno, cumple las leyes; quizás a cambiarlas para mal, para hacerlas cumplibles. Nos acercamos a un difiícil fin de siglo en el que habrá que optar por seguir cargando el "estorboso fardo" de la "primera revolución social del siglo" o asumir clara, aun cínicamente, otro proyecto. Una Constitución para el orden, como reglamento de correccional; para facilitar los negocios; para garantizar seguridad a los privilegiados, etc. O acentuar el divorcio entre la letra y la práctica, con las consecuentes complicaciones políticas y la incomodidad de todos de "no pisar terreno firme". Disperso y oportunista, el auge de la derecha representa en muchas ocasiones este extrañamiento de poderosos sectores precisamente con respecto al proyecto que los hizo fuertes, pero que ya los incomoda.

MALAS NOTICIAS PARA LA IZQUIERDA
A diferencia de lo que enseñaba el izquierdismo ingenuo, los tiempos difíciles son mala época para las revoluciones y los cambios sociales, aunque en ellos empiecen a germinar las ideas, los movimientos y las organizaciones que sólo años, o décadas después se harán visibles con diversa fortuna. Lo urgente es lo urgente, y en momentos precarios las masas no se dan el lujo de posturas radicales e intelectualmente complejas. Cuesta décadas de labor tenaz y eficiente una victoria de la izquierda, sobre todo en México, donde sus banderas han sido sucesivamente expropiadas y desprestigiadas por los gobiernos y donde, además, se le ha reducido a una mera fuerza intelectual de análisis y discusión de los problemas (y en este campo ha dado frutos admirables), y reprimido en cuanto logra alguna beligerancia sindical, campesina o municipal.
La izquierda mexicana perdió demasiados años en un confuso compromiso internacional que no fue correspondido: la Unión Soviética, y en mayor medida China, se han dedicado pragmáticamente a sus propios intereses, sus "esferas de influencia" y marcos de "seguridad nacional", exactamente igual que los Estados Unidos, en lugar de cumplir el tan proclamado lema de la solidaridad o el socialismo internacionales. Sólo hasta últimas fechas los partidos de izquierda dejaron de ser entes sospechosos y misteriosos para la población común. De ahí que todavía en 1986 la crisis no haya repercutido en un fortalecimiento de la izquierda -la natural abanderada y dirigente de las masas trabajadoras y desamparadas- sino de la derecha tradicional, experta en un antigobiernismo elemental, de moralina y escapulario, con no escasos rasgos fascistas, pero que goza de la gran popularidad de su demagogia católico-patriotera-libertaria.
Por lo demás, cuando el propio Estado mexicano, con más de medio siglo de experiencia en lides internas e internacionales, se ve arrinconado y a la defensiva, acusado de demagogia, tiranía, corrupción, ineficiencia y comunismo por algunos de los aspectos de rectoría económica y servicio social que ha heredado y en los que ha fincado buena parte de su capacidad de maniobra y de su credibilidad, ¿qué espacio inmediato puede quedarle a la izquierda? Si un PRI derechizado resulta demasiado comunista para los centros mundiales de poder, ¿qué capacidad de negociación frente a quienes nos inducen la crisis podrían tener los partidos de izquierda? Cuando no se quiere cambiar, sino que, por favor, las cosas no empeoren más, no es el mejor momento para que la población entienda de dialéctica y alce heroicamente el puño.
Pueden, desde luego, ocurrir sorpresas en tiempos difíciles. Ocurrieron durante la Independencia y la Revolución. Pero no ocurren siempre ni llegan siempre a feliz término: las demandas agrarias de las huestes de Hidalgo y Morelos persistían entre las de Zapata y aun se atarean en la Secretaría de la Reforma Agraria. Y lo que sí se ve, en cambio, es un "proletariado sin cabeza", o mejor dicho, una dispersión de víctimas urbanas y rurales, abandonadas a la esperanza en el milagro divino o en la buena voluntad de un gobernante.
Surgen por aquí y por allá, como siempre, movimientos valientes que se atreven a movilizarse, incluso a radicalizarse, pero terminan aislados, en la desinformación y la intimidación permanentes de las masas mexicanas. Seguramente a ello se debe el que algunos tecnócratas puedan reírse de los riesgos de explosión social. Para mal o para bien, y sobre todo para mal, ha sido el propio Estado el tradicional "aliado del pueblo", en este siglo; y sólo la Iglesia Católica a veces consigue disputarle el liderazgo. Más vale mal gobierno que nada, por lo menos mientras no se entrometa el "buen" cura. Amañadas o no, una y otra vez la izquierda mexicana recibe malas noticias en las elecciones: el país de la revueltas campesinas de Hidalgo y Morelos, de las luchas contra el invasor, de la Revolución Mexicana; el pionero de nacionalismos y expropiaciones, en fin, todo lo que se quiera de la presencia popular en la historia nacional, es precisamente el país latinoamericano de importancia, donde la izquierda real tiene menos fuerza y una organización más precaria.
¿Cómo va a expresarse o a encauzarse la respuesta popular frente a la crisis? Si ha de ser, como en otras ocasiones, a través del propio Estado y el PRI, veremos a nuestro veterano aparato político en una de las acrobacias más riesgosas de su historia; y acaso sus actuales dirigentes carezcan de la habilidad y de la experiencia de sus dinosáuricos antepasados. Conforme los extremos de la desigualdad se alejan, la maniobra resulta más peligrosa y evidente. ¿Quién va a representar a las víctimas del desempleo, de la miseria, de las catástrofes naturales o industriales, de la insalubridad, de la violencia? La rápida credibilidad que en diferentes ciudades ha ganado la derecha, sin más recurso que el antigobiernismo visceral y la moralina, ya dice mucho del deterioro de su liderazgo. Y podría ocurrir, como ha venido anticipándose, que las fuerzas del capital privado, de la especulación y la desnacionalización, se erijan en mesías de los oprimidos, utilizando su respaldo para presionar más al sistema ¡precisamente en contra de ellos!
En tiempos mejores, que de cualquier manera eran graves pero no al grado actual, la Reforma Política de Reyes Heroles hizo suponer un avance de la izquierda superior al obtenido. El propio gobierno se desconcertó frente a las cifras electorales. En años de crisis ya sería bastante que los partidos de izquierda conservaran la proporción de fuerza adquirida. Pero nada permite esperar, en el corto o aun en el mediano plazo, que surja de la izquierda la organización del descontento y la alternativa a la presión y al avance del capital nacional e internacional. (P. S.: Cuando los partidos de izquierda parecían políticamente exterminados, y más por sus tensiones y mezquindades internas que por sus enemigos declarados, la candidatura personal del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas logró una asombrosa respuesta popular, en 1988).
Quizás nos esperen años de descontento difuso, incontrolado, entre estallidos y represiones, gastándose y desgastándose en su propio desamparo. Y se empiece a hablar, a la norteamericana, de la pobreza como delicuencia, de los derechos civiles y laborales como comunismo, de la crítica como traición a la patria; y de la riqueza, la docilidad, la estupidez y la cursilería como angelicales bendiciones de Dios a sus escasos elegidos, a quienes se deba proteger de una "mayoría terrorista" que por algo anda hambrienta e insalubre.
Tal como existe hoy, la izquierda mexicana es demasiado nueva; y resulta mala noticia para todos el esperar sus frutos palpables sólo en el largo plazo.

TIEMPOS DIFICILES
Tenemos túnel, y túnel-del-túnel, y túnel-del-túnel-del-túnel para rato. El progreso y la modernización nos han complicado vertiginosamente los eternos problemas de desigualdad, centralización, miseria, atraso y autoritarismo. Por primera vez en décadas no aparecen redentores ni soluciones mágicas. Se denuncia todo, se ataca todo, pero nadie atina a cómo salir del atolladero. Se requieren múltiples y laboriosas salidas que, en caso de buscarse, llevarán mucho tiempo. Quizás los atolladeros se sigan multiplicando. Cada vez con menores recursos nos enfrentamos a mayores problemas de empleo, de alimentación, de servicios, de concentración demográfica, de contaminación, de organización política. El optimista ideal liberal del Progreso se dibuja en la distancia inalcanzable, y en cambio se nos acerca más y más, con el ceño malhumorado, su cara gemela y policiaca, la del Orden. Orden y Progreso: el lema de hace cien años.
A lo largo de la historia de México se ha sacrificado a multitudes para que sobrevivan en el desahogo y la estupidez unos cuantos. Todavía hace un siglo se diferenciaba claramente entre los millones de "plebe" y los ciudadanos de "honra y pro". Esperábamos que el siglo veinte fuera otra cosa. La Revolución Mexicana despertó grandes optimismos; y ya que estaba agotada y todos los historiadores habían firmado su acta de defunción, tuvo en los años setenta un modesto resurgimiento, al menos en lo declarativo, lo cultural y lo político. Parecía posible cambiar para bien. En estos años ochenta, en cambio, priva y con razón el miedo paralizante, el catastrofismo. Es triste constatar con cuánta facilidad pueden encontrarse argumentos contra el entusiasmo; y cómo, bien mirado, no hay argumento que valga contra el pesimismo.
Fuimos educados en la idea liberal del progreso, según la cual el hoy siempre fue mejor que ayer, y el mañana será mejor todavía. El sabio Ernest Renan habría cambiado en las postrimerías del siglo XIX todas sus obras eruditas y trascendentales por echar un vistazo a un texto escolar de treinta años después. El marxismo y toda la corriente de izquierda están montados en este dogma del progreso: siempre se camina hacia adelante, se avanza, se rompen obstáculos, se tiran antiguallas. Pero la ciencia nazi, la bomba atómica, la guerra de Vietnam, los desastres ecológicos, la pavorosa conjura de miseria ancestral y miseria tecnológica de las ciudades del Tercer Mundo han clausurado el ideal del progreso. Se puede marchar, como "Los cangrejos" de Guillermo Prieto, para atrás. O de otro modo: no es seguro que hayamos superado las calamidades del pasado, pero sí que les hemos añadido las modernas.
Goethe decía que toda teoría es gris, y en cambio verde el árbol de de oro de la vida. Existe el consuelo de que los teóricos, más los optimistas que los pesimistas, suelen equivocarse. Las teorías ciertas las hacen las propias sociedades, que en ocasiones hallan salidas no predichas y muchas veces sobreviven hasta a los más desoladores partes médicos. Acaso el mañana nos asombre, nos prepare sorpresas y ya se esté riendo de nuestras cavilaciones y de nuestros miedos. Pero en México, en estos años ochenta, ¡cuánto cavilamos y con qué miedo recibimos el día, la semana, el mes que entra! (1-IV-1986).


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I. LA CASA DE LOS MONSTRUOS

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan.
JULIO CORTAZAR



LA CHIDA PUREZA DEL DESE

Pocas supersticiones literarias tan difundidas y aplaudidas como la de "la pureza de la lengua". No hay profesor, cura, publicista ni político que no la sostenga, y de vez en vez, cuando no se les ocurre otra tontería, la sacan del archivo de los trucos bien probados y abruman a la sociedad con una de sus campañas; curiosamente, son ellos quienes peor hablan y escriben el idioma, y sus esperpentos se difunden con absoluta violencia: la arrogante vulgaridad de un mandamás o de un locutor en millones de aparatos de radio y televisión constituye de hecho una multitudinaria carnicería cultural. De poco sirve advertir la negra ironía de que los mayores corruptores del idioma se erijan en sus purificadores, porque lo mismo ocurre con la democracia, la moral, la justicia, la educación, la religión, la política.
Para el colmo, tal superstición cuenta con apoyos prestigiosos en todas las literaturas. Dante señaló como fundamental tarea del poeta la de conservar minuciosamente la pureza de su lengua materna, y Coleridge la explicó en términos dignos de la Inglaterra imperial en Biographia literaria: "Pues el lenguaje es la armería de la mente humana y contiene a la vez los trofeos de su pasado y las armas para sus futuras conquistas". Casi a ningún escritor célebre se le escapó una frasecita semejante, y ahora los tenemos a todos peinaditos y enfiladitos en los diccionarios de Famous Quotations con sus respectivos globitos ejemplarizantes. Un lector serio, desde luego, debería relacionar cada devota conminación a la pureza con la obra en conjunto del autor (y descubrir que, por fortuna, la excelente práctica desmiente la cursi teoría), con el momento histórico en que se produjo, con la debilidad humana de los escritores que no dejan de buscar alguna prebenda o algún monumento a través de hipócritas concesiones al gerente, al inquisidor o al político; y finalmente, con cierta apenas solapada intención política: hacer manejables a los hombres a través de un lenguaje fácilmente manejable. Es más difícil oprimir o vender con un idioma libre que con un idioma policiacamente reglamentado.
Tampoco yo puedo dejar de desear cierta pureza en el lenguaje, sobre todo al pensar en los sermones, los discursos electorales o las tarabillas de la caja idiota (es tan fácil escapar de la tele: basta con apagarla), pero no sin antes esbozar ciertas aclaraciones. 1) No hay lenguaje puro: todos, mientras viven, están en continuo movimiento, y casi siempre que se habla de pureza se está pensando en vejez, en decrepitud, en un lenguaje ya transcurrido y superado por los acontecimientos. Un español puro sería el de un obispo del siglo pasado o el de un manual Berlitz.
2) A nadie se le ha conferido el poder de fijarle normas al lenguaje; la Iglesia, los reyes, los potentados y los funcionarios usurpan, con la trampa de que profesar tal religión, pertenecer a tal nacionalidad o participar en tal feria electorera, implica la renuncia inmediata de la sociedad a todos sus derechos en favor del Amo, que podrá delegar el látigo lingüístico en los censores, las academias, o las universidades. Pureza del lenguaje sería entonces un lenguaje al gusto y a la medida de la Voz del Amo, como en el emblema de la RCA Victor, o peor aun —los amos nunca tienen mucho tiempo ni interés para estar en todas partes— a la medida de la arbitrariedad de los guaruras o capataces en turno del idioma.
Lo más nauseabundo de las campañas purificadoras del lenguaje es el desprecio ignorante de los mandones en turno con respecto a la sociedad: "¡Aprendan, nacos, a hablar! No se dice sándwich, sino emparedado", etcétera. La comunicación industrial ha otorgado un poder voraz al lenguaje de los de arriba, tan beatos, que no se escandalizan por depender en los hechos totalmente de los Estados Unidos pero sí de que eso se les note en el lenguaje: "No digamos O.K., sino Está-bien y vámonos a comprar a comprar más regalos navideños a Houston". Se dirá que en México existe cierta rotación en los puestos públicos; no tanta como parece, y ninguna en el nivel cultural de quienes se los reparten.
3) Cada quien tiene la opción de hablar como quiera, de hacerse entender con un sello personal, con un estilo, en la lengua de todos: no hay dos personas que hablen exactamente igual, y corresponde a la honestidad, al ingenio, a la pertinencia de cada hablante, el darse a entender mejor o peor. Siempre una clara leperada (para quien la sabe decir, que no cualquier compadre baila el mambo), un refrán redondo o un sabroso trozo de conversación serán mejor español que una ponencia empresarial, una carta episcopal o un boletín oficial de prensa. De modo que se podría señalar que no hay otra pureza verbal que expresarse honesta, sabrosa y verídicamente —de hecho, tampoco hay otra teoría literaria—, aunque la gramática o las rutinas léxicas y mentales de las cúpulas salgan perdiendo.
4) La sociedad no tiene por qué hablar con la Voz del Amo: sufrirla ya es bastante martirio; debe hacerse de su propia voz, e incluso diferenciarse de aquélla: cuando el naco, el pelado, el adolescente urbano, el poeta barroquísimo, el campeón de box o el recién llegado al idioma español se apegan a voces, tonos y giros "incorrectos", arcaicos, regionalistas o característicos de pequeños grupos, etnias o situaciones peculiares, están refrendando su pureza: defienden en su propia habla los rasgos que los identifican o diferencian. Entre más revele de uno la propia manera de hablar, será más pura.
5) Por lo demás, la pureza del idioma es asunto de política, y de la mala, y no de cultura social ni de literatura. Todos los buenos escritores han sido acusados de corromper el idioma: todo escritor debe corromperlo: innovarlo, ponerlo a prueba, echarlo a andar, tirar a la basura lo inservible, introducir al cuerpo literario las novedades verbales de la sociedad y hasta, en casos grandiosos, pretender dotarlo de novedades personales. Todo hablante que ame su idioma y la conversación hace otro tanto, y si la intención, el tono, la dirección, el matiz buscados al hablar exigen harto spaninglish, defeñismos, coahuilismos, palabrotas y hasta —monstruos de los tianguis de Aguascalientes— "hidrocalidismos", lo puro es usarlos. Y si esa gran palabra mexicana, el comodín de la baraja, el dese o la desa, nos descarga de vocablos incómodos como picaporte y alféizar, tanto mejor: la pureza del idioma está en decir:
—Dale vuelta al dese.
—Pasa la desa.
—Acódate en el dese de la ventana para que salgas bien tristón en la foto.
—¡Feliz año nuevo! Apriétale al dese para que ruja la madrola. (31-XII-1984).


NO RESPONDO CHIPOTE CON SANGRE
Todo es ficción en la lucha libre, ese cuento de hadas de la miseria. Aquí, Arena México, cualquier noche de viernes. A esos luchadores treintones o cuarentones, bodocones, panzones, les faltan el sex-appeal, la seriedad y la limpieza trágica del boxeo; se presentan, sin embargo, ataviados con mallas, capas, luces y máscaras multicolores de príncipes y princesas de cuento infantil; o bien como ogros, cavernícolas y hombres-mono de aventuras en la selva. Y empieza la dura farsa (sin los lirismos ni esteticismos de la alta tragedia): se llaman El Primate, Aguila de Plata, Stuka, Zorro de oro, Herodes, Rokambole, Acertijo, Samuray Shiro, Satánico, Sombra Chicana, Atlantis, Rayo de Jalisco Jr., Faraón, El Cien Caras.
Sólo a los niños más pequeños se les escapa que todo está trucado; al grueso del público no le importa; sabe que vino a una ficción superlibre, máscara contra cabellera. Salvo escasos minutos de tensión, cuando el cuento logra vencer a la realidad, la gente se está burlando de sus héroes, a gritos, con obscenidades y lluvia de palomitas y de vasos de cerveza. A nadie se le grita más veces puuuuto y culeeero que a un campeón de lucha libre. Los forcejeos de hule, los cabezazos de pelota, las llaves coreográficas, los panzazos resonantes en la lona; las torcidas, las patadas voladoras y los chipotes-de-trapo-con-san-gre-de-jitomate reciben el unánime homenaje de la irrisión general y de los chiflidos a toda orquesta.
Los luchadores son bufones expertos: saben complacer la adoración del público por lo ridículo: la jocunda libertad del pastelazo, y por esa nostalgia infantil de una humanidad elemental de aventones y patadas, en la que el bueno (bravo y legal) terminará, pese al nudo dramático de agonías gesticulantes, triunfando sobre el malo (collón y tramposo). En una realidad solemne donde los malos ganan con tecnología, contratos, leyes, computadoras, pistolas y bancos, la lona es una una bella comedia de caballeros andantes e irremediablemente adolescentes, sin otra lid imparcial que el nostálgico pleito de escuincles a la salida de la escuela.
La lucha libre tiene aficionados porque es ficción, teatro del bueno; de otra manera tendría sólo energúmenos. A través de la farsa la gente se acerca al espectáculo de la violencia, y en sus nervios el truco del ring se traduce en extrañas revanchas, íntimas compensaciones, consolaciones vistosas de los imposibles sueños de gloria y poder. Igual que en todas las artes: santa Teresa no se moría de bulto por Cristo, ¿y alguien cree que Humphrey Bogart besó en serio a Ingrid Bergman en Casablanca?
Los luchadores se asumen como personajes fantásticos: cuerpos de hule: se les jala la nariz como una liga, se les tuerce el brazo (como en Popeye) y se les destuerce al gusto en torniquete; se les azota contra el piso hasta que se aplanan como la Pantera Rosa sobre el pavimento, y en seguida se reincorporan con los mismos, intactos, cuerpos boludos y sudados del principio.
En las luchas no pasa nada para que todo pase: se patea en los testículos al caído y segundos después se levanta, fálico, a derrumbar al mañoso enmascarado; y ante todo el público en pie, masas ávidas y temblorosas, lo somete hasta arrancarle la frágil máscara, como si lo despojara de la virginidad más cuidada y codiciada de la tierra.
El público —gente pobre, cuerpos débiles y desnutridos, extenuados en la semana laboral del subempleo, sucia y astrosa— se olvida de sí; cada quien en el tumulto se adjudica por segundos la prepotencia, la gloria, el triunfo: pide la sexta cerveza y tiene una mueca irónica que dibujar sobre improvisadas facciones de campeón; o se tumba a carcajadas sobre su butaca cuando ocurre el esperado momento en que el árbitro queda noqueado. Por ahí un ama de casa se limpia de tanta decencia obligatoria en el hogar, y con boquita de fresa le grita a un coloso (que no ha de serlo tanto, cuando se llama Colosetti): "¡Andale cabrón, rómpele la madre a ese culero de Rokambole!". Su marido, comprensivo, la celebra y la abraza.
Al final de la función —chamacos ebrios que tropiezan, luces que se apagan— los niños tocan excitados las manchas de sangre de la lona, y ensayan algunas llaves y cabezazos: ésos sí de a de veras. Pero la lucha libre los corrompe menos que la violencia tecnológica, armada, de caricaturas y series de televisión; y les da, a cambio, la experiencia de un gran teatro, completo y rugiente: un imaginativo sudadero popular.
Que la sentimental clase media llore por anécdotas amorosas; el pueblo vive lo suyo con un choque trucado y sonoro de voluminosas panzas, que se resuelve en dos campeones simultáneamente noqueados, patas arriba, sobre la lona. Ahora que, entre truco y guasa, los luchadores quedan un tanto apaleados; y entre carcajada y chiflido, los espectadores salen con reales desilusiones y entusiasmos sobre sus luchadores favoritos. "En los sueños —dijeron Yeats y Delmore Schwartz— comienzan las responsabilidades"... (l9-IX-84).


LA MISA DE TRES CENTAVOS
Allá por febrero de l850, durante su viaje a Egipto, Flaubert asistió a la ceremonia religiosa del doseh, o pateadero. Los fieles, una masa densa y apretada, se tiraban boca abajo en el piso de una mezquita hasta conformar una alfombra humana, sobre la que a toda velocidad debía correr, a caballo, el representante de un antiguo santo que había cabalgado sobre vasijas de vidrio, sin romperlas. A los fieles no debía pasarles nada, y si resultaban heridos en la ceremonia, culpa sería entonces de sus pecados y no del santo jinete. Flaubert imagina las carcajadas que tal espectáculo le hubiera arrancado al buen Voltaire, los aforismos y chistes contra el fanatismo, los párrafos encendidos contra la superstición y la tontería.
Pero Flaubert no encontró en ello motivo de risa, de escándalo ni de sentimiento de superioridad del ilustrado Occidente sobre culturas exóticas y atrasadas. Se sintió fascinado por lo que, aun en versiones grotescas o trágicas, sucias y miserables, tales ceremonias mostraban de lo maravilloso-humano, de las ilusiones y aspiraciones más ambiciosas y bellas de la especie.
La revista El hijo pródigo (mayo l944, IV, 14) publicó un ensayo de Benjamin Péret, traducido por César Moro, "Los mitos", que en semejante sentido propone la reivindicación de las actitudes no racionalistas ni pragmáticas del hombre; y se detiene en la religiosidad de las masas y en el recuerdo de aquellas tiendas de baratijas en los sótanos de calles norteamericanas, donde todo valía cinco y diez centavos: "En fin, si la religión continúa subsistiendo es porque sigue, más o menos bien, más o menos mal, satisfaciendo a tarifa de five and ten, una necesidad de lo maravilloso que las masas conservan en los repliegues más profundos de su ser".
Lo maravilloso al alcance del bolsillo pobre, lo maravilloso a tarifa de los escasos billetes que se le pueden restar al gasto para celebrar a la Virgen de Guadalupe, la navidad y el fin de año; lo maravilloso a nivel de bonetería, papelería o puesto de juguetes en mercado de barrio; así quisiera yo trazar el vistoso perfil de nuestros diciembres. Y es en su concreción vital en el espacio de las masas, donde las ilusiones religiosas cobran el espesor y el sentido que la reflexión teórica no puede darles.
La Virgen de Guadalupe está hecha para ser venerada en estampitas baratas, con publicidad de una zapatería al reverso, a las que se puede enmarcar entre dos cristalitos orlados de un engomado papel brillante, de color de plata o de oro, del sol y las estrellas. Palacios portátiles, astros de bolsillo en papel lustre, diamantina, listones, cartón, papel de china, plásticos y hojalata. La verdadera flama mística ilumina puestos de fritangas y algún embozado traguito de brandy bajo el jorongo, entre un rasguear de guitarra y un escupitajo lateral para aclarar la garganta.
La necia no es la religión popular, sino la teología. Las rodillas rasgadas en la peregrinación a la basílica son demostración más patente de fe que los enrevesados teoremas de los Padres de la Iglesia; y hasta esta ingenua manera de comprometer a la Virgen, de "pagarle" por adelantado con ofrendas o sufrimiento el favor que se le pide, fundamenta con mayor solidez el puente entre lo humano y lo divino que tantos credos y tantumergos.
Cristo vino al mundo para que lo reprodujeran en barro los artesanos de Tlaquepaque y se pudieran comprar las figuras del nacimiento —pesebre, buey, burro— en las afueras del supermercado. Cómo es clara la fe católica en esos pastorcillos del nacimiento; nada pueden Voltaire, Marx y Lenin —que lo pueden todo contra los teólogos— contra un nacimiento bien puesto. Todo el navideño diciembre cabe en unos versos de Pellicer:

Un pastor que olvidó sus olvidos,
olvidado en los ojos de un ángel,
a pesar del olvido en que vive,
surgirá sin que nadie lo vea
como un canto en el aire.

A tarifa de cinco y diez centavos: rezarle a san Antonio o a santa Bárbara por el novio o contra los truenos o para conseguir empleo, y no para zarandajas del tipo de la unión hipostática. Más que dogmas o principios, el religioso y festivo mes de diciembre tiene argumentos de veladoras, efigies de plástico, colores brillantes, tonadas pegajosas, guitarreos y campanillas.
Voltaire tendría justas y grandes carcajadas para estas religiosas ilusiones decembrinas, entre buñuelos y piñatas, llantos guadalupanos con cierto tufillo tequilero, rodillas descarnadas y tanto desmayado y apachurrado como recoge en la Villa la Cruz Roja. No le faltarían memorables y perfectos aforismos contra este mexicano decembrismo que se nos vuelve ópera (o misa) de tres centavos. El milagro humano de resplandecer aun en la pobreza, aun en la ignorancia, aun en la desolación colectiva. El gran asunto del catolicismo mexicano es que el pueblo pueda crear su propia fe concreta y vistosa—papelería, bonetería, juguetería de mercado—, cuando desde hace siglos viene siendo reprimido para que sea incapaz de crear nada.
Diciembre: un mes popular como luces de bengala. (19-XII-1983).

LA CASA DE LOS MONSTRUOS
Durante las primeras décadas del siglo pasado, México ofrecía tres atractivos turísticos que los viajeros nunca dejaron de celebrar: un golpe de estado, un terremoto y una corrida de toros. En general, los tres eran jocosos y casi inofensivos. Muchos golpes de estado no representaban sino meras disputas por la nómina militar (que era casi todo el erario), libradas con escasas armas defectuosas, y parecían más batallas campales que guerras civiles, al fin de las cuales los enemigos terminaban en las mismas cantinas.
Los terremotos, en una ciudad baja donde proliferaban barracas y cabañas, eran sobre todo un espectáculo eclesiástico: el zarandeo de las torres de las iglesias y los campanarios, como el que todavía en l963 le provoca a Juan José Arreola, a propósito de Ciudad Guzmán, una de las páginas más cómicas de La Feria.
Las corridas de toros, en cambio, eran el acabóse: pequeñas plazas de madera donde se entremezclaban las clases sociales en comunes estallidos de entusiasmo y de furia. Pero ya desde entonces México era el país feo, donde todas las cosas estaban mal hechas, no se podía obtener algo sin recurrir a la corrupción, y la desigualdad, el despotismo, la fealdad y la miseria caracterizaban los mapas turísticos del viajero.
Se creyó que el siglo veinte había cambiado un poco las cosas, y que México se estaba volviendo el paraíso turístico y el país consentido —tan cariñoso, tan pintoresco, tan pásele-a-su-casa— del mundo. No sólo se creía: se tenía la firme seguridad de tal transformación; todo el sexenio de López Mateos fue la promoción de esa nueva imagen, tanto en la política exterior y los viajes al extranjero, para recordarle al mundo que México también existía y que era bueno y bonito, como en la búsqueda del reconocimiento internacional a través de las olimpiadas y el mundial de futbol de 1970.
El año de 1986 —y seguramente todos los que resten del siglo— es inoportuno para semejantes ilusiones. Por más que se maquille la ciudad, que se inventen itinerarios para no rozar zonas feas y conflictivas, que se busque desviar la atención hacia escenarios "remodelados" o de prestidigitación decorativa, el extranjero y la prensa verán una capital y un país feos, y los odiarán, como Graham Greene, Christopher Isherwood o Gore Vidal. Se extenderá la voz de alarma contra la mexicanización del mundo. Los voceros del capital señalararán al gobierno mexicano como ejemplo de los desastres a los que lleva la rectoría y aun la participación estatales en la economía. ¡Miren lo que ha hecho un país edificado por un Estado! Seremos cada vez más sinónimo de corrupción, ineficiencia, mugre y desastre ecológico. El país donde ya se estableció el infierno; y al que hay que visitar, así sea a través de la televisión y de la prensa, para aprender lo que no se debe hacer en otros.
Nuestro inventario turístico abandona su mapa de paisajes por su lista de problemas. El "problema mexicano", como en otras épocas el "problema judío", "el problema asiático" y ahora también el "problema árabe". ¡Oh mexicanos!, dedicados a producir hijos y no alimentos ni maquinaria, que se amontonan en ciudades de pesadilla y no en aldeas ecológicas; que apestan y vociferan en las tribunas, pero suelen hacer el ridículo en las canchas deportivas; oh, esos patrioteros con sus héroes y sus redentorismos estatales que, ¡nomás miren!, ¡qué asco!
Los mexicanos necesitaremos el estómago fuerte —al fin y al cabo campeones en enfermedades gastrointestinales— para soportar sin rabietas la cada vez más degradada opinión que se forman los países poderosos sobre nosotros. No falta razón en la mayoría de las críticas, que ya nosotros mismos habíamos construido, desde décadas atrás, desde siglos atrás. Dolerá que nuestros errores y nuestros infortunios sirvan para gratificar a los mandones y capitalistas nacionales que creen que ahora sí lograron, destruyéndolo, alzarse con el botín del país; y a los patriotismos imperialistas que tanto han colaborado, con la usura y el fraude, de las tasas de interés a la manipulación de los mercados, a que estemos como estamos.
México: la ventana desagradable del mundo. Ya nos veremos, por mucho tiempo, con esa etiqueta. Hasta que se aburran de nuestros horrores y busquen otra Casa de los Monstruos que poner de moda: Argentina o Colombia, Libia o Líbano, India o Paquistán. Lo que importa es lo que pensemos nosotros mismos: que las buenas razones no nos lleven a malas conclusiones; que la evidencia de nuestros desastres no se resuelva en el mero catastrofismo autodenigratorio que ha venido usando la derecha.
Lo fácil es sentirnos extranjeros arrogantes en nuestro propio páramo, y decir: ¡Oh mexicanos!: ¡qué asco!, como nos lo dicen. Lo "imposible", en cambio, sería empezar a querernos un poquito: al fin y al cabo sólo contamos con nosotros mismos y nadie más nos va a sacar del hoyo. Lo que para el mundo industrializado es el thriller del apocalipsis tercermundista, para México es una tragedia esencial que deberá resolverse en un renacimiento.
Muchas veces (en todas las épocas y en todos los siglos) se nos ha administrado la extremaunción. El país ciertamente ha sobrevivido mal, muy mal, pero no ha complacido aún a sus enterradores. Nos tocó otra vez, "sin trono ni reina ni nadie que me comprenda", el stand de la Casa de los Monstruos en la kermesse informativa internacional. (2-VII-1986).

CAMPEONATO MUNDIAL DE CASCARITA
Como la vida es aburrida, y los días largos y además no importan, y nada emocionante se ofrece al hombre sobre la tierra, el ensañamiento de veintidós fornidos jugadores contra una pelota llena de aire, inerme y pequeña, adquiere fulgores mundiales.
El futbol es tan ridículo y absurdo como la poesía, el cine, el teatro, la filosofía y aun la religión. "Mientras más me esmero por comprender el significado de la vida, decía Goethe en sus últimos años, no encuentro otro que vivirla". Nada es profundo ni significativo en estas actividades humanas sino el placer, las ilusiones y las supersticiones momentáneas que las personas depositan en ellas.
Detesto el futbol con mayor franqueza y con menor insolencia que las que caracterizan el odio de los futbolistas por otras actividades, en el fondo tan banales como la suya. Han pergeñado toda una legislación y hasta una metafísica ¡para patear la pelota! Se las dan de supermanes y de fuerza bruta y no son sino esclavos de reglas, mercancías de una empresa, testaferros de un entrenador, súbditos de un árbitro y torpes modelos de los más ridículos anuncios comerciales.
Pero el mismo rigor ha denunciado la estupidez de todas las invenciones del hombre, y jamás la razón ni el sentido común han dirigido la existencia humana; de modo que lo mejor que se puede hacer es pedir y ofrecer tolerancia. Déjame escribir mi crónica y te dejo meter tus goles; ni yo te veo ni tú me lees. La coexistencia pacífica, sin embargo, no funciona: ¿hay equilibrio entre los estadios y las bibliotecas en México; o entre la difusión radiofónica y televisiva del futbol y la de la propia historia de nuestro país? Unas "estupideces" son más poderosas que las otras. A mayor estupidez, mayor poder.
Pero ya entrados en el laberinto de las tonterías jamás se alcanza el límite. Y así como la poesía, o la religión, invenciones humanas de suyo inexplicables, derivan a la declamación y a la beatería, y se definen y propagan precisamente en la forma que las contradice y termina por arruinarlas, el deporte —esa actividad "brava, ruda, rápida"—, deviene una telenovela de muchedumbres sentadas y grandes tragadoras de papitas industrializadas. Crunch, crunch.
En México el futbol no es deporte, entre otras razones porque no hay canchas. Acaso exista alguna recomendación de la UNESCO sobre la cantidad mínima de canchas que requiere una población, así como las hay sobre bibliotecas, escuelas, hospitales, etcétera. Seguramente somos uno de los países que menor oportunidad de jugar futbol con los pies —y no con los ojos, tragando cosas frente a la tele— ofrece a su pueblo.
Es necesario pertenecer a alguna faraónica escuela particular —en las oficiales, sobresaturadas, apenas si hay espacio para formar filas y echarse rápidas cascaritas en el patio—, a algún club privado, a alguna asociación de clientelismo político o sindical, para disponer regularmente de un espacio donde jugar. Un guitarrista dijo que los mexicanos no tocan la guitarra: la acarrean; los mexicanos no juegan futbol: lo acarrean, cascareándolo, por las banquetas (con unas chelas): cascarean cualquier cosa en las calles, lo que es más imaginativo y riesgoso que el soccer, pues hay que jugar también contra los automóviles, y los jugadores azotan sus subnutridas humanidades sobre piedras y asfalto. Si fuéramos congruentes con lo que realamente somos y hacemos, no organizaríamos mundiales de futbol, sino de cascarita callejera: eso sí que es identidad nacional.
Pero ahí se sientan, los mexicanos energúmenos y tragones, soñando que sueñan que otros sueñan el futbol. Soñando que les importa. ¿Cuántos, entre los cientos de miles de fanáticos claxoneros —estos días del mundial, posesionados de todas las calles, ensordeciendo y molestando a todo mundo con su falso y fastidioso entusiasmo— juegan de a de veras al menos dos veces por semana? El futbol, entonces, apenas es la telenovela de los machines que reaccionan igualito que las mirreinas ante las telenovelas sentimentales. Si a las mujeres se les permitiera la oronda barbarie masculina, tendríamos "vandalismo" cada vez que un Galán o una Suegra se aprovechara de la Jovencita-Inocente de la telenovela de las 6 pm.
Por fortuna no le toca al cronista tomar decisiones públicas; de otra manera, privilegiaría la antropofagia sobre el futbol. A final de cuentas, el canibalismo fue una sofisticada aportación a la gastronomía universal, ocurrió en todas partes y apenas —se dice— desapareció hace unos cuantos siglos en regiones ahora "civilizadas" —civilizadas por los estadios y las antenas parabólicas— del mundo. A diferencia de tan nutritiva, ecuménica y milenaria disciplina, el futbol es relativamente reciente, inútil y aburrido. ¡Cuánto mejor son los toros (que desde luego prefiero a la ópera) o los leones del coliseo romano (que sólo me gustan trucados y bien kitsch en las demagógicas películas de propaganda de los "mártires" cristianos, musculosamente encuerados, del Hollywood de los años cincuenta)!
La estupidez y la barbarie se multiplican en ciudades sobrepobladas de vulgo adinerado, de plebe clasemediera, motorizada, deportivamente vestida, pero existieron también en Grecia y en Roma, donde se dio por idolizar —como nosotros a las estrellas futboleras— a los atletas y también a los poetas, los predicadores y los filósofos, que llegaron a ser calamidad pública con sus vandálicos aficionados. Platón corrió a los poetas de su República ideal: no era para menos: lo merecían. Ser poeta, "¡qué horrible maldición! —exclama Diderot en Jacques el fatalista, siguiendo una cita de Horacio—. ¿Os dais cuenta del envilecimiento en que caéis? Ni los dioses, ni los hombres, ni las columnas han perdonado la mediocridad de los poetas". Que los deportistas, con o sin comillas, en la cancha o encolerizadamente sentados, se prueben tan buen saco: es de corte internacional.
Como pornografía, sin embargo, el futbol es todo un éxito. Después del destape de los años sesenta, y de su fracaso, se ha llegado a la conclusión —más ahora, en los años del sida— de que el consumo visual de cuerpos jóvenes y vigorosos los prefiere vestidos y pudibundos. Los galanes están más encuerados si conservan los calzones, y son más eróticos si pretenden hacer otras cosas. Así, la gente sentada los imagina a su gusto; y hasta se mete en su pellejo y siente que se transfigura y que reencarna en seres irresistibles, prepotentes, que chocan y jadean con furia una y otra vez. Ya lo dice la Biblia: "Y entonces seréis como dioses..." ¿Acaso el fanatismo o el "vandalismo" son otra cosa que la estupidez erigida en cólera o entusiasmo "divinos", "sobrehumanos"?
Ser tan príapos o términos —o tan asnos, que también la tienen larga, gruesa e idolátrica— como se imaginan en el delirio a sus ídolos: ensoñaciones de sexo-poder que el sentido común rechaza o al menos modera, aun en la adolescencia.
El resultado final de la industria del futbol: una eterna mentalidad de escuincles —semejante a los grafitti de los excusados. Todos escuchamos por todas partes a nuestras ilustradas clases medias, en vísperas del partido entre México y Paraguay:
—¡Paraguay: te vamos a dar por ái! (ortografía futbolera).
La industria del futbol (por supuesto multimillonaria, delincuencial y monopólica) garantiza la permanencia de México como una sociedad de perpetuos menores de edad. (9-VI-1986).

¡LOS BARBAROS! ¡LOS BARBAROS!
Cuando aparezca este artículo ya habremos acabado, por fortuna, el eterno mundial de futbol, y habremos vuelto a las depresiones y a la hipertensión de la crisis. Recordaremos las noches de barbarie en la ciudad que, como en los primeros capítulos de Salambó, ofrecieron el espectáculo de los vándalos apoderados de la Polis.
No necesitó el Departamento del Distrito Federal conocer las tretas de los aristócratas cartagineses inventados por Flaubert, para recurrir a la misma estrategia de emergencia: congregar a los bárbaros en reventódromos o desmadródromos, a fin de proteger al resto de la ciudad. En la novela, después de tales fiestas de emergencia, se procedió a expulsar a los bárbaros de la ciudad: el Palacio de Amílcar, no menos dañado que el Monumento de la Independencia ahora, anunciaba el futuro de Cartago si los desmadrosos continuaban dentro de las murallas; en la Ciudad de México, ¿qué especiosas y drásticas medidas habrán de imponerse?
Ciertamente, el fanatismo futbolero no es exclusivo de México; pero a las consabidas explicaciones de desfogue social y sexual, en la Ciudad de México se añade un agravante al que no se le ve solución: los bárbaros existen, los hemos visto tomar las calles por asalto, constituyen un sector muy amplio y representativo del Distrito Federal: son los bárbaros que ha creado, desde la posguerra, el sistema político mexicano: son simplemente los millones de jóvenes criados y educados en expectativas de bienestar y a los que, de pronto y brutalmente, se les ha negado todo futuro.
El reajuste de la crisis está sacrificándolos —al igual que a la mayoría de la población rural y urbana, que a niños y a ancianos—; son las más espectaculares víctimas del desempleo, los clasemedieros que están (pero en un dos por tres, pero en picada) dejando de serlo; los pirrurris en trance de naquización; los muchachos para quienes un empleo suficientemente remunerado y la posibilidad de un modo de vida siquiera semejante al de sus padres, les va a ser negado por mucho tiempo.
La revolución demográfica de la Ciudad de México nos volvió una urbe —una ubre— de chamacos. Por cada adulto, se ven dos, tres, cinco jóvenes y niños por las calles. La ciudad, en rigor, son ellos, pero es precisamente para ellos para quienes la ciudad no tiene que ofrecer sino el status de bárbaros. Las noches del futbol fueron el principio de esta Delenda est Carthago. Y en efecto, todo lo que acontece y acontecerá en la ciudad, los tendrá a ellos como protagonistas. No se les podrá controlar permanentemente en desmadródromos. No se les podrá exigir una politización ni una compostura cívica cuando se les está negando todo sitio en la ciudad. Y a diferencia de los campesinos, acostumbrados a la ausencia de expectativas y enraizados en sus culturas ancestrales y en la dignidad de la pobreza, estos muchachos clasemedieros han sido criados para exigir bienestar.
Los adultos capitalinos están demasiado ocupados en sacar adelante a sus familias en años de tempestad. La dispersa muchedumbre de inmigrantes pobres y recientes, todavía se encuentra intimidada por la urbe violenta y represiva, y lucha por su supervivencia en la venta de baratijas de camellón o en el apocalíptico recurso de mendigos y tragafuegos o lanzallamas. ¿Pero y los bárbaros, los muchachos clasemedieros de 14 a 30 años, medianamente escolarizados, totalmente televisivos, cómo le van a hacer para vivir, para trabajar, para casarse o arrejuntarse, para conseguir vivienda, para divertirse, para creer en algo, para sentirse ciudadanos?
No hay que tenerle miedo a palabras como bárbaros o vándalos: con ellas los dueños de la ciudad —y del lenguaje— definen a los "intrusos", a los "indeseables", o a los "problemáticos". Pero sí es como para que todos nos aterroricemos, el hecho de que a 2 ó 3 millones de jóvenes capitalinos no se les ofrezca futuro alguno; ni siquiera otro presente instantáneo que explosiones callejeras. Cierto: hay mexicanos más jodidos que ellos; lo que no les remedia en nada el que hayan sido criados en espejismos de consumo, sólo para joderse en el vacío de la miseria a tan temprana edad.
Su presencia será cada vez más espectacular y significativa: los cachorritos postreros, últimos —enfermizos, agónicos— descendientes del Milagro Mexicano. (1-VII-1986)

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EN UNA CIUDAD TAN PUNK, ¿POR QUE ASOMBRARSE DE BELLAS ARTES?

A Paul Leduc
El teatro mexicano siempre ha sido pésimo. A diferencia de otras artes en las que, a pesar de las dificultades, de pronto el país ha podido producir obras y figuras relevantes, el teatro nacional jamás ha dado un director, un actor ni un autor de importancia. Y las más de las veces, sobre todo hoy en día, ha sido precisamente el teatro el encargado de entonar la nota más ridícula o estúpida de la cultura nacional. Y sin embargo, ¡qué cuantiosos presupuestos ha consumido desde el principio de nuestra historia independiente! Santa Anna no tenía dinero sino para sus peleas de gallos y para hacer edificar su teatro, y don Porfirio, que no consideraba que fuera función de gobierno establecer escuelas primarias, se gastó fortunas en llenar el país de teatros suntuosos, especialmente el de Bellas Artes.
Teatros para el mal teatro. Casi todos los escritores lo denunciaron en el siglo pasado. Obras ridículas, generalmente incompletas; pésimamente representadas por las peores compañías españolas en gira por América, sin mayor escenografía que unos cuantos garabatos de tela y cartón (el límpido cielo del Anáhuac siempre aparecía, de tan roto, parchado con deslumbrantes rectángulos de papel estraza, entre las nubes y el rubicundo sol); y aun las compañías más publicitadas, con las divas más litografiadas, en las obras más célebres, difícilmente alcanzaban más de seis representaciones si no venían provistas de algún número de can-can, en cuyo caso llegaban —una vez en diez años— a dieciséis.
Sólo iban a ver tales horrores la estúpida aristocracia —"la tribu invariable", en palabras de Altamirano, cronista de teatro— y la no menos inmoral pero muchísimo más lista burocracia militar del momento.
Las obras, las divas, el can-can, la escenografía eran lo de menos; los ricos y poderosos no iban al teatro sino a verse a sí mismos. La burocracia universitaria no va a las cultisureñas salas Sor Juana y Ruiz de Alarcón —a quienes desde luego no conoce ni entiende—, sino a codearse con sus colegas y superiores, presentarse a sus esposas ataviadas para la ocasión y preparar el salto de "Por mi raza hablará el espíritu" de la corrupción universitaria a la corrupción estatal. A eso también iban la aristocracia y la burocracia al Teatro Santa Anna, una mezcla, dice la marquesa Calderón de la Barca, de diamantes, sedas y rasos con aromas excrementicios, polvo y dejadez. Para eso se proyectó el Teatro Nacional, inaugurado como Palacio de las Bellas Artes hasta 1934, tres décadas después de iniciada su construcción con fondos e ilusiones de Don Porfirio.
El proyecto de Adamo Boari se basa en la función social —social en el sentido de plana de sociales de los diarios— de la aristocracia y de la burocracia. ¡Viva el teatro, y sobre todo el más aparatoso de todos, el más grandilocuente, la ópera! La mentalidad porfiriana era de un nuevo rico pulquero: "tenemos todo el dinero, lo compramos todo"; queremos un teatro apantallante, el más grande del mundo, el más caro del mundo, el más vistoso del mundo. Vengan mármoles y estructuras de acero, artistas y contratistas; que vengan de Hungría y de Chicago, de Roma y de Nueva York, de España y de Alemania. Un teatro con un mezanine más grande que el propio teatro, donde habría pasillos con invernaderos, jardincillos cerrados; mesitas de mármol para el vermouth y escaleras de mármol para lucir las colas sedosas y llenas de encajes —pavorreales de la modista— de las aristócratas damas pulqueras. ¡Y no pidamos —entonces, ni ahora— que México tuviera una (una sola) ópera digna! Siquiera una obra teatral en un acto, sin escenografía ni vestuario: una sola, pequeñita, pero que no dé tanta lástima. Para eso nunca ha habido presupuestos. ¿A quién le importa que la obra sea buena, si lo que se quiere es un hipódromo humano con escaleras y palcos para que compitan sastres y modistas en las engordadas y acedas siluetas de próceres y mandonas? Durante la colonia se lucía la gente en los templos: por eso, y no por Dios y los santos, se hicieron templos de oro, montañas de exquisita cantería en filigrana, retablos delirantes, lámparas y cálices, ornamentos y custodias que valían en sí mismas más que ciudades enteras. Los porfirianos seguían yendo a la iglesia, pero preferían lucirse en los teatros, en donde además organizaban sus bailes: Bellas Artes es el sueño de show-off, la tan deseada pasarela de los triunfadores presuntuosos del Porfiriato.
La riqueza es estúpida. El proyecto, tan delirante como los idénticos que se ensayaban en trópicos coloniales de la India o el Brasil, nada tenía que ver con México. Ni en su costo, ni en los materiales y estilos absurdos, ni en su utilidad; tenía todo que ver, en cambio, con lo que pensaban los aristócratas mexicanos de la época que era triunfar en el mundo. Don Porfirio construía su Arco Triunfal, sus Tullerías; se festejaba y conmemoraba a sí mismo; era la perfecta escenografía para que celebraran su riqueza los triunfadores de México. Las artes no contaban: con una milésima parte de su presupuesto, si se hubiera querido hacer arte, se podrían haber formado docenas de dramaturgos, escultores, pintores o bailarines; o aun mejor —piedra básica de toda política cultural— se podrían haber construido escuelas primarias, hospitales y sobre todo (pues la cultura empieza dentro de uno) obras de agua potable y alcantarillado.
Pero en fin, veamos el hermoso sueño estúpido. Lo estúpido es evidente. Lo hermoso es importado. Arte europeo carísimo, el único que consideraban Arte los oligarcas: musas, ninfas y pegasos, apolos y altorrelieves de trópico parisino, que más parecen una pesadilla suntuosa de Gargantúa, después de haber devorado los vinos y los manjares de Europa, que una obra pública de un país paupérrimo.
La riqueza estúpida calculó mal. Levantaba este monumento —del mismo modo que otros, como el Palacio Legislativo, que se nos volvió el feo e irritante Monumento de la Revolución—, para celebrar su final acceso al concierto de las aristocracias mundiales, el momento en que finalmente parecían estimar a los oligarcas mexicanos los grandes bancos, bolsas de valores, empresas ferrocarrileras y demás héroes del capitalismo mundial, cuando más le hubiera valido iniciar su mausoleo. Bien mirado, Bellas Artes tiene facha de tumba; interiores de cámara mortuoria; como las de Egipto, Palenque, Bonampak o Teotihuacán, resultó una onerosa pirámide para preservar el cadáver de una clase. Sólo que el cadáver ya se había desintegrado antes de que su pirámide se inaugurara.
Estalló la Revolución. Largos años las obras quedaron detenidas: armatostes de hierro como panteón de dinosaurios. La ópera pasó de moda y empezó el furor del cine. La electricidad y diversos adelantos técnicos, así como un cambio de sensibilidad mundial, hacian inútiles tantas pesadas y gravosas obras de antigua tramoya, de subterráneos para carrozas de caballos, de terrazas y explanadas marmóreas para fingirse princesas en palacios. Los nuevos aristócratas europeos y norteamericanos ya no admiraban a la nobleza antigua, sino a los deportistas: querían ser y parecer tenistas, aviadores o automovilistas, con un tipo físico saludable y deportivo, y espacios prácticos y cómodos. Todo lo contrario a Bellas Artes, que contiene locuras tan anacrónicas como toda una alberca en el techo del escenario, para hacer llover torrentes verdaderos cuando ocurra que en mitad de una ópera haya que representar, en vivo y en tamaño natural, el diluvio universal o las cataratas del Niágara.
Pero aun así, se trataba de una obra enorme, de una inversión cuantiosa que la nación no podía tirar por la borda. Ninguno de los regímenes revolucionarios desatendió el monstruoso palacio, sin bien ninguno tuvo con qué terminarlo. Sólo el auge de Calles pudo inaugurar Bellas Artes a través de la módica imagen de ese genio presidencial para los casinos y el negocio de la ruleta, Abelardo Rodríguez.
El Palacio de Bellas Artes son dos. Uno, el teatro, que es una sala relativamente pequeña en proporción con la enormidad del escenario y de sus inútiles, múltiples —casi infinitos— e inutilizables recursos: un gran teatro de foro pantagruélico y moderado aforo (y eso que la cantidad actual de butacas es mucho mayor de la que consideraban los planos originales): unos cuantos porfiristas querían ver Aída con toda la más babélica compañía de París. El segundo es el que debía ser el jardín cerrado, el mezanine, que Mariscal —el reanudador del proyecto, ya en los treintas— pensó como un Palacio de Exposiciones y Conferencias, un palacio interior, cívico y neoyorkino, en art deco.
El Palacio de Bellas Artes costó muchos millones de pesos en la época en que México era más pobre —de l904 a l934—, de modo que, por el solo esfuerzo nacional de edificarlo, merece un tanto ser desligado de la estúpida quimera porfiriana de su proyecto. Y en cambio, puede relacionarse con la historia viva de la cultura mexicana contemporánea. Durante muchos años las bellas artes ocurrían sólo en Bellas Artes. Sólo ahí se oían los conciertos; sólo ahí se decían las conferencias; sólo ahí se veían las exposiciones. No siempre fueron tan bellas: yo diría que sólo por excepción algo bueno ha ocurrido en Bellas Artes, como el velatorio de Frida Kahlo. Se organizó un recital ahí de Lola Beltrán, no para democratizar el palacio, ni para enaltecer la canción ranchera, sino como parte del único proyecto oficial de cultura: parecerse a la televisión comercial. Por unos momentos, el Elefante Blanco fue el Estudio A de Televisa.
Pero en fin, el mito era que la Cultura tenía su Palacio, al que había que llegar, como público o como artista; y ya era algo, aunque se tratara de un mamotreto esperpéntico, que las orquestas, las compañías de teatro, danza y ópera, los declamadores y cantantes, los pintores y los conferenciantes tuvieran donde llegar; que el público tuviera un teatro en forma (aunque sólo se tratara del edificio).
Ya para entonces, sin embargo, la política era más teatro que el teatro. Nuestras buenas puestas en escena han sido —todas— ceremonias políticas del PRI; así, nuestras divas y mesías, nuestros fanfarrones y caníbales: puros políticos que manejan mejor que nadie el falsete y los ampulosos ademanes de cartón. Nuestro Sir Lawrence Olivier fue López Portillo, ofreciendo su reino por un caballo (o por un perro); López Mateos y Echeverría se dedicaron más a ser las grandes estrellas de sus sexenios que a gobernar: ¡cuántas giras, cuántos miles y miles de extras en cada toma, cuántos sets políticos del tamaño de todo el país!; nuestros Broadway y Hollywood fueron la CNOP, la CTM, la CNC. En consecuencia, se habilitó el Palacio de Bellas Artes, con sus lechosas ninfas encueradas y sobrenutridas, sus apolos y pegasos, sus caras de changos o de pájaros, sus adornos de doradas máscaras de Tlaloc en las puertas, como teatro político —teatro del bueno— para la clase política, durante muchos años.
¡Pero qué le vamos a hacer, el país crece! Los acarreos de Jonguitud Barrios no caben sino en estadios de futbol y los del papa exigen valles enteros. En una sociedad de masas no hay otro teatro que los mapamundis de tamaño natural. Primero Bellas Artes fue desplazado por el Auditorio Nacional, luego por el Palacio de los Deportes y por el Estadio Azteca. Cerca de Monterrey Juan Pablo II inauguró el Valle de Josafat con millones de monterreyenos conmovidísimos.
¿Y qué nos queda ahora? Algo soberbio: un edificio loquísimo, tan delirante, que excede cualquier utopía de la arquitectura camp. Es más abigarrado, más ridículo, más majestuosamente anticuario, más declamatorio y más inútil que cualquiera de nuestros templos, bailes folklóricos, novelistas típicos o platillos regionales. Es todo un viaje. Y en la Ciudad de México, que no cumplió su destino de Ciudad de los Palacios y se volvió un campamento mugroso y monótono de edificios cuadradotes, el propio delirio blanco del Palacio lo hace entrañable. Tanto, que no podemos imaginar la ciudad sin él. Es absurdo, viejo, ridículo, pero mucho menos digno de olvido o demolición que el 99 por ciento de los otros edificios capitalinos.
Uno empieza a amarlo, a reconocerlo, a reconciliarse con él, como hemos hecho ya las paces con catedral —edificio mucho más caro, mucho más tardado y con más turbia historia—; con las fuentes de la Alameda, con el chatote Palacio Nacional; con las estatuas de Reforma, y la verdad, hasta con la Glorieta del Metro (Insurgentes). Porque hasta en sus fealdades —o más elocuentemente en sus fealdades— la ciudad refleja a sus habitantes. "Nuestra ciudad mía", definía Novo: al fin y al cabo, todos hemos sido tan jóvenes o tan románticos como para delirar/viajar tan sin medida como nuestra —mi— arquitectura capitalina: la Villa de Guadalupe, Garibaldi, CU, Metro Pino Suárez; la Merced, el Cuadrante de la Soledad, Bellas Artes; los enloquecidos interiores decorativos del Cine Alameda, del Palacio Chino: eso sí era un pasón; el viaducto bajo el diluvio, el periférico ídem; Avenida Zaragoza, la Lagunilla, los separos de la policía de su preferencia. Total, en una ciudad tan punk, ¿por qué asombrarse de Bellas Artes?

ENVIO
¡Felicidades, obesa, sobremaquillada, grotesca, marmórea, adorada diva! SMACK!!!
Ochenta años de existencia; cincuenta de "vida artística".
Toda diva que se respete pesa miles de toneladas y suma más de ochenta años... Pero la donna é movile, como ¡pluma al viento!
¡Que tu pastel de cumpleaños sea tu propia, opulenta figura!
¡Te lo mereces! Happy birthday to you! (8-X-1984).


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CUENTOS ROSAS PARA UNA CIUDAD TRISTE
Todas las canciones son iguales: cuentos de hadas del amor, ensoñaciones cursis y delirantes del sentimiento y del erotismo; pero hay canciones "más iguales" que otras: las que imponen un modelo, al grado de que cientos y cientos de canciones se dedicarán a igualarlas. La vida, por desgracia, no es una canción, pero hay que vivirla como si lo fuera, por lo menos cuando la tristeza, la ira, la miseria o la desesperación urbanas llegan al colmo, y nada nos separa del suicidio sino el no poseer una pistola (y tampoco saber usarla) y el espejismo, preferentemente acompañado de una copa, de que la vida podría ser una canción.
El baladismo es un humanismo: en las canciones la gente no es fea ni panzona, desconoce el mal aliento y el pie de atleta, y se comporta aristocráticamente, es decir: no saca a colación vulgaridades como la renta, las deudas, el odio al capataz oficinesco que no se ocupa sino de volverle imposibles las ocho horas al empleado, ni demás morralla demasiado terrenal. Cuando se pone el disco o la cassette de moda la Biblia cumple su profecía: "Y entonces seréis como dioses".
La ciudad ruidosa sería muda sin las canciones. La ciudad también es una canción, y frecuentemente es la misma canción en todas partes, en el pesero y la fonda, en el departamento de arriba y en el departamento de abajo, en el walkman y en el radio portátil de la cocina; y sobre todo a partir de los últimos años, cuando el rebuscamiento estetizante o sentimental ya no encontraba salida a sus callejones bolerescos, a veces esa misma canción contiene algo de las aventuras urbanas que todo mundo quería recorrer, pero no tenía el tiempo ni la figura, y faltaron también el humor, el dinero y la disposición al riesgo. Entonces, por ejemplo, los cuentos de hadas de Juan Gabriel o Pérez Botija dejan algún melancólico resplandor en los ajados corazoncitos urbanos tan necesitados de la voz de Rocío Dúrcal:
Amor, lo nuestro fue casualidad:
la misma hora, el mismo boulevard...

O bien:
Por eso aún estoy
en el lugar de siempre:
en la misma ciudad
y con la misma gente,
para que tú al volver
no encuentres nada extraño
y sea como ayer
y nunca más dejarnos.
Probablemente estoy
pidiendo demasiado:
se me olvidaba que
ya habíamos terminado,
que nunca volverás,
que nunca me quisiste;
se me olvidó otra vez
que sólo yo te quise.

Echémosle la culpa al Renacimiento, o aun más atrás, a la Antología griega. Los motivos son los mismos en Garcilaso, en Cavalcanti, en Safo, en Agustín Lara, Gabriel Ruiz, Lolita de la Colina. El "dulce estilo nuevo" de cantarle al amor y de delirar —el cielo es el límite— en elogio de la dama y la pesadumbre del amador en desgracia. La canción sentimental es el ropavejero de la poesía, la lírica gastada y pasada de moda, y acuñada en la ganga de frases simples pero relucientes, como la ropa y las joyas de fantasía. Pero en cierto sentido estas canciones son el triunfo de la poesía: los motivos y los tonos que alcanzaron a penetrar en la sociedad. No debe olvidarse que gran parte de la mejor poesía clásica fue hecha para ser cantada, que su símbolo es la lira y que frecuentemente los mayores poetas hablan de sus composiciones como de cantares.

POLVOS DEL CORAZON
En tiempos campesinos y aldeanos la canción solía reservarse para las fiestas, y sólo se tarareaban o chiflaban las letras en algunas labores o durante largos trayectos de viaje: canciones sencillas, pudorosas y familiares, que de vez en cuando se atrevían al doble sentido. Las primeras décadas de la radio siguieron de algún modo ese esquema, poblándose de palomas y de rizos de oro, de labios como rosas o cuellos marfilinos. La entonación revestía de erotismo letras aparentemente inocentes, como el estilo de Elvira Ríos; otras veces, el mercado se imponía y exigía temas al mismo tiempo audaces y pudibundos, y proliferaron las canciones de "aventureras" que a fin de cuentas no eran sino "santas" redimidas por la desdicha y cierta inmodificable pureza interior: Agustín Lara. Pero las ciudades y el mercado fueron creciendo más y más, y también sus exigencias. El romanticismo no cedió, pero la cama conquistó una presencia más explícita. Al fin y al cabo, en los grandes campamentos de solitarios que son las ciudades, donde los valores tradicionales se ven desgastados por la vastedad del concreto, la especulación financiera e inmobiliaria y la agresiva cotidianeidad de la soledad entre la muchedumbre, el sexo y sus atributos se convierten en mercancías muy rentables.
La decadencia de la pudibundez no es mérito del sicoanálisis, sino de la publicidad de calzoncillos y pantaletas, de cigarros y alcohol, de automóviles y residencias como palacios para al fin conseguirse una princesa. "¡Consígase usted la novia, nosotros se la vestimos!", dice algún slogan; y si no se la consigue, podríamos añadir, no importa: nosotros se la desvestimos, y podrá entretener sus sueños húmedos durante sus recorridos multitudinarios en metro y pesero, durante el abismal hastío de trabajos monótonos y estúpidos o el aun más abismal del desempleo.
Por algo a nadie se le puede olvidar la frecuente escena de ciegos y lisiados que mendigan en los camiones cantando destempladamente cuentos de hadas cachondas. ¡Amor, amor, amor en la ciudad a todas horas! En una ciudad llena de jóvenes desempleados, donde la boda es todo un símbolo de haber llegado a la difícil estabilidad de un trabajo seguro que dé para la renta, el gasto y, nuevamente, las canciones. Porque el matrimonio también requiere de la canción senmtimental: nadie es tan gran amante como un personaje de balada, nadie se queja tan dulce ni bufa, jadea o resuella tan rítmicamente al sugerir que, por fin, a la luz de grandes anuncios de ron, ha terminado digamos que de "morir de amor"; ha sido nuevamente Adán, en el pellejo del galán de moda; o como diría Borges, ha conocido el paraíso, el único paraíso urbano que sacia el alma, como no dudaría en cantar nadie, aunque los ciudadanos "solventes" se preocupen más bien de los edenes un tanto más sólidos de los dólares, los bienes raíces, el comercio, el automóvil o el condominio.
Celebremos pues al corazón que se destapa y le entra al strip-tease, y entre trapo que cae y seno que se describe, insiste pueblerinamente en todos los viejos prestigios del amor eterno, del amor santo, del amor del bueno, del amor que ahora sí ya no puede más de tanto amar; del amor que sobrevive a la muerte y sobre todo (se solicitan mariachis) del amor pérfido que huyó del nido sin decir ni adiós, pero que ¿qué se cree?, ¡ya volverá! ¡y de rodillas!; porque ¿dónde va a encontrar —nomás entre 80 millones de mexicanos— a alguien como uno, que la quiera tan bonito?, y además le sepa hacer esto y aquello como bien que le gustaba, ¿o a poco no? ¡Y échese otra, compadre!

PRINCIPE, BRAGUETA Y CORAZON
No se entiende la vida urbana de México durante los últimos quince años, ni la mentalidad de dos o tres generaciones, sin la voz de José José. Probablemente no fue el primero ni, desde luego, el último de los cantantes románticos que acabaron con la inocencia de los sesentas (la limpísima juventud en los temas clásicos de Angélica María, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Leo Dan, Marisol y muy especialmente aquella Rocío Dúrcal de Canción de juventud y aun de Acompáñame); pero aún adolescente, y con una voz tan sentida y candorosa que lo dejaba libre de toda sospecha, José José empezó a cantarle ya no a Mi Novia Popotitos ni a un Chico Ye-yé, sino a una —¡oh!— amante; y al oír las grabaciones originales se advierte que esa amante tenía que ser ya una mujer madura. ¿Blanche Dubois recordando a los príncipes de Las mil y una noches ante la frescura de un chamaco voceador?
Con José José la canción se puso caliente; tardó algunos años para romper convenciones —y ya que otros (los españoles, sobre todo) se habían puesto más explícitos—, pero desde un principio mostraba que el mercado exigía una sexualidad más moderna, incluso agresiva, y a la vez decente, y siempre romántica...
Entre la bragueta y el corazón no debe existir conflicto, aunque la poesía sí sepa que una y otro frecuentemente siguen caminos diversos: en la utopía sentimental, el corazón manda, el sexo obedece y la música industrial pone en funcionamiento toda la inmarcesible armonía de las esferas pitagóricas. José José suele cantar desde la perspectiva del dolor, que todo lo purifica y lo perdona, como lo sabe quienquiera que haya ido al cine alguna vez, y al narrar su llanto cuela confidencias, por lo demás totalmente comunes: ya no las suntuosas aventureras ni las muñequitas de Esquire, sino mujeres clasemedieras divinizadas por la tienda de autoservicio más próxima:

¡Espera!
Aún me quedan alegrías para darte,
tengo mil noches de amor que regalarte,
te doy mi vida a cambio de quedarte.
¡Espera!
No entendería mi mañana si te fueras
y hasta te admito que tu amor me lo mintieras:
te adoraría aunque tú no me quisieras.

El amor se pone difícil en las canciones: ya hay noches de amor y amores sensuales falsos, cuya falsedad no importa, que incluso los engrandece con su novedad y su aspereza. El "amor mentido" empieza a ganarle terreno al "amor del bueno". Amores buenos estaban bien —alacenos y pajareros— para el México pueblerino de La casita de Othón, con el saludable Pedro Infante, ¿pero qué le vamos a hacer en la ciudad de solitarios, de fajes en camiones y zaguanes, de noches de amor en butacas de cine porque el desempleo no da para el motel (ni, mucho menos, para el automóvil)? Aun en la clase media, cuando la mujer ya trabaja y se alebresta, se sicoanaliza y pone condiciones, ¿qué otro tipo de canción puede creerse?
La tradición, desde luego, persiste: siempre el hombre pobre y decente ha soñado con paraísos neón de cabarets, con la noche apenas entrevista por canciones y películas de ficheras y rumberas, pero con José José gana naturalidad. Ya no es el bohemio frente a la aventurera, sino el sueño de cualquier hombre de la ciudad, que siente su corazón más solitario que nunca —y los solitarios son grandes erotómanos. Muchedumbres apiñadas en convoyes del metro que andan soñando, en su soledad romántica y erotómana, ¡con una melodía!

¿Y qué? Al fin te lo han contado, amor:
Es seguro que te han dicho: ¡ten cuidado!
Que un hombre que ha sido como yo
acaba por volver a su pasado.

La archipuritana ciudad tiene que cambiar de himno:

¿Y qué? Al fin te lo han contado, amor.
Bueno: ya conoces mis defectos.
Si anduve con éste y con aquél,
con ésta y con aquélla,
con esto y con aquello...
¿Y qué? ¿Te vas a deshacer de mí?
No. No digas nada, lo comprendo:
que temes que un hombre como yo
te va a hacer mucho mal: eso no es cierto.
¡Yo he rodado de acá para allá,
fui de todo y sin medida;
pero te juro por Dios que nunca llorarás
por lo que fue mi vida!

José José convence: su entonación busca la más desgarrada sinceridad y no se las da de santo, pero tampoco de sofisticado inmoralista; en sus canciones jura por Dios, lo único que sabe es que ama y eso es sagrado; cree en el Triunfo (es Mr. Amigo 1985) y se lo desea a la mujer que lo abandona; es un chico bueno que sufre la vida urbana y no puede dejar de adorarla, en su promiscua sucesión de enamoramientos y desastres de hadas y ángeles en cuartos de hotel; es el amigo leal que rechaza a la ofrecida esposa de su mejor amigo, y el examante leal que le recomienda a otro amigo que ame precisamente a aquélla con la que él mismo quisiera seguir; es el que reconoce que no puede ser "propiedad de una mujer nada más", y que su "ansiedad" lo lleva a ser "tan infiel infiel, infiel/ como un perfume de mujer/ que se impregna en cualquier cuerpo/ y se esfuma con el viento"; es el fulminado por el Placer, el que se desenfrena, el que rompe su orgullo, el que regala su fe para nada; el que se acaba sin amor y pierde las ganas de vivir; quien te acepta "aunque vengas de quién sabe dónde" y "te hayan tocado mil manos": no le importa "lo que has dado"; el que no merece ser amado ni puede evitar pedirle a la amante, "por piedad", que regrese; quien ha sufrido tanto por aquéllas que fatalamente hace llorar a éstas; el que siempre quisiera regresar a un ayer de sensualidad atormentada; quien por haber amado tanto ya no sabe del amor sino que es una canción, muchas canciones, una Babel de cassettes y long-plays.
Los cantantes y las canciones se esfuman, mercancías al fin y al cabo, después de su apoteosis; se congestionan en el cuadrante como embotellamiento del periférico, y luego viene la noche desolada, y después un embotellamiento igual de otras voces y de otras canciones. José José ha sobrevivido ya mucho tiempo y acaso sea el único prospecto de cantante longevo, como Pedro Vargas, al que no deterioran ni la edad ni la vejez. A diferencia de otros, ofrece una voz, un estilo y un peculiar repertorio sentimental, sin apoyarse en la apostura ni en novedades demasiado súbitas. El escucha siente como si él mismo cantara, y no el nombre célebre, en una identificación que no logran otros cantantes demasiado bellos o demasiado ansiosos de imprimir su personalidad. Acaso sea la de José José la conservadora voz de la ciudad, y un corazón de chatarra que insiste en sus melódicas ilusiones de luz neón.
La canción, y en otro sentido las telenovelas, aunque muy integrada y atenida a la industria norteamericana del entretenimiento, siempre opone una fuerte resistencia cultural a sus modelos sajones o europeos. La desigualdad del modo de vida entre ambos países —en cuanto nivel económico y promedio de cultura social— nos define, en cuanto público masivo, como un poco instantáneo mercado del song business norteamericano, si antes no ocurren alteraciones "latinas" (sentimentalismo, cierta truculencia en las letras que no se permitirían las masas puritanas, algunos homenajes a tonos primitivos e infantiles, y una especie de impuesto que imprime tonos de bolero, cumbia o danzón a cualquier balada europea o norteamericana que busque éxito local). Existe desde luego una gran influencia, especialmente en el aspecto técnico, en las sofisticaciones instrumentales ya computarizadas —el corazón digital—, pero los temas y los tonos continúan demasiado arcaicos entre nosotros, todavía muy próximos al sentimentalismo de aldea y al romanticismo del siglo XIX. Las canciones norteamericanas tardan mucho en llegar a la multitud, y de inmediato se ven transformadas en otra cosa —últimamente ya vienen transformadas en otra cosa, desde Miami, Los Ángeles y Nueva York: importamos fayuca ya mexicanizada de origen—, al traducirse "con sabor latino", por más que alguna vez Paul Anka haya triunfado en la voz de César Costa y que nuestros rancheros sean o no parientes cercanos de los vaqueros de Oklahoma!
En cambio, las influencias caribeña y española se hacen sentir de inmediato. Y cuando, a fines del franquismo, España empezó a destaparse, y surgieron multitud de cantantes eróticos —o lo que entonces pareció "erótico": Julio Iglesias, Camilo Cesto, etcétera—, México no tuvo más remedio que alzarse un poco el sarape. Los cantantes españoles conquistaron el mercado. Y algo de la elegancia que, querámoslo o no, colonizadamente atribuimos al acento y léxico españoles, como "español de primera", a diferencia de nuestro español ranchero o "naco", acompañó a los temas destapados. Eran canciones modernas y sonaban elegantes. Mal que bien, la producción nacional trató de ponerse al día, y en esta imitación de la canción comercial española finalmente le atinó con Emmanuel.

UN TOQUE DE DISTINCION
A diferencia de José José, cuyo éxito abarca todas las clases y regiones, y lo mismo le gusta a la esposa que a la amante, a la madre que al escuincle, o incluso de Juan Gabriel, que podría resultar excesivamente amanerado para los hogares mexicanos, y que también conquistó todos los públicos, el éxito de Emmanuel se concentra en un público juvenil con pretensiones de junior.
Sus letras son más sofisticadas, su pronunciación —las v— se esmera (mal) por parecer (casi) española, sus temas resultan demasiado atrevidamente juveniles, con un erotismo casi insolente de niño bien de dieciocho años; y juega con la voz más allá de la canción, como si él mismo se estuviera ofreciendo y derritiendo de deseo por el escucha. Es el tipo de canciones y de cantantes que se consumen rápidamente, pues si algo sobra son nuevas estrellitas bellas y cachondas que año por año presionan por abrirse un lugar en el olimpo de discos y videos de las divinidades juveniles.
Emmanuel, sin embargo, ha logrado conservarse, ir adecuando sus canciones, sus jadeos y sus suspiros a los años que lo vienen empujando; y ya no como chamaco de lujo sino como adulto que todavía (a duras penas) conserva sus looks de American gigolo, tierno e irresistible, sigue iluminando la parda ciudad de los ejes viales y las muchedumbres nada distinguidas. No es la voz, como en el caso de José José: alguien que canta por muchos; ni la inspiración de Juan Gabriel: alguien que descubre el corazón de los muchos —no les descubre, por supuesto, nada: les repite la misma mentira de siempre—; es simplemente una figura narcisista y elegante, por la que se puede suspirar o sentir envidia, y que pasa con los años y se verá sucedida por nuevas figuras, más o menos narcisistas y elegantes, para embeleso e irritación de nuevas generaciones de suspirantes o de envidiosos.
Los adolescentes urbanos suelen tener pasiones exageradas y pretensiosas, propias de quienes desconocen la Tierra Prometida del Amor y andan indigestos de cultura escolar. Las canciones de Emmanuel les sientan perfectamente. Son tan sentimentales, inocentes y románticas como cualesquiera otras, pero añaden una minuciosidad sensual, una filosofía de mercado de discos y una gran utilería paisajística. Siempre se está cantando a la cama, pero con guitarras en la noche, jilgueros, rosales, arena junto al mar, hojas secas, paradojas espiritistas, trigales, cabelleras alborotadas, sol en amaneceres, lunas irrepetibles, estrellas que refulgen en los ojos, gorriones y palomas. Los sentimientos (amor, olvido, encuentro, abandono, aquella vez, esta soledad, etcétera) no se diferencian sino en su entonación sensual: cuando "en mi espalda sienta el frío de la oscura noche que se acerca"; y en una buscada candidez que todavía está cerca de los muñecos y de las caricias de mamá. Jovencitos que juegan a ser desdichados como sesentones de tango:

Pero todo se termina
como en ese cuento de niños que sé
y mañana mañana
no sé lo que pasará
porque mañana yo te necesitaré.

Los cantantes no suelen escribir sus propias canciones, pero son suyas y no de los compositores —Lolita de la Colina, Ana Magdalena, Camilo Blanes, Napoleón, Calderón, Jaén, Méndez, Cantoral, Pérez Botija, Manuel Alejandro, etcétera—, de la misma manera que las películas son de las estrellas que las actúan (y ahora de los directores) y no de los guionistas. Por lo demás, los compositores suelen escribir con dedicatoria, pensando en tal o cual cantante, y en ello mismo se ocupan los arreglistas, y finalmente el intérprete se apropia la canción y le da un tono personal. El primer tono Emmanuel, el de la mayoría de sus canciones, es esta ternura pretensiosa y derretida, susurros sensuales entre orquestaciones de triunfo:

¡Olvido!,
para un gran amor que se ha vivido
no hay olvido.
Fueron tantas, tantas cosas que nos dimos
que jamás un nuevo amor las borrará.

Uno piensa de inmediato, y no es mérito menor de la canción, en las chicas de preparatoria que llevan la foto galanísima de Emmanuel en sus carpetas, y cuyo gran amor no pasó de un beso en el jardín, o llegó a un manoseo en el cine o hasta a un apresurado coito de regadera individual o de automóvil. Y uno también piensa que, en un país de tal desempleo juvenil, los adolescentes siguen siéndolo a los treinta años, por la incapacidad de poner casa aparte, y que su vida amorosa se lleva sus mejores años en romances fortuitos, accidentados y poco frecuentes. La desbordada ternura amorosa de Emmanuel es para quienes no han conocido el sexo frecuente. De ahí las frases ridículas: "amor es que te estallen las sienes" o "que por amarte como un Cristo me quedé: con los brazos abiertos ¡al final!".
Y de cualquier manera, aun en la época de los valiums, la décima relación formal y los sicoanálisis, la Tierra Prometida del amor sigue brillando en los aparadores, en las discotheques y los bares, en la conciencia del hombre urbano que no tiene más que oficina, televisión y radiocasetera, en el mejor de los casos. Con algunas copas, hasta el más probado se conmueve:

Quiero dormir cansado
para no pensar en ti;
quiero dormir profundamente
y no despertar llorando
con la pena de no verte;
quiero dormir cansado
y no despertar jamás;
quiero dormir eternamente
porque estoy enamorado
y ese amor no me comprende.

Pero me sospecho que buena parte del "tono Emmanuel" es su insolencia, su arrogancia de chulo de zarzuela en video de lujo, más acentuada en sus últimas canciones, pero que ya aparecía desde el principio: el chamaco que se quejaba así: "yo era feliz contigo, vida mía:/ tú eras mi perro fiel, yo tu guía"; el que, pretendiendo celebrar a su amada, en realidad está cachondeando su propio fantasma narcisista, sus sensaciones que pretende insaciables y prepotentes; el junior cinturita que ama en la mujer "tu tesón por conquistarme cada día" y deja en el tono elegíaco esta florecita: "se nota que te mueres por estar conmigo"; el que se cansa "de tantas mentiras, de no serte fiel" y corteja a una mujer de treinta años con esa promesa sin desperdicio de machín de High School, después de haberle pedido —¿quién le compra referentes fálicos, para su consolación?— que permita "que anide mi juventud en tu boca":

Venga y tómeme del brazo
que la voy a alimentar,
que la voy a deshebrar,
señora, hora tras hora.
Venga y tómeme del brazo
que la voy a enamorar,
que la voy a ilusionar
de amores hora tras hora.
Venga y tómeme del brazo
que la voy a deshojar,
que se le va a derramar
el amor por la cintura,
señora, hora por hora.

Bueno: que sea menos o que lo pruebe ante notario público, sobre todo aquello de "hora por hora", que suena a maratónica eternidad. ¡Así se desmesuran los sueños de la deserotizada ciudad! Con alguna frecuencia, Emmanuel debe despreciar o humillar a alguien para lograr una canción de éxito: a un amigo "pobre diablo", a una amante casi tratada como prostituta, a una examante que se fue y sencillamente no podrá vivir sin él, porque él la ha enseñado "hasta a caminar".
Suena todo esto a viejas películas de prostitutas baratas y padrotes implacables. "¡Pichi!" Pero seguramente los adolescentes (y aun los adolescentes de treinta años) no entienden ni quieren entender; toman la voz susurrada, ciertamente hermosa, la utilería avícola, pecuaria y herbolaria, y el tradicional repertorio de lamentaciones del amor perdido; la sofisticada instrumentación, además, ayuda con cierta lánguida monotonía, sobresaltada de pronto con crescendos eyaculatorios. O dizque.
Pienso en un mercado, en un barato y suculento puesto de comidas corridas, a mediodía, con obreros y empleados casi mudos entre el bullicio de clientes y marchantes; devoran la sopa, mordisquean el bolillo, y casi parecen no escuchar, pero casi no hacen otra cosa que seguir esta utopía emmanuelesca. ¿Qué otra ilusión queda en la ciudad tristísima sin destinos ni democracia, sin contrapesos ni garantías civiles, en una crisis que desmantela toda ilusión de futuro? Ya Frank Sinatra —el de Red roses for a sad lady— decía que el amor es una cosa esplendorosa; Emmanuel la describe y alguien pide salsa de chile guajillo:

Vamos a amarnos despacio por fin,
con besos lentos, profundos y suaves,
dejando quizá alguna vez de sentir,
dejando quizá alguna vez de sentir
¡que aún nos queda mucha noche por delante!

La Noche como gran utopía. Las calles lluviosas con borrachos, amorosos, ladrones y patrullas. Las prostitutas ateridas al pie de los postes. Y millones de hombres y mujeres solos, en sus madrigueras domésticas, donde ya —pues hay que levantarse a la chamba temprano— ha dejado de escucharse el cuento melodioso de las hadas permisivas y de los galanes prepotentes. Los cantantes acaso funjan como ángeles del sueño. Acaso la gente sueñe sus canciones. Porque la realidad no importa: lo que vale es la canción. La canción es una cosa esplendorosa.

LAS DESENCADENADAS
La mujer bravía es uno de los personajes indispensables de la canción mexicana. A los mexicanos les gustan decidoras y alebrestadas, aunque sólo en el juego del espectáculo o del episodio musical. Uno piensa sobre todo en Chavela Vargas, pero también en otras soldaderas de la sinfonola como Lola Beltrán o Lucha Villa. El bolero urbano dio lugar a voces aterciopeladas que insinuaban amores prohibidos y pasados poco hogareños, aunque recubriéndose siempre de la melcocha del sentimiento, del arrepentimiento o de la fatalidad, como las Mujeres Malas de las películas. Lupita D'Alessio ha venido a poner al día tal tradición, ante la idolatría de los gays, la alegría de los machos y las carotas reprobatorias de las mujeres decentes que se ven caricaturizadas o travestidas en semejante Retadora con pocos pelos en la lengua, ademanes elegantemente procaces y claras referencias a las penumbras de la cama.
Lupita D'Alessio es el mejor ejemplo que un tonto "conductor" de televisión podría encontrar de la Mujer Moderna; sus desplantes de "desencadenada" (así dijo Irma Serrano, la Tigresa, que llamaría a un grupo de mujeres bravas que iba a formar) están tan lejos del feminismo, como los "paisajes" eróticos de Emmanuel lo están de la poesía de García Lorca. Pero de alguna manera representa las posturas de mujer moderna que han permeado en la sociedad: la prepotente secretaria ejecutiva, por ejemplo, que con peluca aleonada pone en su sitio al regañado office-boy del sexo fuerte; o sencillamente la mujer de altos ingresos que se puede permitir escoger sus amantes, y presumirlos, y constelarse —como Clara Bow— con leyendas futbolísticas.
Sin embargo, sí hay un cambio en la canción-de-mujer: ya no se necesita ser Mala Mujer para hablar clara y sensualmente del amor, ni armar enormes tragedias como las de La violetera y El último cuplé para hacerse perdonar ciertos amores "prohibidos". Lupita D'Alessio insiste en que, al igual que un hombre, tiene derecho a las ganas —con o sin romanticismos— sexuales: "vieras cuántas ganas tengo de morder tu boca/ siento que nomás te miro y me estorba la ropa"; "y me lleno y te lleno de ganas de las que yo siento"; "ahora voy a regalarle a mi pasado/ todas las noches que a tu lado me han faltado"; "tu calor para amar no me basta/ ya debieras estar retirado"; "en mí hay fiesta cada noche que te doy", etcétera, y se atreve (también Manoella Torres) a sacar a luz el "secreto" que todos los hombres, conjurados, guardaban en la francmasonería más estricta: la débil o la mediocre o la infrecuente potencia sexual de quien se ostenta como el Macho-de-Todas-las-Especies, el automático e infalible Júpiter eréctil, el de-todas-todas-a-quien-sea-como-sea-por-delante-por-detrás-porarribaporbajo, que por algo es el revólver más encañonado del Oeste: "Hace tanto que no siento nada al hacerlo contigo/ que mi cuerpo no tiembla de ganas al verte encendido", "usted no ha estado enamorado ni de broma: usted no llega ni a pecado, punto y coma", o aquel escándalo del cuadrante:

Yo quiero un hombre que me haga el amor,
un Hombre, no un muñeco de cartón...
yo quiero un buen amante, no un patrón.
¿No ves? No pasa nada. No hay fuego en tu mirada:
¡dime donde está el hombre
que me lo haga!

Por lo demás, esta "mujer moderna" es sumamente convencional y melodramática, pero hay un tono irónico, de mujer que se ríe entre llanto (como Sarita Montiel), que la vuelve muy divertida, muy retadora de farsa (romanticismo de lucha libre, erotismo de gran guiñol), una fiera que guiña el ojo y nos recuerda que sus garras son de leona de acetato. Su juego de ya saber demasiado de los hombres, de poderse ir cuando le dé la gana, de no pasarse la vida llorando, "¡ni loca!", representa la realidad de muchas mujeres de clase media que ya no viven colgadas del gasto del marido; y que ya entradas en edad, con la pequeña ayuda del sicoanálisis, la dianética o cualquier secta de "superación personal", se burlan de los malos machos de su juventud, los mentirosos, díscolos, malos amantes, infieles, cobardes "sin valor ni dignidad". Ya en los sones huastecos había duelos rituales entre el Hombre y la Mujer, en los que al calor de las cervezas y el aguardiente, cantadores y cantadoras se decían sus verdades entre estribillos de Cielito lindo. La mujer claridosa toma la ciudad:

De verdad que no te mides con tu tonta vanidad,
se te subieron los humos, como que quieres volar,
y ya mírate en un espejo para que te haga pensar
que el tren aquel que esperabas,
que el tren aquel que esperabas ¡se te acaba de pasar!

La mujer que ya no necesita de fulano "para sentirse mujer", a la que se le "antoja algún delito que nadie pueda ver", "caricias extrañas", "sabores prohibidos", manos amantes como hiedra o yerba mala y proliferada; la retadora: "¿qué miedo tienes de mí?", inconstante, insaciable, felizmente sola, con "caminos sin final", los brazos en jarras y jes irónicos; amenazante: "quitaré de en medio todo lo que estorbe/ y como principio borraré tu nombre"; capaz de quedarse en la mera punta de la lengua con mentadas de madre perfectamente dibujadas: "Te mando a la... ¡vete por favor!". Sirena, gaviota, leona, pantera, paloma, golondrina, ave de presa, "y sin embargo sólo soy/ una mujer que ama el amor", enamorada o despechada, pero "que nada me cuenten porque todo sé", "y aprendí de todo, también a perder"; una fiera para la que ya no hay fatalidades:

Si tomé del vino que se echa a perder,
fue mala cosecha, pero eso fue ayer.

Lupita D'Alessio ha hecho todo lo posible por ganarse una mala reputación, que muchas veces en el show business forja grandes éxitos; algo ha logrado: "Pero dígame si usted/no ha sentido lo que yo;/ pero dígame si usted/ no ha escondido algún amor". Nadie lanza la primera piedra contra Lupita, y en cambio se enardece el público de los palenques y de los estadios, a excepción de muchachas tímidas o decentes que la acusan de hablar "de puro ardida", o de que "eso" —todo lo que ella dice ser, en las canciones, las entrevistas, las fotos y los desplantes— no es ser una mujer, argumentos por lo demás usuales contra divas irreverentes.
La venezolana María Conchita también llegó al éxito por las no tan raras puertas del escándalo: cuando no se arrepiente de haberle puesto los cuernos a su galán, nomás porque ocurrió "una noche de copas, una noche loca", o sobre todo cuando logra lo insólito, la obscenidad, no tanto por la referencia al miembro masculino, sino por la exorbitante y ampulosa elipsis para dibujarlo:

Acaríciame
y empápame de esa ternura,
contágiame de esa locura
¡que hay en tu vientre!

Bueno: la época en que las damas debían quedarse calladitas y hacer como si no sintieran nada, o dejaban de serlo, quedó fuera de los sueños urbanos. Las mujeres saben. Siempre lo han sabido, pero no siempre lo han gritado por cuanta lonchería, bicicleta con radio, mercado sobre ruedas, pasillo del metro, azotea con tendederos y puesto de tacos de canasta exista en la ciudad. El grito en sí mismo perderá novedad y ocupará un humilde sitio en la utilería del cancionero romántico, pero quedará en la memoria como recuerdo de los ochentas. El "pequeño secreto" del sexo seguirá sin enunciarse, pero se decorará más y más, como arbolito de navidad, con todo tipo de oropeles metafóricos, precisamente aquellos que, en opinión de D.H. Lawrence, volvían obscenos a cuerpos y actos perfectamente naturales.

"¡Y MAULLARE POR TI!"
Juan Gabriel admite la frase con que Alfonso Reyes definió a Pita Amor: "es un caso mitológico", de una facilidad interminable para refundir toda la tradición de la canción mexicana y colocar éxito tras éxito durante dos décadas. No es tan "moderno" ni tan "procaz" como otros compositores, y precisamente en su sencillez radica su estilo, una sencillez provinciana que tiene que recurrir a todo tipo de manierismos para seguir insistiendo en los tres o cuatro temas decentes del sentimentalismo: el abandono, el encuentro, el regreso, el recuerdo. Lo hace con mariachis o con coristas, con orquestas o con acordeones. Sus letras resultan humildísimas: dos o tres frases coloquiales, de sentimentalismo naif a la hora del noviazgo y rumbo a la panadería. A veces construye toda una canción con garigoleos de una sola frase: como bailar en el Noa-Noa o querer ir a Ciudad Juárez. Se apoya en una rica tradición —mencionemos nada más a José Alfredo Jiménez— en la que insiste una y otra vez, con inagotables recursos de gesticulación y colorido que las vuelven involuntariamente camp, aunque lo que intentan es la cursilería en serio: sus excesos payos, su humor no buscado, sin embargo, a veces las redimen un tanto, y su mal gusto se airea con algún perfil humorístico: melodramas que resultan chistes. Así conmueve y hace sonreír, incluso reír con carcajadas no exentas siempre de nerviosismo ni de albur. Jamás se aparta de los más comunes de los lugares comunes, ni de los ritmos más acentuados y pegajosos; resultado: toda la ciudad canta todas sus canciones con una facilidad para la memorización que merecería más nobles empeños y que ningún otro compositor reciente ha conseguido. Prácticamente todo cantante famoso ha recurrido a las canciones de Juan Gabriel (dicen que sólo se salva, macho y tradicionalista, Vicente Fernández). Acaso en ninguna voz suene mejor que en Rocío Dúrcal, a la que de hecho resucitó: ese prototipo de "una buena chica pero nada más" de los años sesenta, la de "Los piropos de mi barrio" y "Todo es mío".
Rocío Dúrcal añade cierta gracia, con su mala dicción madrileña, a las ranchera inspiraciones de Juan Gabriel; y su voz, siempre hermosa, atenúa las simplezas más evidentes. En realidad, la mayor parte de los éxitos de Juan Gabriel, aunque hayan sido estrenados o retomados por otros cantantes, o por él mismo, ya no se pueden oír sin el tono durcalesco. Se cuenta que Marlene Dietrich y Judy Garland huían de las canciones de letras complicadas y buscaban las más sencillas, de modo que la letra no compitiera con la voz. Distancias respetadas, la Dúrcal gana mucho con la sencillez juangabrielesca, ajena a la sintaxis y hasta al sentido común, con versos como "estoy muy triste desde que te fuiste", "por Dios no llores más", "vengo triste y derrotado", "como te quiero, mi amor, no te ha querido ninguna", "estás de otra todito enamorado", etcétera. Juan Gabriel le apuesta al corazón y deja a un lado las aristas sensuales: celebración del amor, del despecho, del recuerdo; súplicas de perdón, ganas de volver: alma, vida y corazón, con un léxico de dos o tres elementos:

Te quiero mucho-mucho
desde hace mucho tiempo,
te quiero mucho-mucho
desde el primer "te quiero",
te quiero mucho-mucho
desde que estás conmigo,
te quiero mucho-mucho
desde que estoy contigo.

La cantante debe enfrentarse con la simpleza o con la llaneza provinciana (Mari Trini también enriquece algunas simplezas rancheras). Hay frases realmente ridículas que deben asumirse como tales, aun cuando se pretendan desagarradamente melodramáticas: "No es correcto, no-no es justo ni es normal/ que sufras tú por mí", y no deja de ser un alarde de histrionismo llenar una decena de long plays con dos o tres temas. El centenar de canciones de Juan Gabriel no son, en rigor, más que multiplicaciones mimeográficas de cinco, totalmente convencionales, cosas como "No hay lugar en el mundo donde puedas olvidarme" o "ahora sé muy bien que la vida sin ti no la puedo vivir" y hasta cuentos de nunca acabar:

Siempre volverás,
una y otra vez;
una y otra vez
siempre volverás;
aunque ya no sientas más amor por mí,
sólo rencor,
yo tampoco tengo nada qué sentir
y eso es peor,
pero te extraño, también te extraño...

La imposibilidad de vivir sin Amor, y amor puro y entregado y del bueno, no sensualidades promiscuas del tipo de las celebradas por José José: un solo-único-amor-verdadero, que se fue y no se podrá olvidar, y al que se extraña con todo tipo de maquinaciones melódicas y prestidigitaciones silábicas, siempre sin gramática y con un diccionario de media cuartilla: "Te pido por favor/ de la manera más atenta que/ me dejes en paz/ de ti no quiero nada ya saber", o bien:

No quiero volver a vivir el ayer que vivía,
no quiero volver a sufrir: no, mi vida;
ya me acostumbré a vivir junto a ti y a tus besos,
no quiero empezar otra vez: no podría...

Juan Gabriel ha intentado, con suma dificultad y éxitos esporádicos, temas (relativamente) diferentes del Unico Tema (encuentro-abandono-recuerdo-con-deseo-de-volver), tales como aquel juvenil amor sin dinero ("No tengo dinero ni nada que dar"), sus homenajes a María Victoria y a María Félix, sus celebraciones de un salón de baile y de Ciudad Juárez, alguna incursión en el amor de aventura (visto con desapego: "amor a oscuras, sin felicidad"), alguna elegía por un amigo muerto en Acapulco y hasta berrinches del tipo de "no me vuelvo a enamorar".
Se espera de él siempre lo mismo, y con qué prodigios logrará diferenciar —por milésima vez— lo siempre-igualito y treparlo al Hit Parade. Y el tono exageradamente sentimental, aun para canciones comerciales, de clara sensibilidad gay —en el sentido de la hipersensibilidad de los excluidos del amor "normal", con asideros familiares y beneplácito social. Y aun curiosos detalles, cantados por todo México, como aquel de "El que ahora amo contigo tiene un parecido/ pero distinto el sentimiento/ porque él es bueno y tú sigues siendo el mismo".
Juan Gabriel logró rescatar a Rocío Dúrcal del olvido de jovencita de otra época en que había quedado; a partir de sus éxitos juangabrielianos empezó a ser otra, una cantante capaz de ironía y de juego, de dobles sentidos y aun de audacias como la de "La gata bajo la lluvia", acaso una de las mejores canciones (Pérez Botija) que el comercio musical ha dedicado a las noches urbanas:

Ya lo ves: la vida es así,
tú te vas y yo me quedo aquí;
lloverá y ya no seré tuya:
seré la gata bajo la lluvia
¡y maullaré por ti!

¿Para qué insistir en la chatarra intelectual y musical que constituyen todas estas canciones, como un alimento de pobres —bodrio— o hamburguesas de desperdicio para las ciudades tristes? La educación sentimental de la muchedumbre se gradúa en estas letras, se tararea en estas melodías.
Al final de la jornada, muchedumbres bien vestidas o astrosas entresueñan con estos amantes mitológicos del Amor enmayusculado y a toda orquesta, con esos Ayeres Inolvidables y esas Noches de acrilán. ¿Qué cosa es la naturalidad, cuál el artificio? ¿En qué pueden ser sinceros los hombres artificiosamente urbanos?
Corazón de fantasía entre supermercados y automóviles, unidades habitacionales y tarjetas de crédito, escalofríos de nota roja y grandes ofertas en su almacén de prestigio. La poesía deviene chatarra en la canción, desde luego: ¡pero al fin deviene en algo, existe! Y ni siquiera las mayores mentes de ninguna generación han dejado de tararear melodías idiotas, y de sabérselas de memoria, como difícilmente recordarán a un Pound.
Aceptemos con humildad y con no tan secreto entusiasmo el basurero espiritual en que pepenamos cuentos rosas para solitarios tristes. Y en "un cartel de publicidad", como cantó Rocío hace tantos años, un cartel que reina sobre el viaducto, veamos nuevamente a la Dúrcal, con un perfil de falsa elegancia y una copa en la mano, llamándonos a los tristes sueños cancioneros:

¿Dónde estarán nuestros tiempos
y las flores y el champán?
De aquellas vivencias casi nada queda ya.
¿Dónde estarán los amores
que muy joven disfruté?
De alguno me pregunto si tal vez me enamoré.
Larai larira liralira lirará
Larai larira liralira lirará

Una rosa de chatarra para una ciudad de miseria y de concreto. SMACK! (1-IX-1985).

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II. LOTERIA GENERAL DEL ESTADO

MARISCAL: La reelección triunfa en el extranjero; he aquí un periódico de los Estados Unidos celebrando el triunfo de don Benito; me ha costado poco; otro pequeño gasto y tendremos a Naphegy en la escena periodística.
DON BENITO: También Alcaracito tiene su proyecto electoral.
ALCARAZ: He preparado algunas piezas en el museo para dar asilo a todos los diputados que lo soliciten; todo el departamento de los tiburones está a su disposición; conviene que vivan en palacio los diputados reeleccionistas, principalmente los pupilos que nos mandan los gobernadores.
TODOS: Por si la suerte nos es adversa, que tengan los pobres algún recuerdo que llevarse.
DON BENITO: Me temo que se coman los unos a los otros.
TODOS: ¡Mejor! ¡Al museo! ¡Al departamento de los tiburones!
DON BENITO, al despedirse: ¿De veras, señor don Pepe, está usted muy pobre?
PEPE: Hoy ni para amanecer tengo.
DON BENITO: Otro capitalista amigo nuestro acaba de manifestarme que también está pobre, y se ha llevado veinticinco pesos que yo tenía; así es que todos vamos a amanecer muy pobres.
ALCARAZ, cantando:
Yo represento a mi pueblo
y al señor gobernador,
y quiero comer por todos
sin perdonar mi ración.
TODOS: ¡Al museo el tirburón!
IGNACIO RAMIREZ, EL NIGROMANTE (1871)




Casi me es penoso hacerme el portavoz de su condena, pero es verdad que para juzgar a sus connacionales, los mexicanos se sirven de las más duras acusaciones. Nadie se fía de nadie y unos a otros se denuncian como ladrones y traidores. Chez nous rien n'est organisé que la vol!, así me decía un día un amabilísimo mexicano...
CONDESA KOLONITZ (1864)

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THE MIGHTY MEXICANS

(LOS PROCERES DEL BOOM PETROLERO)

¿Quién jamás supo aquí de día malo
teniendo en qué gastar? ¿Quién con dineros
halló a su gusto estorbo e intervalo?
BERNARDO DE BALBUENA: Grandeza mexicana


En la época de mi residencia en México, se decía que el número de los habitantes españoles llegaba a cuarenta mil, todos tan vanos y tan ricos, que más de la mitad tenían coche, de suerte que se creía por muy cierto que había en este tiempo en la ciudad más de quince mil coches.
Es refrán en el país que en México se hallan cuatro cosas hermosas: las mujeres, los vestidos, los caballo y las calles. Podría añadirse la quinta que sería el tren de vida de los ricos, que es mucho más espléndido y costoso que el de los nobles de la corte de Madrid y de todos los otros reinos de Europa, porque no se perdonan para enriquecerlo ni el oro, ni la plata, ni las piedras preciosas, ni el brocado de oro, ni las exquisitas sedas de China.
FRAY TOMAS GAGE: México en 1625.


EL PARAISO SIN EL CASI
Más de un millón de norteamericanos viven permanente o casi permanentemente en México, nos informa Town and Country (una publicación de The Hearst Corporation) en el número dedicado a la burguesía y a las riquezas de nuestro país. Ese millón comprende a los riquísimos con villas de veinte habitaciones en las exclusivas colonias para norteamericanos en las mejores zonas geográficas (México, Cuernavaca, Guadalajara, Acapulco, San Miguel Allende, etcétera), donde comparten un espejismo de alta sociedad entre millonarios y aristócratas destronados; los menos ricos, pero todavía bastante, se pueden pasar aquí una vida de primera con lo que en los propios Estados Unidos o en Europa (Sniff) apenas podrían conseguir una de tercera o cuarta; son muchos los fugitivos, delincuentes, aventureros, chamacos desmadrosos, turistas desahogados que pueden refugiarse en nuestro desorden y nuestra pobreza como indocumentados que huyen de los rigores legales y culturales de su civilización; finalmente y sobre todo, el grupo de los negociantes que cargan sobre sus espaldas imperiales algunas de las gerencias del capitalismo norteamericano en México.
Todos declaran su amor al país que, efectivamente, tan bien los trata: su clima; la abundancia, baratura y docilidad de los criados; la naturaleza, el bajo nivel de criminalidad; los precios de regalo de la electricidad, el petróleo y los bienes raíces, comparado todo ello con los Estados Unidos y otros refugios veraniego-coloniales del Hombre Blanco, que encuentra demasiado neurótica, cara y competida la vida en la metrópoli. Aman su mexicana vida en villas con jardines, clubes, restaurantes, asociaciones para norteamericanos (fundadas egregiamente por los pioneers de la invasión y el despojo de 1847); gozan asimismo de una prodigiosa liberalidad gubernamental en cuanto impuestos y reglamentaciones al capital y a la inversión, del permanente servilismo de la propia burguesía mexicana y, por si fuera poco, de la exigente y minuciosa protección proconsular de su embajada.
Más que en México, viven en otros Estados Unidos, más baratos y privilegiados, en torno a rascacielos empresariales y fincas residenciales. Muestran, sin embargo, nostalgia y temor en sus declaraciones. Desde aquel coleccionista de arte popular que se queja de la desaparición de los maestros artesanos baratísimos y amables, que por casi nada le hicieron una colección elogiada por Octavio Paz, hasta la mayoría que se persigna ante el fantasma del comunismo. En una "espléndida villa" de Puerto Vallarta, dicen, los sirvientes se rebelaron y renunciaron con palabras del Manifiesto Comunista ¡después de oír un discurso de Echeverría en Nayarit! Afortunadamente los cocineros, los mozos y las criadas pueden remplazarse fácilmente (el exuberante desempleo mexicano conserva vigente la institución de la servidumbre abundante y baratísima, sus sueldos mensuales no podrían pagar un solo cubierto en un restaurante de Nueva York), pero ¡el colmo!: al renunciar, exigieron ¡li-qui-da-ción! y hasta fueron a pedir apoyo a la CROC.
Todos los norteamericanos residentes en México dicen más o menos lo mismo: "vivimos muy bien; todavía México está atado a la economía y al liderazgo de los Estados Unidos, pero no sabemos cuanto durará", "si México no sucumbe al socialismo o al comunismo..."; "La situación es potencialmente explosiva, con un 83% de marginados que se atreven a desfilar en manifestaciones y a pintar hoces y martillos rojos en los muros de sus chozas"; pero se reconfortan, todavía queda mucho camino que recorrer, antes de que los mexicanos pobres logren realizar cualquier cosa que ponga en mínimo peligro el fácil y desahogado lujo de su vida en villas y cocteles: calculan que, con toda seguridad, por lo menos en diez años todo seguirá igual o mejor para ellos. Claro, de cualquier manera y por lo que pueda ofrecerse, envían a sus mujeres a que den a luz en hospitales de los Estados Unidos; así los niños nacerán con la nacionalidad correcta.

VERACRUZ Y MONTERREY
La imbecilidad de los redactores de tal tipo de revistas es inevitable, de modo que no hay línea que resulte imprevisible, sobre todo cuando su estilo logra los resultados adversos. Por ejemplo, cuando quieren echarle un piropo a Veracruz resulta que le dicen puta: un corazoncito pasado de moda que "ha coqueteado durante siglos con docenas (sic) de nacionalidades", aunque conservando de este modo su no tan virginal cariño para su novio México. Ese corazoncito ha creado dinastías tan brillantes, nos dicen, como la de Miguel Alemán, que trajo inversionistas extranjeros con quienes compartir su botín presidencial; o como "un economista publicado en muchos países e hijo de una de las familias más prominentes" entre los propietarios de la radio, la televisión, la grabación de discos, los bienes raíces, los ranchos y otras minucias que no intervienen en la "objetividad" de sus panfletos: Luis Pazos.
Museográfico (principalmente en lo que se refiere a una época prehispánica con multitudinarios sacrificios humanos ahí mismo, y algún toque hollywoodense de gallardía pirata), gastronómico (sin chile y sin grasa, seguramente: comida norteamericana en vajilla local), y tan típicamente musical; con mujeres entregadas a la calentura por el extranjero y hombres tan simpáticos como los descendientes de sus egregias dinastías criollas", y "a pesar de sus imperfecciones" (nortes, insalubridad, el impresentable espectáculo de la muchedumbre en la miseria, la incomodidad de sus calles y edificios anacrónicos de tan preautomobilísticos), Veracruz ofrece el boom de las toneladas: exportación de petróleo y materias primas, importación de manufacturas; a tal grado que todo mundo tiene cuando no un cadillac sí un VW para pasearse, pero no en el carnaval (desaprobado por la aristocracia) sino en los desfiles de marineros, los festivales a la norteamericana y en los espectáculos y eventos deportivos de los mejores clubes.
Para variar, Monterrey, en cambio, no alcanza un solo adjetivo halagüeño de esta revista especializada en elogios. Nuevamente se le describe como un sesentón feo, fanático, codicioso, otra vez fanático, muy prejuicioso y algo respetable. Y cuando no aparece tan respetable, como en un libelo que escribió una mujer conectada a su tejido de Garzas-Sadas-Zambranos-y-Lagüeras, manda una brigada policiaca. El país puede soportar y celebrar lo que Irma Serrano, Roberto Blanco Moheno, Carlos Loret de Mola y (verbal y vergonzantemente) Alfonso —Halconso— Martínez Domínguez digan de un expresidente como Echeverría, pues el Estado no quiere ser respetable (o aunque quisiese, ya no puede, así que ¿para qué gastar tiempo y saliva en intentarlo?); los dueños de Monterrey sí. ¡Y cómo! Buscando decorar su complejo de nuevos ricos con apresuradas campañas de mecenazgo artístico o publicitada filantropía. ¡Los "Médicis de México"! Por supuesto, para Town & Country la misma atmósfera puede darse con otras, igualmente feas pero más aceptables palabras: "enérgicos, ambiciosos, negociantes"; llenos de "fibra", que oponen a la inhóspita naturaleza "el énfasis de saber, ver, conocer y realizar"; constituyen la "más impresionante historia del éxito en Latinoamérica", etcétera.
Leer elogios de Monterrey en una revista de la corporación Hearst. es como oír que el ABC News elogie los noticieros de Televisa: el amo pondera sus propias características imperiales, con condescendencia y bostezos, al verlas repetidas a escala en un nivel provinciano. Las mismas cosas que dirían de los Rockefeller o de los Rothschild, pero sin convicción y al microscopio: bueno, se trata de una ciudad meramente mexicana, con una burguesía simplemente-al-sur-de-la-frontera, en el lado malo. "Buenos chicos", les palmean la espalda, "siguen nuestro rastro con entusiasmo" pero en un país sin mayor importancia: si Acapulco es una gran devaluación de Miami, Monterrey puede serlo de Detroit.
Y no deja de hacerles gracia que a pesar de la proclamada filantropía empresarial de Alfa, Vitro, Cydsa, Visa, los magnates tengan que protegerse de sus trabajadores en fortalezas amuralladas y separadas de la ciudad, construidas como bunkers (esa palabra somocista); así viven: rodeados de guardias y mecanismos de protección, recelosos de la prensa, organizando a lo Howard Hunt paraísos asépticos en sus oficinas y residencias, escondidos, a los cuales de repente, por puntada, de puro aburridos y adinerados, se traen un ratito a Tom Jones o a Mirielle Mathieu, nomás para que canten.
Su éxito latinoamericano en una de las ciudades (y de los países) con mayor miseria y hambre del mundo, no puede ocultar a las masas a las cuales despojan de los millones que tan verticalmente ascienden a las alturas del bunker. Pues tan localizado está el capital que "el Bank of America, escribe el redactor de Town & Country, el banco más grande del mundo, tiene su única sucursal mexicana en Monterrey, y está ubicada en un edificio sin anuncios, en una anodina calle lateral: 'Los que necesitan encontrarnos ya saben dónde, dijo uno de los gerentes, y del mismo modo sabemos dónde encontrar a quienes buscamos'"...

En Monterrey la iniciativa privada
Es tan accesible a cualquiera,
Que los Lagüera sólo hablan con los Sada,
Y los Garza sólo con los Lagüera

podríamos improvisar, imitando el famoso limerick sobre la casta divina de Boston.
Se comenta el tradicional odio de la burguesía regiomontana a la capital de la república, esto es: al Estado mexicano, y su antiecheverrismo que sólo pudo ser restañado con renovadas y enormes dádivas fiscales, petroleras y concesiones de todo tipo. Al final ocurre una nota de tristeza: dentro de una generación, acaso uno de los diversos grupos Alfa, Vitro, Cydsa o Visa sea dirigido por alguien que ya no pertenezca a las familias Zambrano, Lagüera, Garza y Sada. Están pues en el proceso que desborda el capitalismo familiar y se extiende en lazos seguramente aún más sólidos que los de la sangre: los de la codicia y el dinero. De ahí que desde hace décadas se preocupen por la formación de sus cuadros técnicos y políticos, y aprieten aún más sus lazos con los capitalistas extranjeros. Pues, asimismo, del proyecto provinciano de una oligarquía local han debido necesariamente caminar a su directa incorporación, ciertamente con rangos subalternos, en el proyecto imperial de las trasnacioanales. Se cita a sus socios actuales: Du Pont, Ford, Hitachi, Massey Ferguson, Magnavox, Molineaux, etcétera.

ESTOFADO DE PEDIGREE
Descendiente de los hacendados, y usufructuario de tales bienes, Pablo Redo afirma que "Beethoven no es bueno en el trópico" y dice preferir a Teleman, Vivaldi y las carreras de caballos. (Seguramente Beethoven no se molestaría por tal desdén: no compuso para hipódromos.) Mauricio Madero Jr., cuando no anda en el Caribe, en Houston o Nueva York, da fiestas en su departamento decorado con piezas prehispánicas que, patrióticamente, se toma la molestia de ir a comprar al extranjero en las subastas. (Entrevistada al regresar a la Ciudad de México, la Coatlicue declaró haber huido a Nueva York harta de ver a todas horas a Mauricio Madero. Y añadió: ¿por qué no nos sueltan a las estatuas para que vivamos en los penthouses de Paseo de la Reforma, y meten a los juniors al Museo?).
Manuel de Yturbe entretiene sus quehaceres en Chrysler Corporation con ensueños de playboy, cuando no se siente Steve McQueen esquiando, navegando o cazando como un módico Tarzán en tenis y pants adidas, bueno, pues se lamenta de que la vida nocturna de la Ciudad de México sea (ni-modo-tú-sabes: el subdesarrollo) inferior a la de Los Angeles. Roberto Redo se solaza en la colección familiar de antigüedades y Dino Lawrence Paglai en la cocina, el tenis y las mujeres. También con algo de museo, como el apellido lo indica, Carlos Bernal se molesta con la mojigatería mexicana. Y Ramón Corona Alvarez —¡Diputado! ¿La crema en la grilla?— le entra a su vez a la crítica: la política, en la que no ha tardado ni un segundo en entrar (tiene 24 años), tiene mucho de falsedad, como el teatro, afirma. Bueno, ¿y qué otra cosa tienen ellos, todos sonrientes y aduladores al fotógrafo, tan con ganas de aparecer desde su mesa del University Club en la notita de sociales? La revista los califica como el Nuevo Macho Mexicano. Todos son solteros "codiciables" y chapados al estilo de los galanes que modelan los comerciales de TV. (Son, más bien, sólo las mascotas del equipo.)

DE TODOS MODOS EL TORO SE IBA A MORIR (SECCION AMARILLA)
Las oligarquías suelen ser analfabetas: revistas como esta: el número de noviembre de 1980 de Town & Country, lo comprueban no sólo metafórica, sino literalmente: de sus 344 páginas un 85% es absolutamente visual, apenas un 10% con fotografías más o menos conectadas con el tema del número, y el resto —250 páginas— puros anuncios a todo color, y con trucos tan elementales como la-modelo-esbelta-llena-de-joyas, plagados de marcas —un alfabeto de marcas: esa es toda su escolaridad— como Tiffany, Lacome, Dior, Bonwit, Piaget, Orlane, Rochas, Chanel, Jean Patou, Bucherer, y demás distintivos de sus mercancías: minks, cadillacs, coches deportivos, relojes, joyas y más joyas, galerías de arte, muebles sofis, modas, pieles, vajillas, champaña. Un 15% del grueso de la revista queda para la letra impresa —que no para el lenguaje articulado— dedicada a México, y la mitad de tan exigua porción se aglutina en papel amarillo corriente, a diferencia del maché del resto, sin ilustraciones, blancos ni sintaxis. Es más prudente pretender que son redactadas e impresas para no ser leídas, pues de otro modo la burguesía internacional a quien aconseja realmente, queda en un nivel de imbecilidad sólo comparable a sí mismo.
¡Brutal y estoico! ¡Cálido y hospitalario! ¡Árido y fértil! ¡Puro y corrupto! ¡Dócil y agresivo! ¿Quién es? ¡Oh: México, con sus terremotos que son la sicología del mexicano! México es un niño chiquito y su nacionalismo un potrillo al que hay que domar. Necesita del Hombre Blanco. Baje usted a invertir en México siguiendo estas instrucciones: Lo bueno: está cerca, es rico, está controlado y sale más barato negociar con él que con otros países; y con mucho mayor jugo, por la tradición y los mecanismos de saqueo ya instalados. Pronto será el tercer cliente de los Estados Unidos, después de Canadá y Japón. Además, México está "desesperado": le urgen capitales y tecnología. Claro —Lo malo—: el correo pierde todas las cartas; los mexicanos son impuntuales y morosos, todo lo dejan para mañana, lleva horas comunicarse con ellos por teléfono y las secretarias son adeptas al folklore de negar permanentemente a sus jefes; el tráfico es efectivamente una masacre y la gente llega a sus oficinas hasta el mediodía; como son corteses, los mexicanos nunca dan el "no" claramente, sino con muchas largas y circunloquios; y desconfiados como buenos tercermundistas, no hacen tratos directos sino por medio de "palancas". Ten dan el abrazo del oso sin que eso quiera decir que van a firmar el contrato; y para acabarla de amolar se andan con el nacionalismo de que el-respeto-al-derecho-ajeno etcétera. (¿De veras los empresarios norteamericanos necesitan tales instrucciones? Y conste que les di una coherencia sintáctica que la plutorrevista, aristomagazine u oligarcbooklet no tiene).
Respecto a los toros, que el Hombre Blanco no se asuste: de todas maneras el toro se iba a morir, pues el empresario ya hizo trato con el carnicero antes de la corrida. No nos evitan la consabida comparación del toreo con el ballet, un ballet del subdesarrollo, ni algunas referencias a Cantinflas, Arruza, El Curro, Manolo Martínez, Eloy Cavazos; tampoco el rastreo hasta los tiempos del Cid y de los primeros años de la Colonia. (Les faltó una postal de Creta). Se calman los nervios del lector advirtiéndole que, con la invención de la penicilina, las heridas de un torero con mala suerte ya rara vez son mortales, y que de cualquier manera es mucho más frecuente y no menos aparatoso morir en un accidente de tránsito. Los grandes toreros ganan mucho dinero y tienen dinero de sobra, aunque no pueden dedicarse a la bohemia con los excesos que la fama canta, pues necesitan mantenerse guapos, esbeltos y sobrios como bailarines —pero si alguien quiere correr suerte y dispone de una chequera pródiga, se informa que buena parte de los toreros, provenientes de clases bajas, "tienen que vender prácticamente su alma —y algunas veces su cuerpo— para conseguir su oportunidad". Cuestión de cifras; todo en México está en venta.
Los charros, sin embargo, ya no son mercancía dejada de la mano de Dios, al parecer sólo aptos —no encuentra José Antonio Rodríguez, el redactor de la nota, otro glamour actual— para los juegos olímpicos. Los perros chihuahueños, los puertos turísticos, los clubes exclusivos, la miseria fotografiable de los tarahumaras, algunas ruinas coloniales y prehispánicas, menciones truculentas de Pancho Villa, del tequila y de la Guadalupana y turísticas de algunas fiestas populares, todo con una publicidad escrita, en modesto alfabeto tan lejano (oh) de las fotos de Chanel, conforman esta módica sección amarilla que curiosamente se prolonga —ya en papel maché— hacia una nostalgia del Porfiriato, un Gone with the Wind mexicano: enormes fotografías de las posesiones charras de los Ovando, Martínez del Río, Sánchez Navarro, Corcuera, Amieva, etcétera, y algunas lujosas "fondas" para turistas. No se puede sino sospechar que toda la revista es un anuncio, y que algunos de los personajes, familias, ranchos, empresas, aristofondas y demás instituciones pagaron como publicidad cada adulación escrita o fotografiada, el espacio, hasta lo que cortésmente se prefirió omitir sobre ellos.

LOS PODEROSOS TAMBIEN SONRIEN (¡CLIC!)
Sin sentido del humor, inocentemente, Town & Country pone juntos a Carlos Fuentes, Marita de Redo —ambos Hescritores e Hintelectuales, se nos informa— y a Eugenio Garza Lagüera, con un quejoso globito en sus bocas: "No somos solamente un pozo petrolero". A José López Portillo se le compara con un banquero de Boston —sic— en lo que respecta a su política, que acaso él quisiera interpretar con un sentido más priísta.
Conducido por las interpretaciones de Hintelectuales como, nuevamente —el listado no es mío, sino de la revista—, Carlos Fuentes, Octavio Paz y Marita de Redo, el artículo sobre los Mexicanos Poderosos traza nuestra historia nacional deteniéndose principalmente en lo que concierne a riquezas explotables y a la-monserga-de-los-motines-y-las-revoluciones-del-populacho; el héroe más celebrado es Carlos Hank ("enérgico", "brillante", "guapo"; "con más encanto del que a nadie debiera permitírsele" —sic: "with more charm than anyone should be permitted—; "epítome del México moderno", "un titán en las industrias del acero y los camiones", que "podría fácilmente ser candidato a la presidencia si sus padres" (bueno: llevamos todo este sexenio y buena parte del anterior y seguramente de los próximos, oyendo lamentos de esta triste historia del artículo 82). Hank filosofa, encuentra salidas a los callejones que no las tienen, proporciona datos, emana ideales, etcétera.
Más modesto, con sus camisas de Christian Dior y su atmósfera empresarial, Jorge Díaz Serrano se ve calificado como "el hombre más buscado en el mundo actual", interesado en las humanidades y en el arte. Miguel Alemán, "el mejor estadista" que supuestamente hemos tenido, posee "grandes cualidades humanas" y otros adjetivos con los que la burguesía norteamericana le celebra los servicios que le ha prestado. Como dato de su sentido del humor, se nos cuenta que, cuando una vez le preguntaron: "¿Cómo es gobernar México?", Alemán respondió: "No lo sé; nunca lo he hecho". Tal parecería que más que de humor, tuvo un rapto de cinismo: durante su periodo presidencial, seguramente se afanó en intereses más lucrativos que el mero gobierno. Y así la letanía.
Pero lo mejor son sus retratos: Carlos Hank en su escritorio limpio, sin ningún papel a considerar, con apenas una banderita nacional y un globo terráqueo (¿Para qué le servirá todo un globo terráqueo al Regente de la Ciudad?, ¿para darle la dimensión universal de lo mexicano?), y la amplia ventana al zócalo vacío (foto en domingo, muy tempranito), de modo que las torres de catedral decoran su cesárea sonrisa. Ignacio Bernal y su esposa en primer plano, sobre una perspectiva del Museo Nacional de Antropología e Historia; la misma composición, ahora en el interior del nuevo bunker del Banco de Comercio, para "el más grande filántropo mexicano" que es simultáneamente "el ciudadano más rico" y el presidente del "mayor y más moderno banco de Latinoamérica": Manuel Espinosa Yglesias (de quien se celebra su trayectoria con Jenkins). En el espacioso y silencioso panorama del Bunker de Comercio, los oficinistas apenas se distinguen de los ladrillos.
Todos los potentados se tomaron el trabajo de posar en una actitud y en una perspectiva previamente estudiadas; sin duda un privilegio a la-prensa-de-anuncios-Tiffany, deferencia que difícilmente tendrían jamás con la mexicana.
Josué Sáenz y su esposa limpiaron su sala, con sus tres mil piezas arqueológicas, y debieron haber ensayado bastante, de modo que la fotografía abarcara —dos páginas technicolor, que seguramente Chrysler o American Express hubieran querido ocupar— ampliamente su suntuosa residencia. Octaviano "Chito" Longoria y su esposa hasta hicieron prender docenas de velitas en candeleros de oro, sobre varias mesas con servicios de plata —¿así será cotidianamente su comedor, como restaurante?— y un gran tapiz de cuyos nacionalidad, calidad y precio podrá informarle, curioso lector, su galería favorita. Agustín Legorreta bajó al patio de su Banco Nacional de México y sonrió; sonrió mucho, hizo prender las luces de colores de los pórticos, detrás de él, y saltar el surtidor de la fuente interior. No pudo o no quiso excluir, al fondo a la izquierda, la figura azul de un policía.
Rómulo O'Farrill Jr., también sonriente, dobló bajo el brazo un ejemplar de Novedades —fijándose, por supuesto, que se leyera el nombre de su periódico— y puso detrás suyo a un camarógrafo con todo su dispositivo de televisión. (Yo y mi reino, je). Más sonriente todavía, Miguel Alemán, con todos sus diplomas honoris causa y la bandera nacional. Alberto Bailleres, que acaso admira a John Wayne y seguramente a Teddy Roosevelt (pero en película), tiene por sala un zoológico de trofeos de caza, con todo un osote de pie, agresivo y dispuesto a hincar garras, rugiente, y un montón de cornudas e inofensivas cabezas de venado. Carmen y Alvaro Conde, más a la antigua, pusieron flores, en una mesita, se vistieron de lujo opaco, y al fondo... la aérea Inmaculada con todo y ángeles y mantos azules. Amalia Hernández con huipil dadaísta se recarga en un muro de líneas blancas y geométricas.
Margarita Martínez del Río de Redo, peinado-acabado-de-hacer y traje largo, hojea (las hojas, digo, porque los ojos están atentísimos a la cámara) un libro de arte, en un salón de muebles de colores antiguos (cafés y rojos) y un ancestral retrato de dama decimonónica. Crescencio Ballesteros fue más módico y apresurado: apenas un avioncito de pisapapeles y un brumoso óleo de grúas, nieve y fábricas. Otra vez a dos planotas, nuevamente con la estudiada perspectiva que lo abarque todo, José Ignacio Conde y su señora en su biblioteca de 40 mil volúmenes, todos empastados en piel, todos seguramente heráldicos y seculares, como la página del que aparece abierto —el escudo de la familia, supongo— en primer término, a la derecha, y que equilibra tan estudiadamente con la foto del fondo, detrás de los potentados, después pasar cuatro especies de arcos con anaqueles. Campirano y más despreocupado, Javier Sauza escogió inmortalizarse entre magueyes. Y Jorge Díaz Serrano accedió a fotografiarse junto a una refinería, quitándose amablemente los lentes, sonriendo con una amabilidad que difícilmente tendría con "los espejos de Tezcatlipoca" que lo critican como director de Pemex: los "ratones, perros, enanos, cuervos" y demás zoología de la prensa meramente nativa, según airadas palabras de su presidente, amigo y defensor José López Portillo.

CHULA BONITA DE PRECIOSA
En la época de Somoza, las hijas de la aristocracia bananera nicaragüense solían pagar a como fuera páginas enteras de las revistas norteamericanas para que las fotografiaran con sus modas, sus perfiles nativos y demás indumentaria, en sus presentaciones en sociedad y otras fiestecillas. Realmente parece excesivo exprimir la riqueza de un país para llegar muy maltrechamente a ese sitio: las páginas en color de las revistas femeninas de lujo, al que con un poco de savoir faire, gimnasia, cirugía plástica y clases de modelaje, y con algún derroche de sus encantos sexuales, llegan sin causar tanto daño a sus países cientos de modestas y de veras guapas muchachas que viven de su trabajo como modelos. Por lo que se ve en el despliegue de la Nueva Mujer Mexicana, en el que posa más de una docena de las niñas-con-apellido, una de las peores formas de fracasar como modelos es el desagradable y costosísimo método de sentirse bonitas nomás porque también bonita es la cartera de papá.
Cecilia Fernández de Steiglitz dedicó sus días con nerviosísimos ensayos y preparaciones para irse a Chichén-Itzá, disfrazarse como una Cleopatra para una función teatral de secundaria y trepársele a la panza al Chac-Mool, con tocado y hieratismo pretendidamente egipcios, mientras un ex-bailarín del Ballet Folklórico, a pesar de su barriga, baila en torno suyo, semidesnudo y empenachado. Debieron andar cortos en vestuario teatral, pues con un poco de atención se descubre que el mismo corpiño de oropeles dorados y diamantinos usa Mariandrea Corcuera Padilla, con aretes de plumas moradas, junto a una réplica del Códice de Dresden. Y tampoco contaban con mucha escenografía, pues la misma réplica le sirve a Alejandra Redo de Alderete, con los mismos brazaletes de la Steiglitz.
Sofía Garza-Lagüera no quiere exotismo, sino abolengo, y toda de negro y con cara de pocos amigos, y un maquillaje lívido, mira de arriba a abajo, sin hacer mucho caso del charro ornamental que le hace pareja. Los hijos de Arruza, como matadores, exhiben a Sofía Moreno Carrillo (pelo recogido, morado vestido de bailaora), a Cecilia Verea Campos (blanco vestido con peineta y blanco mantón) y a Olga Cárdenas (escotada y de negro, como de veras romántica). No faltan Lola Olmedo y sus inevitables riveras, como perritos falderos, ni Chepina Rodríguez de Longoria, jugueteando con su collar en alguna ruina prehispánica.
Manuela García Loaeza, en Tula, vaporosa y descalza con las manos en la mejilla y el tobillo, y con el pelo al viento, parece una Salomé grabada para un teleteatro del canal 4. Carlota Aspe Armella se resigna a fotografiarse junto a una réplica del Museo Nacional de Antropología —ese local para banquetes burocráticos y presuntas modelos plutocráticas. Viviana Corcuera y Rosa María Pani se inician como modelos de comerciales, pero en pequeñas fotos en blanco y negro, por los antros de curious de la zona rosa.
La arqueología las chifla: esa ciencia de las joyas, la cabellera pretendidamente lujuriosa y cuidadosamente desgreñada, las plumas y las serpientes, y así, haciéndole a la arqueología (lo que también suele ser una cruda referencia a su edad), no se cansan de posar los rostros tediosamente inexpresivos de Gabriela Fernández, Mercedes Sánchez-Navarro, Sara Alicia Longoria de Brittingham, Mónica Sánchez-Navarro, Lucía Sada Zambrano, Enriqueta Loaeza de García Borja, o bien más austeramente (digamos, arqueología preclásica), Patricia Padilla de Corcuera y Norma de Redo.
Realmente es jocoso pensar en esa plutocracia metida en sus bunkers y clubes exclusivos, desdeñosa y pagada (con creces) de sí misma, siempre añorando las temporadas en el extranjero (cuando les ocurre pasar una temporada en la tierra natal), de repente revolucionada, ilusionada, vuelta loca, de plano delirante por una pequeña foto a colores en la revista internacional que la presentará ante las demás plutocracias y burguesías del mundo, por un adjetivo como "fresca", "atractiva", "inteligente", "culta", "sensual", en una mayor medida que una quinceañera clasemediera cuando le avisan que va a retratarla un reportero local de sociales junto a su alto pastel.
Lo mismo los hombres con pedigree en el University Club que las muchachas y señoras junto a cosas prehispánicas, esas semejanzas de Hollywood; lo mismo políticos, banqueros, hacendados, negociantes. Todos a echar la casa por la ventana, a limpiar y a reacomodar, a llamar a la modista, a bruñir los servicios de platería, a pulir pisos, a sobrepoblar los muros de óleos y tapices. Por lo visto, la verdadera esencia de la mentalidad de nuestras Mejores Familias no hace sino imitar las caricaturas que de ellas hace La familia Burrón. Sí, nuestra plutocracia es la de la tía Cristeta Tacuche.

EL ROSTRO DEL MEXICO MODERNO
Lo más ultrajante de la revista, sin embargo, no son los rostros y nombres odiosos, de sobra conocidos, ni la payez opulenta de nuestra chusca oligarquía, sino una colorida serie de fotografías sobre el "legado indio". La revista Town & Country contrató una modelo muy joven, muy alta, muy blanca, muy bella, de ojos muy claros y con un guardarropa muy palaciego, seguida por una tropa de maquillistas y diseñadores, para irla confrontando con mujeres indígenas muy pobres en sus lugares de trabajo y vida diaria, y de un modo tan racista que difícilmente se diferenciarían de las litografías y los grabados de principios del siglo XIX, con los que se incitaba a los países europeos y a Estados Unidos a posesionarse del botín que España acababa de perder.
Por unos centavos, importantísimos para los indios en la miseria, los publicistas de Town & Country, hicieron vestirse a media docena de ellos según se les indicaba, recargándolos de trapos y colgajos, tocados y rebozos, y seleccionándolos a fin de dar el mayor énfasis concebible en el contraste entre la Superior Mujer Blanca y los indios "inferiores" (trabajadores, morenos, descalzos, chaparros, con la amarga expresión de rostros fatigados y oprimidos). Sin embargo, a pesar de las indicaciones del fotógrafo sobre cómo debían ver, qué cara poner, cómo pararse para que se vieran más poquita cosa en comparación con la Bellísima Dama de salario de cientos de dólares, etcétera, sólo en esos cuerpos indígenas se encontrará un acento de dignidad frente a las toneladas de cursilería y entreguismo de los Mighty mexicans, como se denomina este número monográfico dedicado a la minoría adinerada de este país, al que el petróleo parece haber puesto de moda.
De la misma manera, la sección final de la revista, dedicada al arte —al arte subastable: cuadros y arquitecturas— no puede omitir algún rasgo de belleza, aunque se le fotografíe acentuando el aspecto suntuario, su atractivo para la subasta: Luis Barragán, la platería de Taxco, los rostros de Tamayo ("el rey coronado del arte contemporáneo de México: sus cuadros se valúan sobre los 100 mil dólares") y Toledo ("el mundo sensual de los indios zapotecas": sensual en Town & Country es un adjetivo para perfumes y ropa de marca); Gerzso, Mérida...
No podía faltar Carlos Fuentes con un artículo ex-profeso: "Tratando con el maldito yanqui", con sus usuales ires y venires por las ramas. México tiene un nombre propio, dice, mientras que los Estados Unidos son un nombre sin nombre (ah, ¿te cae?). La palabra "gringo" no necesariamente es peyorativa, ya que a las "gringas" se les lleva serenata (aplausos). Con la falta de talento y sensatez que lo viene caracterizando —un mero borbotar de palabras sensacionalistas, provocadoras o adulatorias—, habla de nuestro nacionalismo como de una "virginidad", y dice que al oír mencionar a los Estados Unidos los mexicanos se encolerizan; escribe Fuentes: "Sus gritos de terror se parecen a los de Fay Wray entre las garras de King Kong. Los Estados Unidos aparecen como la amenaza permanente, el desfloramiento de nuestra virginidad" (p.277). ¿Y a qué se parecen las metáforas de sus escritores?, preguntará un lector no habituado a la profunda imaginación de nuestra Intelligentsia, capaz de semejantes frases.
Con sus también habituales exhibiciones de sabiduría, sacando a relucir todo el Pequeño Larousse en cada párrafo (el Who's Who de lo citable: san Agustín, Echeverría, Cole Porter, T. Williams, H. L. Wilson, Faulkner, quien-quiera-usted), Fuentes da una conferencia de "toda" la historia de México en cinco cuartillas, para terminar pidiéndoles precisamente a los lectores de revistas como Town & Country —con tales anunciantes y criterios ideológicos, con tales mensajes y mascotas—, un poco (por favor) de humanitarismo y de buena voluntad... si es que llegan a leer el final del artículo del ex-enfant terrible, sin quedar abrumados por la proliferación onomástica y la escandalera metafórica, y si no han preferido quedarse con el mero comienzo, que adrede se demora en comparaciones tan adultas y eruditas como la de King Kong, ridiculizando (para la diversión de los consumidores de Tiffany's) el infantil antinorteamericanismo que suele caracterizar a todos los mexicanos que no son Carlos Fuentes.
En su portada, Town & Country anuncia a la codicia internacional un país de "mujeres vibrantes y hombres dinámicos, poder petrolero y nuevo papel mundial; arte místico e impactante arquitectura nueva; únicas cocinas regionales, tiendas sofisticadas y sensuales centros turísticos". La ilustra una foto a color de Mónica Alemán, nieta del "más amado presidente de México", en la que muestra sus raíces prehispánicas en la forma de joyas de oro. Vestida por Mary McFadden, enjoyada por David Webb, y maquillada por la conjunción de talentos de Charles of the Ritz, Christian Mercklen y Anthony Clavet, con productos Absolutly Apricot (crema instantánea para colorear los ojos), Going Places Plum (que resplandezcan sus mejillas), y Woodrose (el-beso-de-la-flama-en-sus-labios), posa delante de una reproducción maya de —¡otra vez!— el Museo Nacional de Antropología: "el rostro del México Moderno".

TODOS LOS MEXICANOS DE RONALD REAGAN
El 6 de noviembre de 1980, Manuel Buendía informó en su columna Red Privada de Excélsior de la existencia de una "conexión mexicana", por encima del gobierno, entre Ronald Reagan y su gente, y las familias oligárquicas de nuestro país. Los apellidos son los mismos que proliferan en este número de Town & Country: Redo, Sánchez-Navarro, Yturbe, Cue, Espinoza Yglesias, otra vez Redo, etcétera. Todo este tejido que ya hemos visto impacientarse desde hace años frente al Estado mexicano, con ganas de sustituirlo de inmediato, y ya no contentarse con infiltrarlo y con dejarse mimar por él. ¿Por qué van a seguir expuestos a "crisis de confianza", a demagogias priístas, a liberalismos populistas, a sectores izquierdistas dentro del gobierno, a valentonadas procastristas en la política internacional, a dinero presupuestal destinado a conasupos, escuelas, hospitales y demás dadivosidades oficiales? Se les hace agua la boca por quedarse con todo el pastel, y no sólo —como hasta ahora— con la mayor parte.
Que ellos creen ser en exclusiva el país, y del chusco modo que los caracteriza, queda en evidencia en gastos publicitarios como el emprendido en este número de Town & Country. Desgraciadamente, las formas de lograr sus objetivos no son ridículas fotografías de sociales, ni la mera ostentación de la estupidez, sino presiones financieras, campañas de rumores, fugas de capitales, bulldozers de corrupción, amenazas muy claras y múltiples mecanismos brutales abiertos o clandestinos, que llevamos tiempo sufriendo, y que seguramente se verán estimulados por la próxima administración norteamericana, tan ligada, aun personalmente, a estos apellidos famosos.
El país parece enfatizar su condición de botín, y evidentemente habrán de acrecentarse en los próximos años las tensiones entre lo que queda de un proyecto estatal democrático y, sobre todo, de defensa popular de la nación, contra los atracadores locales y estatales de siempre, ahora especialmente jubilosos y fotografiados.
Quizás finalmente actos tan premeditados como esta insolente exhibición de sí mismos que han hecho nuestros Mexicanos Poderosos (se dice que el presidente López Portillo es nuestro rey, colmado ya el sueño monárquico), no sean sino un prematuro ¡hurra! (y una súplica de reconocimiento a su patrona, la burguesía internacional).
Los nuevos mexicanos "poderosos" deben sentirse excitados, codiciosos, impacientes: muy contentos. (1-XII-1980).

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EL DINOSAURIO INTELIGENTE
(Homenaje a J. P. Hebel).
Había una vez un gobernador pragmático y pintoresco, uno de esos emblemáticos dinosaurios del sistema político mexicano, cuya eminente extinción los politólogos progresistas pronostican desde hace décadas, pero a quienes la realidad política mexicana parece haber conferido una especial capacidad de preservación y hasta de multiplicación proliferante.
Y este dinosáurico gobernador no le tenía miedo a su gente; por el contrario, solía intempestivamente mezclarse con ella durante sus giras y sus inauguraciones, sin más precaución que unas cuantas docenas de guaruras. Llegaba por ejemplo al mercado de un pueblito y se enfrentaba rotunda y egregiamente a un desnutrido o lisiado tejedor de canastas o de huaraches:
—A ver tú —le decía—, ¿qué tienes en contra de la Revolución Mexicana?
El tejedor interpelado tragó saliva por su seco gaznate, y repuso muy despacio y con la vista baja:
—Yo no he hecho nada, patrón; yo nomás vine aquí a vender estos huaraches.
El gobernador, sobrenutrido y deportista, soltó una carcajada francota, populacherota, y le preguntó entonces al pobre campesino que por qué entonces tanta temblorina, porque el que nada debía nada tenía que temer; pero que él ya se había enterado de que por ahí andaban muchos vendepatrias jijos-de-Miramón-y-de-Mejía, que andaban sembrando la cizaña contra el gobierno y la Revolución, diciendo que el propio gobernador era un tal por cual y otros tales los del Banrural, y que los de la policía esto y que los de Hacienda lo otro, pero que la Revolución estaba siempre alerta y no iba a dar —que lo oyeran todos, y se lo grabaran en sus subdesarrolladas y analfabetas molleras— "¡ni un paso atrás!".
—A ver tú, cacarizo, el de los limones, ¿qué fue lo que dije?
—Lo que usted mande, patrón.
Y mientras tanto, ¿qué clase de muladar era ese mercado? ¡Qué peste! ¿No les habían enseñando sus padres que había que bañarse de vez en cuando?
—Gente abusiva, abúlica —declaró instantáneamente a los reporteros, todos de la propia prensa y televisión del gobierno y de su monopolio capitalista cómplice, de los que siempre llevaba diez o veinte a sus giras—; no hacen nada por sí mismos, y todo lo esperan del gobernador. ¡Hasta que yo mismo los venga a bañar!
Esa noche los noticieros, y los periódicos a la mañana siguiente, dedicaron su espacio principal a denunciar los abusos que el gobernador sufría por parte de los indios y pelados del estado, y a enfatizar que el prócer antes daría la vida que ceder a la demagogia de bañarlos personalmente.
El dinosaurio prosperaba, sus empresas particulares introducían en el envejecido paisaje rural la juventud pujante de las chimeneas industriales, de los comercios bien surtidos y de las residencias jardinadas; y nadie podía decir que el pueblo estuviera en contra de él, porque a todo mundo constaba que él filosofaba abierta y pacíficamente con sus gobernados, y no había en su entidad federativa más oposición que los delincuentes.
Pero un buen día, en otro pueblo, el merolico del mercado andaba borracho porque la lideresa de los vendedores de la Calle Allende, una prieta llamada "La ochentaycinco amores", se había negado a aceptarlo como el octagésimosexto de su colección, nomás porque a consecuencia de un encuentro con los judiciales, había quedado baldado de una pierna. Desesperado de amor y de mal aguardiente, el merolico decidió suicidarse de la manera más garatizada e inusual: interpelar al dinosaurio:
—¡Oye tú, gobernador —gritó desde arriba de la columna de la cenagosa fuente del mercado, un día de gira—, explícanos ya de una vez qué es la mentada Revolución Mexicana!
Los guaruras (unas cuantas docenas) se tensaron y se llevaron las manos a las armas. Se hizo el silencio entre las pirámides de frutas y legumbres. Los cadáveres de reses y puercos parecieron más sanguinolentos colgados en sus garfios. Nadie se atrevió a huir, de tan paralizados que habían quedado los cuerpos, con los ojos bajos, bajos, clavados en los charcos. Alguien acopió fuerzas para apagar el radio portátil próximo, que hacía más insoportable el ambiente al insistir en una euforia tropical de Rigo Tovar. Pero el dinosaurio, al fin y al cabo hombre de muchas tablas, volvió a resonar su carcajada francota y populacherota; detuvo con un ademán la solícita prontitud pistolera de los guaruras, y contestó:
—¿Qué no te enseñaron nada en la escuela, hociconazo? ¿De qué sirve que gaste tanto dineral en las escuelas públicas, si sólo salen pendejos como tú?
—En la escuela me enseñaron la a, la b y la c —respondió el decidido suicida, seguro ya de que "La ochentaycinco amores" no podría olvidarlo jamás en el resto de sus días—, pero cuando apenas íbamos en la l, se acabó el dinero para pagarle al maestro y ya no nos enseñaron más... ¿Cómo iba entonces eso de la Revolución Mexicana?
—La Revolución Mexicana dijo: “La tierra es de quien la trabaja”, no de los güevones hocicones como tú —epitomizó el gobernador; aplaudieron los guaruras.
—Yo trabajaba la tierra —repuso el merolico más suicida de la sierra—; era comunero; pero nos la quitó tu amigo el cacique Penagos, cuando fue gobernador antes que tú y hasta me jodieron mi pierna.
—Pues si te la quitaron —contestó veloz el dinosaurio—, ya no la trabajas, ¡así que entonces ya no es tuya!
Las amagantes miradas de los guaruras obligaron a los tenderos más próximos al gobernador, a sonreír, porque no está bien que en los países muy patriotas los gobernadores tengan que reírse solos.
—Y la Revolución Mexicana dice también —continuó el dinosaurio—, que donde los vendepatrias como tú sigan buscando su Cerro de las Campanas, prontito encuentran su paredón con todo y caja. Y ahorita repite la lección o te bajo a caramabazos.
Mal que bien reprodujo el merolico la conceptuosa filosofía política del dinosaurio, y éste quedó tan complacido que integró al merolico a su comitiva, ya de suyo enriquecida con exguerrilleros, excomunistas ultras, exreinas de festivales turísticos y narcos y priístas y mariachis en funciones.
Y durante los siguientes meses, cada vez que el gobernador visitaba un pueblo, hacía encaramar previamente al merolico en un lugar visible, para que le arrojase preguntas escabrosas en mitad de la gira. En vez de aguardiente barato le daba brandy barato, y un altavoz para que lo escuchara todo el mercado; pronto tuvo además que ponerle dos guaruras de custodia, para que otros posibles enamorados sin esperanza no intentaran el suicidio heroico gritándole ¡palero!
—Son los métodos de la modernización —explicaba el dinosaurio a sus propios reporteros, que se hacían llamar "comunicadores"—; no podemos seguir educando al pueblo como hace mil años, y la primera obligación de un gobernador es ilustrar a sus conciudadanos.
Y fue parte de la rutina política de ese estado el momento en que, cargado de guaruras y fotógrafos, se apersonaba el gobernador en mitad de los mercados para examinar por sí mismo la situación del pueblo, y el merolico —hombre feliz, pues su repentina fortuna política le hizo ganar finalmente el corazón de "La ochentaycinco amores"— de pronto gritaba:
—Oye tú, gobernador: explícanos ya de una vez qué es el mentado artículo 27 constitucional. (13-IX-1983).



EL NEGRO Y LA FAVORITA
"Ay, ya —exclama en palindroma una de ellas, apremiante".
LUIS ZAPATA: Melodrama

Había una vez (sea el PRI eternamente alabado) una favorita en decadencia, que no se resignaba a quedar como anticuada anécdota lasciva en el museo de la historia privada del poder. Había sido la favorita de un poderoso, y a los pies de su diván rococó habían desfilado, según sus divulgadísimos recuerdos, todos los grandes y pequeños personajes de la corte. "Ey tú, sirve de algo, pélame unas uvas", le había ordenado a alguno, después de ver una película de Mae West: "Tú, el de la corbata de seda, límpiame mis sandalias doradas, ¡sólo brillan bonito boleadas con seda!", le había exigido a otro.
Era una mujer bronca y hermosa, de prestigios felinos y caprichos tan extravagantes, que tenían enternecido, seducido y de raro buen humor al poderoso. Todo se lo concedía. Entre el pueblo, azotado por las bayonetas terribles del Gran Poder, circulaban rumores portentosos: que el Innombrable le había regalado tal mansión, que en ella habían aparecido la cama de Carlota y el antiquísimo elevador de oro de Chapultepec, que había instalado don Porfirio cuando era casa presidencial; que grandes aviones recorrían diariamente medio mundo para traerle exóticos manjares de desayuno; que se acababa de contratar un aparatoso safari en Kenia para que la Favorita pudiera escoger en vivo y en mitad de la jungla, los tigres y leones que requería su deslumbrante mansión y unos cuantos adornitos para su propio guardarropa.
Pasó el ciclo de mando de ese poderoso (sea el PRI eternamente alabado) y la favorita quedó reducida a la vida privada, con buenos edificios, joyas y valores con los cuales consolar los giros del destino y armar de vez en cuando grandes escándalos, como salir desnuda y haciendo el amor con sátiros y ninfas de cabaret en su propio teatro, o presumir de diabólica y madrina de la mafia, nomás para no perder glamour. Y empezó a envejecer. Su cara, después de múltiples cirugías, se volvió una curiosa monstruosidad: un refinado garabato, ciertamente aproximado a la iconografía de monjas ensangrentadas y duquesas Borgia.
Nuevas favoritas y nuevos poderosos brillaron en el cielo. La vieja Favorita no cabía en sí de cólera. La desfachatez, la voracidad y la ostentación de las nuevas cortes la sacaban de quicio: la tenían como enjaulada en una rabia ya inofensiva. "¡Si era yo la más grande, la más bronca, la mayor!", se decía: "¿quién más fiera que yo, fiera de fieras, la única que de veras le rugía y en su carota al Verdadero y Unico Poder, la única que se aposentaba en la Silla?".
Amenazó con demostrar a todo el mundo quién era ella: escandalizar, retar, declarar lo que ella sabía. Pero no pasó nada: no tenía en verdad nada qué decir, porque era más grave y vistoso todo lo que se rumoraba: sus confesiones hasta parecieron ingenuas y desilusionaron. La ex-Favorita fue ocupando un papel cada vez más borroso. Hubo quien pensara que en vez de rugir —"nada hay tan difícil de conservar como una mala reputación", dijo Cocteau—, la Favorita debía inflamarse de espíritu patriótico y ceder su alcoba completa al Archivo General de la Nación, para conservar siquiera algo no sanguinario del pasado histórico de su amado Poderoso.
Pero nada enfureció más a la Favorita que el Negro, sultán policiaco, divino narco, cimitarra del Canal del Desagüe. Nadie como él, afirmaba como si súbitamente le hubiera surgido algún espíritu ético o patriótico, se había enriquecido tanto, tan rápido y por tan humildes servicios como azuzar aun más a los policías contra la gente, y exigirles cuota mínima de mordidas diarias; nadie osaba ostentar lujos tan insólitos, palacios tan hollywoodescamente griegos. En un minuto como gran guarura, el Negro obtenía más riqueza que ella en sus efectivamente sudorosos favores de fiera sagrada durante minuciosas noches. Una residencia de la Favorita, unas joyas, un avioncito habían armado tanto escándalo ¡y en cambio ese Negro compraba montañas enteras, donde edificar palacios, casinos, campos deportivos con caballerizas y garages que eran verdaderos museos internacionales, para su uso particular!
Se hablaba, además, mucho más del Negro que de ella: ¡Hasta en prestigios mitológicos el Negro salía ganando!
La favorita volvió a gritar, a denunciar, a rugir, a amenazar con revelar más secretos e intimidades de su Poderoso difunto, y no pasó nada. Pero la favorita no se dio por vencida: "¿Vencida yo, la-fiera-de-todas-las-fieras?" Había algo de lo que ningún advenedizo la podía despojar, ni siquiera la cruel edad, ni la venganza de las múltiples cirugías plásticas: su personalidad selvática.
Ya desde que tuviera que dejar las doradas recámaras del trono, la Favorita había empezado a aumentar su de por sí siempre sobrecargado maquillaje, y a traer siempre encima, cual condecoraciones, todas las joyas ganadas en tan extenuante lid. Era un máquillaje más de fiera que de mujer; y más que de una fiera, de todas las fieras juntas, vistas por un inepto y pintoresco escenógrafo de carpa con turbias nociones del cubismo. Los ojos ocuparon la mitad errónea de la cara, los lunares compitieron en tamaño con las orejas, ¡y las tarantulescas pestañas postizas dejaron chiquitas a cabelleras completas de otras exóticas, incluso la esposa del Invicto en turno, asegurada y valuada como tesoro nacional!
"Más fiera que nadie; más grandiosa y retadora que ninguna", fue la consigna.
No le alcanzaron entonces todos los dedos para los anillos (llegó a colgárselos de trenzas y copetes), ni el pelo para las diademas (que lo mismo usaba en los muslos); el cuello para las cintas y cintas de perlas y diamantes, que podían ser cadenas para sus tigrillos y gatitos. Pero en las revistas ilustradas se enteraba, en enormes fotografías a todo color, que el Negro mientras tanto había adquirido más montañas, lagos y playas que sus anillos; más autos y caballos portentosos que todas sus innumerables perlas, más fortalezas deportivas... ¿Y quién era el Negro, sino el-perro-del-Perro?
"No me ganará", juró ella, y volvió a quintuplicar, con mayores pestañas todavía y maquillaje en franca brocha gorda, la retadora sobreactuación de sus lunares y de sus ojos trastocados y plastificados, esos mismos felinos ojos que en épocas cada vez más lejanas, sostuvieron los relámpagos chacalunos del Gran Poder, y desde entonces están enormes y enojados, con rebrillos de onzas y centenarios en las pupilas (que a veces parecen tener grabadas el propio escudo nacional que presidía la Silla).
Y se dijo que en su derrotado berrinche, la favorita juró que aunque el Negro se comprara todo el mapa, ella le ganaría: ella sería todo el mapa en sí misma, en su propio rostro. Pero hubo algún trasnochado lector de El retrato de Dorian Gray que aportó otra versión: que se trataba del mismo personaje, o bien que la Favorita era el alma exteriorizada del Negro: que a cada nueva hazaña de sangre y de riqueza del uno correspondía un nuevo rasgo, una torcedura o pintura nueva en el torturado rostro de la otra, y que cuando el Negro muriera, la Favorita recobraría sus facciones originales, que no eran sino las tan temidas del Negro —pero entonces, ¿qué dulces labios había besado el Innombrable, a quien había realmente amado el Poderoso difunto?— para que el Perro-del-perro llegara a la tumba con cara de tigresa anciana superrestirada, trastocada y pintarrajeada.
El caso es que día tras día los nuevos crímenes del uno coincidían con nuevas exorbitancias de maquillajes y cirugías faciales de la otra, y por más que parecieran odiarse algo único, casi siamés los identificaba.
Y durante años se cruzaron apuestas sobre lo que acumulaban uno y otra, de modo que si todavía el Negro y la Favorita no han muerto, es que siguen viviendo donde siempre, haciendo más o menos lo mismo. (26-IX-1983).


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AS DE NUMEROS ROJOS
"El medro multiplica los entes: nuevo principio de Occam."
Alfonso Reyes: Las vísperas de España

LA CONTRARREVOLUCION MORAL
Lo han dicho muchos y Marx sobre todos: para corromper a un país nada hay más efectivo que corromperle su moneda. Lo que no enseñan las academias de filosofía, los discursos cívicos ni las escuelas dominicales de catecismo es el argumento más sencillo: los valores morales se inscriben con signos de pesos. Multiplíquese, desvirtúese y hágase estallar el valor de la moneda, y los valores morales de una sociedad empiezan también a desvirtuarse, a travestirse y a volar por los cielos. Los más evidentes, los básicos: el valor del trabajo y el valor del ahorro, son los primeros en romperse.
A pesar de todos los galimatías y eufemismos tecnicistas, el trabajador empieza a entender muy pronto de qué tratan los altos programas de reordenamiento económico: el orden volverá cuando —se dice que dos o tres años— los trabajadores ganen por las mismas o más pesadas labores, la tercera parte de lo que obtenían al principio de la caída. El trabajo honesto baja tres veces de precio. Sin tantas complicaciones de la modernidad económica, podría intentarse la fábula de un visir que de repente asombra al mundo con un milagro administrativo instantáneo: "¡De hoy en adelante, decretaría, los súbditos del reino sólo recibirán la tercera parte de su jornal". Y basta. ¿Para qué esperar dos o tres años?
Los prestigios domésticos del ahorro siempre han sido un tanto ilusorios cuando se vive al día, o con permanentes números rojos, o de milagro; pero la ilusión se vuelve irrisión: ¿De qué sirve ahorrar, con desgarramiento del estómago y el corazón, unos cuantos centavos del gasto diario, cuando los aumentos de precios se dan, a la vuelta de la noche o de la semana, en cientos y miles de pesos? La velocidad del dinero pone a tronar, una tras otra, las estabilidades cotidianas; el futuro se vuelve tan irreal como al juerguista le parecen, en mitad de la noche, los asuntos del día siguiente; el mercado y el comercio se despojan de toda apariencia honorable —el mero trueque del producto del trabajo de uno por el producto del trabajo del otro— y asume la desaforada mecánica de una ruleta o de una baraja de la que el trabajador sólo extrae ases de números rojos:
—Pierdes; vuelves a perder; vuelves a salir debiendo; debes el doble; debes el triple; debes diez veces más...

LAS SOLUCIONES DESHONESTAS
Más allá de toda la parafernalia del moralismo, la gente entiende por deshonestidad la trampa, el robo o la desvergüenza en el trato social. En épocas o sociedades de gran desorden monetario, muchas conductas antes consideradas deshonestas se vuelven sólo astucias, mañas y hasta aspectos normales y corrientes.
En moral todo es relativo, y cuando la moral económica de una sociedad se permite aumentos de 100 y hasta de 500 por ciento en los precios, y tasas de interés bancario tan extravagantes, por un lado; y por el otro el salario queda sin mayor juego que el de ver rebanado día a día su valor real, empiezan a valerse muchas cosas que no se valían, o que no eran muy bien vistas.
Las épocas de gran inflación siempre han sido épocas de gran picaresca: la economía de la República de Weimar explica el auge picaresco en Berlín; las tormentosas y hasta monstruosas masas españolas de la narrativa de Quevedo, encuentran en ese mismo autor su explicación monetaria: las devaluaciones del real, que explica en Tira la piedra y esconde la mano o El Chitón de las Tarabillas. La deshonestidad empieza a volverse honesta, en el sentido de que van cerrándose las puertas para obtener lo indispensable sólo por el honesto recurso del salario.
En los abismos de la injusticia la picaresca se presenta como duro medio de comer y dar de comer a la familia: la mendicidad, el tráfico de lo prohibido o de lo falso, la prostitución, el engaño, el asalto, la mordida, la propina.
En torno a las fortalezas del capital, y a las de la clase media alta, pero también dentro del propio espacio popular, el desempleo o el subsalario empieza a buscar otras entradas. Una sociedad pobre ha estado (a disgusto) acostumbrada a una economía de regateos, de quien-se-descuide-paga-el-doble, de camarón-que-se-duerme..., que con semejante crisis se profundiza y multiplica.
El trato social empieza a definirse como un atraco recíproco de carteras en un menesteroso carnaval donde cada cual —entre los de abajo— tarde o temprano sale perdiendo; el puestero que le sube a la carne o a la fruta, metódicamente se topa con el inspector que le sube a la mordida. Los limosneros empiezan a ser víctimas de asaltantes-de-limosneros. ¿Volver a contar El Buscón? ¿El fortalecimiento de los grandes castillos y las grandes casas dinásticas entre el proliferar de una cada vez más miserable picaresca?
El dinero, y las joyas y capitanías del dinero, pierde todo contacto con el trabajo, que era el que supuestamente producía riqueza, y aparece como una pirotecnia mágica que estalla —multicolor— en los palacios, y cuyas agónicas brasas dejan caer —bolo a los mendigos— entre la gente. Uno no gana por el valor ni el esfuerzo de su trabajo, sino que recibe lo que azarosa o arbitrariamente "le toca".
Y va la fábula: Érase un visir que acabó con tal desorden instantáneamente:
—¡De hoy en adelante, todos los súbditos del reino dejarán de percibir jornales, que para trabajar gratis han nacido! A veces se les proveerá (el PRI es grande sobre los cielos) de alguna limosna, de alguna dádiva, de cierta propina... (11-X-1983).


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ESTA NOCHE ES LA DEL GRITO
El Palacio Nacional iluminado a toda gala y en el balcón de honor se ve el ajetreo de trajeados edecanes o agentes de seguridad que preparan la llegada del presidente. Un zócalo a reventar y un cronista encabronado: "¡Ya no hay gruesez, ya no hay mitos!", viene exclamando para sí desde hace una hora. ¿Pues qué esperaba? Todo, menos una muchedumbre de lo más decente, cívica, clasemediera y civilizada que pueda imaginarse. ¿Y el mero pópolo, la naquiza, la gruesez ebria y armada de guitarra para rajársela en la cabeza al de enfrente? ¿los rencorosos rasgos olmecas que hacen presentir la resurrección de Huitzilopochtli? ¿los freaks en pandillas navajeras, los lentes oscuros en la medianoche, las chamarras de cuero con signos aztecas, nazis y piratas, las pistolas bajo el cinto para hacerlas funcionar —no faltaba más— al són de viva-México? ¿Las leperadas, los albures, las madrizas, las injurias contra los héroes y el presidente, sin dejar al mismo tiempo de agitar banderas tricolores monumentales, cuyas astas también sirven de barrotes? En fin, ¿dónde quedó la gruesa mitología del México bronco y salvaje la noche del grito? Nada: puras buenas costumbres, patriotismo y hot-dogs.
"¡Ya no hay gruesez! ¡Ya no hay mitos!". ¿Los hubo alguna vez? Seguramente no los hubo nunca. No los hubo en los últimos cincuenta años: mi madre iba al grito desde pequeña y me cuenta lo mismo que vi esta noche: chamaquitos bien peinados, adolescentes de lo más monos, matrimonios con todos los hijos, abuelitas con sus nietos, novios limpiecitos de lo más púdicamente abrazados, pandillas sin mayor terrorismo que bolsitas de harina y de confeti.
El cronista se queda sin su truculenta historia: ¿es que los fresas son los que vienen al grito, mientras los gruesos —así de perversos son—, se quedan en casa a verlo por la tele? El cronista se siente en mitad de una kermesse boba de secundaria particular.

PATRIOTISMO SIN VUELTA DE HOJA
Poco antes de las diez de la noche la Alameda estaba de lo más divertida. Tenía la animación y la vocinglería de los mercados de baratijas. Siempre me han atraído los mercados de feria, en los que, a pesar de la inflación, con relativamente poco dinero puede uno llenarse los brazos de multitud de cosas vistosas, inútiles, mal hechas y preciosas: toda una variedad de gorras y sombreros, de los anchos y punteagudos Zapata curious, los de charro, los tejanos, hasta esas maravillas infantiles de cartón: cascos militares etruscos, romanos, de cadete; cucuruchos de hada con todo y varita mágica; toda la imaginería de papel lustre y papel picado. Cornetas, trompetas y silbatos. La variedad de antifaces y máscaras de carnaval, de plástico y de cartón, incluyendo micas y lentes de juguete para salvarse de los puñados de confeti. Y por supuesto, el mercado patriótico de banderitas piratas, algunas suásticas, los extraterrestres, supermanes y mujeres maravilla.
Desde que recuerdo, las fiestas patrias tienen un marcado tono infantil; incluso los chamacos y los adultos juegan en ellas a ser un poco niños, a redescubrir las espantasuegras y a no aburrirse, deshaciendo tímpanos propios y ajenos durante horas de trompetas y trompetillas. Los globos, las serpentinas, los caramelos, los hot-cakes; el vacilón simplote de estarse la noche entera doblado de risa por anécdotas de confeti y matraquería. Un pastel Sanborn's con harto merengue tricolor: ¿Por qué tricolor? ¡Por la Patria! ¿Por qué esos colores de semáforo y no azul o plateado; de dónde esos colores, y no otros? ¿Pos cuáles otros, si son la sangre, la paz y la esperanza? Ah, bueno. ¿Y por qué el águila? Pues porque se trepó al nopal, ¿pues qué preguntas son esas? ¿qué no es mexicano? ¿qué no ha oído hablar de la serpiente y de todo eso? Ah, bueno. ¿Y por qué ahora el águila de perfil, tan modesta, si antes estuvo —imperial— de frente y con las alas abiertas? ¿Y cuando estuvo coronada? ¡Ahora sí que no faltaba más: el Águila Mexicana puede cambiar de posición cuando le venga en gana, y ponerse los gorros y coronas que quiera, y adornarse con ramas de laurel, encino —y hasta epazote, gordolobo, eucalipto y mariguana, no faltaba más—, para devorar a su serpiente como quiera! ¡No faltaba más, pus éste!
Así de simple —y así de radical— el patriotismo septembrino. Así, con tan llana y rotunda naturalidad. Verdeblancoycolorado, como tener dos brazos: a ver usted, ¿por qué dos y no tres? El águila trepada en el nopal como se nos treparon los pelos a la cabeza: a ver, ¿por qué nos crecen pelos en la cabeza y no jacarandas? Y los héroes ahí, de una sola pieza, nacidos con su precisa fisonomía de estampa septembrina: doña Josefa sería menos heroica sin su chongo; lo importante de Allende es su sombrerito muy acá, muy galanazo, tal vez demasiado: las quinceañeras lo prefieren; y Morelos, ese mi Morelos tan serio, robusto y cachetón, con su buen paliacate de pirata en la cabeza; el señor Cura Hidalgo es la cabecita blanca de la fiesta, con su calva y su vejez exagerada, como para desmentir cualquier chisme galante.
Y en efecto, hay una frescura en tal simpleza que no tienen los libros de historia; los adultos vuelven a ella regocijadamente, con sus niños de la mano, y les enseñan ese México sencillote y rotundo, sin dudas y sin vueltas de hoja, tan a la medida de una buena conciencia de comic. Y los niños, desde luego, felices: más felices acaso que en cualquier otra fiesta, porque hasta en eso los Padres de la Patria le ganaron el juego al clero. Y la mitología patria resulta más bonita y memorizable que las vidas de muchos santos, más alegre y sanota; tanto que hasta la Virgen de Guadalupe resulta subversiva en el santoral, con sus colores septembrinos y su recatada belleza indígena: todas las otras vírgenes se espantan de lo septembrina que se vuelve la Villa diariamente, y cómo es casi una noche del grito la madrugada del 12 de diciembre.
¿Y el himno? ¿Una adoración tan enfáticamente nacionalista para una letra tan abrumadoramente subsidiaria de los españoles Quintana y Cienfuegos, del francés Víctor Hugo y con música de otro español, Jaime Nunó? ¿Escrito por uno de los poetas más reaccionarios —adulador de Santa Anna, nostálgico de Iturbide, empleado de Miramón— en la época más crítica del país? ¿Un himno tan encendidamente belicista de un enemigo de Juárez, en un país juarista y pacifista? Bueno: el himno es muy hermoso; ha pasado la prueba de múltiples generaciones que lo aman; dibuja una patria en crisis con catártico vigor defensivo. La gente lo ama, lo respeta, lo canta; si alguien lo insulta o lo parodia, recibe una respuesta visceral, peor que la que provocaría una mentada de madre. ¿Qué quedaría del patriotismo sin el "mas si osare un extraño enemigo", sin "el sonoro rugir del cañón", sin "un soldado en cada hijo te dio", sin "ciña oh Patria tus sienes de oliva", sin "y retiemble en su centro la tierra"? La verdad es que no existe poema, no existe texto más aprobado que el de González Bocanegra, con toda su leyenda de las cuartillas que resbalaban bajo la puerta del cuarto en que la novia del prócer —no existe tampoco novia más querida— lo había encerrado, para darle a la nación su mayor exaltación verbal, que por lo demás probó su eficiencia belicista —ya muerto su autor— como animador de las tropas nacionales que combatieron a las francesas el 5 de mayo de 1862, y que de cualquier manera mereció la recomendación de un jurado santannista, pero profesionalmente apto: Manuel Carpio, José Joaquín Pesado y José Bernardo Couto.

LAS PALOMITAS NOCTURNAS
El mito de la "noche libre" —la noche desguarurizada, cuando uno podía andar borracho y guitarrero y rompemadres sin temor de razzias ni patrullas—, ¿existió alguna vez? Nunca. Jamás ha habido en México una noche sin policía. Barreras de granaderos esculcaban minuciosamente a la gente que llegaba al zócalo, en cada una de las calles que desembocan en él. Un simple paliacate doblado en la bolsa del pantalón de este cronista provocó sospechas. Me sentí en un aereopuerto por la manera en que me revisaron los tubos del pantalón, la chamarra, en busca de armas, cohetones, botellas, mariguana. Y en efecto, con tanta familia con niños chiquitos, con tanto mocoso —la mitad o más de la gente en el zócalo, eran niños—, con tanto decente homo narvartensis, ¿cómo no tomar medidas de seguridad? Hace mucho tiempo que la clase media tomó el zócalo. Sólo falta que las noches del 15 de septiembre le pongan un precautorio letrero: "Salón para familias". Miles, decenas de miles de buenas familias.
Todo lo que vi servía muy bien para propaganda oficial. No se le podía pedir a tan decente, espesa, multitudinaria muchedumbre mayor civilización: parecía extraída de un manual de civismo y del manual de Carreño. Ya es degeneración del propio cronista el haberse sentido asqueado ante tanta buena conciencia desbordante. Tanta educación, tanta salud, tanto patriotismo, tantas buenas maneras. El reventón más pulcro y saludable que imaginarse pueda. Y había alegría: el tipo preciso de clara alegría de las posadas parroquiales, las kermesses de beneficencia, los 10 de mayo en las escuelas. Lo más grave eran las víboras: filas móviles y ondulantes de chamaquitos cogidos de los hombros que, con el rostrito deslumbrante del placer más virtuoso de la tierra, se dedicaban a empujar a la muchedumbre; pero nunca faltaba, cuando se venía la avalancha humana, quien protegiera a las mujeres con niños, ni los adultos previsores que se colocaran a tiempo en posición de defender sus grupos familiares, ni el grito paterfamiliar de "¡Cuidado que hay niños!", para que entre risas y confetis y nubes de harina, la víbora de bien televisados mozalbetes desviara su desmadre hacia donde era propio.
La vigilancia —policías uniformados, muchachos serios con un diminuto papelito rojo el el suéter, gente uniformada de "voluntarios" de asistencia médica— casi resultaba redundante, por más que rara vez los asistentes se encontraran lejos de sus ojos. La gente cuidaba a la gente, no había tensión sino un cálido regocijo de la masa decente entre la masa decente. Y entre la marejada humana, los puestos de baratijas no sufrían mayores pérdidas, a excepción de los de hot-cakes o de sopes, porque no faltaba enfant terrible que echara el montón de confeti o de harina sobre las vasijas de miel o de salsa.
Desde veinte minutos antes de las once, la gente empezó a buscar lugar para ver al presidente. Conocían el rito. Lo seguían paso a paso. Cinco minutos antes de las once la expectación ya era una corriente nerviosa impresionante. Se hizo silencio desde que se vislumbró a la guardia de cadetes, detrás del balcón central de palacio. Se aplaudió al presidente en cuanto apareció. No escuché injuria ni crítica alguna; cuando más, algunos chavitos igualados que gritaban en pleno regocijo: "¡Ahí viene Mike! ¡Ahí viene Mike!", y más que a palabra extranjera, el Mike sonaba a nombre de cuate de barrio.
No funcionó la campana, y sin capanazos el grito casi no es el grito. Hubo desconcierto. Alguien, un señor de lo más respetable, con su chamaquito (de sombrero zapatista y una banderita en la mano, con la que saludaba al presidente) en los hombros, le dijo a su mujer: "Pendejos guaruras, siquiera hubieran probado la campana..." Y cuando el presidente gritó los vivas, la gente contestó con fuerza, como para suplir a la campana, para apoyar al presidente en sus gritos sin campana. Y efectivamente, al llegar al himno, la gente lo cantó, y hasta le pareció corta la versión abreviada y quería seguirlo cantando. Y vineron los fuegos artificiales, ciertamente vistosos: una a una las estampas de los héroes se recortaban con luces entre nubes de humo. Y la cohetería. Y todo lo demás.
El cronista no se impresionó mucho. Más bien quería largarse cuanto antes. Cierto, todo era lógico: cómo no haberlo pensado antes: en las ciudades, sobre todo en la capital, no hay espacios públicos que no haya invadido la clase media: su conformismo ejemplar, su buena conciencia. ¿Cuál crisis nacional, cuál conciencia crítica, cuál desigualdad, cuál miseria? Puro patriotismo del bueno. ¿Cómo resolver la crónica para que no resulte un boletín ni una gacetilla publicitaria? Hablar, por ejemplo, de las palomitas nocturnas que han invadido la ciudad: esas mariposas ciegas, diminutos murciélagos de polilla, cagarrutas volantes, enormes moscas de aserrín, aves abortadas, gusanos torpes y molestos que han venido a constituir, con las ratas, la fauna característica de una ciudad tan contaminada.
Por lo menos desde hace meses, en las deliciosas horas de madrugada, cuando ando buscando un dato para completar una ficha y recorriendo diccionarios para una traducción, veo a veces hasta seis, hasta diez estúpidas palomitas nocturnas, sus patitas desesperadas, sus pardas alas polvosas, escalando el ventanal de mi estudio en séptimo piso, en busca frenética de la luz de mi lámpara. A veces entran tres o cuatro ruidosas y estorbosas palomitas que pueden pasarse horas topándose contra los focos y a las que debo derribar a periodicazos, antes de que mi gata siamesa Tallulah Bankhead decida cazar alguna y desde luego —son pura mierda seca—, inmediatamente tenga que vomitarla sobre la alfombra. Bueno, el zócalo estaba lleno de ellas. Tantas palomitas ciegas como patrióticos ciudadanos. Enjambres de palomitas ciegas en torno a los grandes arbotantes, a los reflectores, a cualquier luz; pero a la distancia se transfiguraban, parecían también volátiles papelillos festivos, pardos confetis, aunque de repente vinieran a estrellarse contra la gente en sus vuelos tentaleantes de reflector a reflector.
No: otra cosa: recordar que la patria por todos lados duele, hasta en los símbolos, hasta en el himno escrito para adular a Santa Anna, varios años después de su repugnante actuación durante la invasión norteamericana. Canta el himno sin pudor alguno —don Porfirio decidió suprimir oficialmente las estrofas molestas al liberalismo hecho presidencia— al mayor traidor a la patria:

Del guerrero inmortal de Zempoala
te defiende la espada terrible,
y sostiene su brazo invencible
tu sagrado pendón tricolor, etcétera.

Tampoco: apenas, tal vez, insinuar que el pueblo ya no es el pueblo, que el pueblo se ha quedado sin pueblo, que ha sido desplazado y sustituido por una alegoría edificante del pueblo.

EL GRITO DE JUAREZ
Y con todo, la ceremonia del grito es de lo más profundo y entrañable; no sólo por lo que de Hidalgo recuerda, sino por la obligación del alto y distante presidente, durante más de siglo y medio, de salir a festejar con su pueblo. Más profundamente, es el reconocimiento reiterado año con año, de que la independencia fue cosa del pueblo, de que la fiesta es suya, de que el zócalo es suyo, de que el omnipotente Palacio Nacional con sus enjoyados balcones y la solemnísima catedral con sus cámaras de oro y sus torres y campanarios, están obligados a esplender y desgañitarse para celebrar al pueblo, aunque resulte demasiado presuntuoso y cursi el espectáculo de tantos funcionarios con engalanadas esposas —cientos, miles: hileras de pingüinos y cacatúas— de dizque invitados de honor en los balcones de palacio, lo que hizo comentar a un joven padre de familia muy serio y correcto:
—Esos payasos deberían bajarse al zócalo; nada más se están burlando de las tonterías que hacemos acá abajo...
Una historia del grito a lo largo de la vida nacional sería sumamente prolija. Pero en ella destaca uno de los gritos de Juárez, narrado por Guillermo Prieto. Eran los largos años de la intervención francesa, con Juárez resguardando la República por sierras y barrancos, apenas acompañado de exiguas y habrientas gavillas fieles; semanas en que se perdía la noción del calendario, de modo que Juárez no recordó que tal noche era la de un 15 de septiembre. Los soldados empezaron a agitarse y a exigir su grito. No había bandera, pero pudo encontrarse un sarape tricolor; no había más banda musical que "una tambora gigantesca que atronaba el espacio, y un violín alharaquiento y tumultuoso que remedaba el alboroto en su desenfreno y la epilepsia en sus más desordenadas peripecias"; no había balcón y hubo que treparse a una mesilla. Y a falta de zócalo, ocupado por Maximiliano, un minúsculo rancho a la entrada del desierto. "Esta noche es la del grito, había reclamado un soldado, ¿qué nada le dice su corazón?".
Por lo demás, los chinacos tenían en esa época su propio himno, bien divertido:

Cangrejos al compás,
y zas, y zas, y zas. (17-IX-1983).

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CIÑA ¡OH PATRIA!
En esta temporada septembrina se recomienda a todos los mexicanos hacer gala de un patriotismo moderno que sea, ante todo, asunto de buenos modales.
Ya es hora de desengañar al pueblo de demagogias: el patriotismo es asunto de elegancia, de combinar la corbata con el calcetín y el corte de pelo con el vuelo del saco.
Si a usted le molesta un tanto Hidalgo, por eso de que un cura anduviera seduciendo sobrinas y sitiando ciudades, no debe pecar de tradicionalismo y sacar un discursote conservador: tómelo ligerito, como viene: en México existe todavía el Padre Hidalgo como existe todavía La Merced y uno jamás debe rebatir los hechos, sería como querer rebatir el Océano Atlántico: diga, ¡ah! ¿Hidalgo?, como si dijera: ¡ah! ¿Coyoacán?, y pase en seguida al que usted y yo, que no nos andamos con patrioterías ni vaciladas, sabemos es el verdadero asunto del oficial mes de septiembre: la canción ranchera en voz de Vicente Fernández.
El Grito, ¿cuál grito? ¿Se refiere usted acaso al de "¡Ay Jalisco no te rajes!"?.
Los patriotismos, como los nacionalismos, están pasando de moda; en otros lugares ya se acabaron en absoluto, como el miriñaque o las polainas, y sólo en el atrasadísimo México-de-mis-recuerdos se sigue venerando a semejante dinosaurio, pero ¿acaso no es ése el país de los tacos de iguana, de los sopes de armadillo?
Sin embargo, usted que, aunque mexicano, usa zapatos y cree en el mundo libre, debiera considerar con mucha seriedad que asiste a un anacronismo. No intente combatirlo, ni se moleste con acusar recibo de su presencia; los anacronismos, como las mercancías descontinuadas, van esfumándose solitos, ya muchos de ellos —como los artículos 3 y 130 de la constitución, que discriminan a las sotanas— sólo se encuentran en el rincón de saldos de temporada: tenga usted por seguro que ya nadie los usará el próximo verano.
Pero en fin, mientras la armonía universal de la oferta y la demanda se toma su tiempo para deshacerse de ellos, tenemos que convivir con algunos anacronismos. No se me agüite, mi patriota-septembrino; si le molestan las matanzas y "comunismos" y paliacates y panzones perfiles mulatos del cura Morelos, no por ello debe prescindir de los festejos ni de los antojitos del 15 de septiembre: piense usted para sí, mientras ve en la tele o desde su sitio en los balcones de palacio, que a final de cuentas se trata principalmente de un homenaje a las sotanas —que puede fácilmente "ascenderse" a un Homenaje a la Sotana—, y que el movimiento insurgente, al menos en sus primeros años, marcó el camino del actual papa polaco, su italiano nuncio en México y su poblano cardenal en el zócalo, a menos de cien metros de su verdadero reino: todo el poder para los curas, que siempre serán buenos si triunfan (como Hidalgo y Morelos, demonios excomulgados a quienes ahora veneran —pastorales pero oportunistas— los obispos políticos y los políticos ya no tan secretamente episcopales), y malos si fracasan (como Helder Cámara y sus teólogos de la liberación, que cometieron el único gran "pecado contra el espíritu": fracasar).
Usted que, aunque mexicano, se siente parte del mundo libre, de la modernización occidental (ese gran Occidente de Japón y Corea) y quisiera para su patria antecedentes épicos menos revoltosos, pueblerinos y licenciosos que conjuras de tenientes toreros, francófilos dados al cultivo del gusano de seda, capellanes con malos empleos y aficionadas al teatro (¡la Corregidora! ¿que tenía que andar haciendo entre hombres solteros una Corregidora?), no ponga cara de incredulidad ante la anécdota de la cerradura, ni de que ya ha oído diez mil veces el infundio de que se trataba de un chisme galante que volaba en pos de un teniente: no, nada, diga que ante todo el patriotismo es cuestión de buenos modales, y que doña Josefa —usted lo sabe (deje entreverlo) de buena fuente— jamás pecó de amores ni de ideologías: estuvo presente sólo para dignificar la efeméride con su belleza, que no era otra sino (con sus kilitos de más y todo) la tradicional hermosura de la mujer mexicana que, nuevamente, cantan los mariachis. Y si no, no importa: era una dama, ¡y a las damas se las respeta! ¡No faltaba más, güercos!
Porque usted que de veras es culto, y por lo tanto no hace caso de libros sino de teles y comics, sabe muy bien que septiembre no es mes de héroes apolillados sino de mariachis televisados, que más que por constituciones nos regimos por juangabrieles y josealfredos, que el realmente reconocido Altar de la Patria está en Garibaldi.
El argumento es muy sencillo, muy clerical como lo es el futuro: así como claramente, según lo muestran los censos, el 96 por ciento de los mexicanos son católicos, ¿entonces para qué andarse con los cuentos de las elecciones? ¿De qué se queja Cuauhtémoc Cárdenas? ¿Qué defiende Salinas? De antemano ganó —siempre gana— el papa polaco (¡96 por ciento! ¡Ni en la Unión Soviética las elecciones se ganaban con esos vaticanos porcentajes! ¡Stalin jamás logró unanimidades ni infalibilidades de pontífice católico!), que podrá delegarlo en su cardenal poblano, ahora que venga a tomar posesión de su noventa-y-seisato el año que entra. Ya el senador y héroe-del-10-de-junio, Alfonso Martínez Dominguez, oficia sus preparativos: san Halconso el Beato.
Bueno, aplicando el criterio de que bobera famosa es bobera certera, y de que infamia triunfante es virtud militante: ¿quién gana en las encuestas? ¿El Doctor Mora —no, no se dedica a la homeopatía ni a las "enfermedades secretas", ése es el doctor Chora— o la Prieta Linda?
Quien decide es la "cultura popular" —sólo Televisa es popular; lo que no sale por tele ni siquiera es elitista o minoritario, sino inexistente: las únicas culturas populares de México se producen en el canal 2—, de modo que los bocones de la televisión hacen la ley: ¡salúdese con veinte cañonazos a la Prieta Linda!
Y por favor, no se vuelva a preguntar si la tele es el pueblo verdadero, la palabra verdadera y todo lo que importa, ¿para que necesitamos Municipio-Libre? ¿De veras no lo sabe? ¡Pues para hacer otro programa de tele! ¿Quién gana en las encuestas? ¿Matamoros o Lucha Villa —que ni canta ni nada, pero el pueblo así la quiere y muysugusto, y ¿usted qué alega, pinche apátrida? ¡Pos este malnacido, cómo que no le gusta Lucha Villa!
Y no, por favor: sostenga los buenos modales, el innato sentido, digamos el instinto genuino del verdadero patriotismo elude confrontaciones y disyuntivas, oposiciones e ideas de cualquier tipo: sabe que se trata de estar feliz la anoche del 15 de septiembre porque necesariamente —la patria jamás se equivoca— habrá un programa especial de Verónica Castro, donde se cantarán hartas rancheras, se dirá que qué bonito es México y más en la tele, que qué bonitas son las bonitas sobre todo si son muy bonitas en horario tripe a (AAA) y por el canal 2, "el canal de la granfamiliamexicana", y que no hay nada como la patria, sobre todo cuando se le canta a propósito de la putainfiel que se escapó con el malamigo cabrón, al són de unas cervezas.
¡Y querrrrrreeeeechula es mi tierra, verdad de Dios!
¡Y que viva México, venusinos! (15-IX-1989).


VICTORIAS QUE MATAN
El proceso electoral está consumado, y el PRI ganó casi todo; pero con otra victoria como ésta estaría liquidado: ganó también la animadversión, la garantizada desconfianza y aun la repugnancia de la mitad del electorado, que ya son muchos millones de votantes muy enojados; y además, la irritación de sus propios militantes y simpatizantes, que ya en un sentido, ya en otro, están inconformes (y hasta con enconamiento) con su propio partido, desde los dinosaurios guarurescos que insisten en el tradicional priísmo caciquil, hasta los muy importantes sectores y contingentes que buscan un PRI civilizado, moderno, y si no muy ortodoxamente democrático, sí al menos capaz de un consenso social pacífico y decente. (Piden la cuadratura del círculo: a lo mejor la encuentran.)
No es difícil intuir o sospechar la desconsolación o el encono de este priísmo "democrático" y modernizante contra la oposición, precisamente porque, en su opinión, no ha logrado con sus denuncias y presiones sino "resucitar" al autoritarismo tradicional; ni el otro, de los caciques institucionales, que culpan a los "democratizadores" de haberlo echado todo a perder con sus politologías de aprendiz de brujo.
Encubiertas por la necesidad o la orden suprema de ofrecer un frente común ostentosamente unido, las divisiones del partido gobernante acaso constituyan una consecuencia política aun más grave que la desestabilización social, provocada por los recursos tramposos y precipitados con que se impuso el margen claro de victoria que el PRI creyó que necesitaba. El nuevo gobierno ve acumularse delante de él dificultad tras dificultad, presión tras presión y por todos los frentes.
La oposición, por lo demás, es un fenómeno absolutamente nuevo en la historia del país, no sólo por su monto, sino por su calidad cívica y política: no es revolucionaria, ni radical, ni universitaria; ni circunscrita a límites regionalistas, como las anteriores, sino un electorado social y culturalmente muy semejante al del PRI. No votaron en contra del partido en el gobierno los diferentes, los radicalizados, los extraviados ni las excepciones, sino los ciudadanos comunes y corrientes, los mexicanos típicos, y con una ideología que, punto por punto, no se diferencia en absoluto de la más ortodoxa exposición del nacionalismo revolucionario. Todas las diferencias están en la práctica, de modo que los debates resultan, en efecto, más de calificación moral que de oposición de ideas: el debate es sobre fraudes, sobre crímenes, sobre delitos, sobre abusos, y aun en la esfera económica, sobre los usos rectos o torcidos del dinero, más que sobre teorías económicas divergentes.
En México jamás, ni en la prehistoria de los museos, ni en el mito juarista, ni nunca, se ha sabido cómo tratar a la oposición si no es a balazos, y en momentos benévolos, arrinconándola en el ostracismo y la impotencia. Se pudo hacer, con notoria injusticia y aun infamia, y graves consecuencias sociales y políticas, cuando se oponían sólo grupos pequeños o comunidades aislables, a los cuales se podía acusar de traidores, reaccionarios, vendepatrias, salvajes, etc. Pero cuando, ahora, los opositores son la mitad de la sociedad típica, con la que comparten integralmente todo y a quienes no se puede aislar ni reprimir sin violentar fatalmente a la propia sociedad, deberá crearse un espacio orgánico, pacífico y viable para ellos. El que haya surgido tal oposición es una innovación sólo menos sorpendente que el posible surgimiento de tal espacio nuevo, práctico, funcional.
Como tradicionalmente se ha negado todo espacio a la oposición que no fuera la sublevación, o la presión de la agitación política y la denuncia, no existen formas institucionales para que los opositores lo sigan siendo más allá de las épocas y actos electorales. Una mitad de electorado nacional no obtiene, después de las elecciones, sino un escasísimo derecho a la voz (que el veto de la televisión, los reglamentos administrativos y la gran prensa reducen aun más; para no hablar de la intimidación de la violencia institucional o fantasma, que ya ha causado asesinatos) y la más significativa opción de impedir, en el congreso, que la Constitución se modifique sin su concurso. Pero se gobernará sin ella. No se le deja —si el nuevo espacio no se vuelve realidad— otros caminos posibles que la subversión permanente, los escándalos políticos, las denuncias cada vez más enconadas, la irritación que del malestar pasa al grito y de ahí, acaso, a la violencia.
Los antiguos militantes radicalizados acaso hayan soportado, y de cualquier manera muy mal, con desgastes de todo tipo, esta condena a la mera función de denunciadores, presionadores y agitadores permanentes; ahora que los opositores no son, ni con mucho, radicales profesionales, menos aun habrán de soportarla, y desde luego querrán o exigirán prácticas de gestión más viables, institucionales, pacíficas y eficaces.
Ningún gobierno accede de buen grado a cogobernar con la oposición; tales cogobiernos con frecuencia se vuelven imposibles. Pero un espacio nuevo de gestiones no implica necesariamente un cogobierno, ni mucho menos. Implica específicamente gestiones, ciertamente fundamentales, en las áreas de mayor diferencia entre oposición y gobierno, que en México han quedado claras durante el último año: 1) limpieza de las elecciones y comprobabilidad específica, paso a paso, de sus resultados: sólo en la credibilidad de la democracia se logrará un medio pacífico de acuerdo en una sociedad con tan alta e importante oposición, y con la propia necesidad de los electores priístas de no ser más ni aparecer como meros vasallos o comparsas de los caciques políticos; 2) fin de la represión y de la violencia, especialmente de la fantasma, que es tan política como la explícitamente institucional, y todavía peor, en cuanto rebasa toda legalidad y abunda en métodos de crueldad y cantidad de víctimas, sobre todo ahora, cuando todo delito o crimen fantasma duplica y más que justificadamente sus colores políticos; 3) reorganización de la política económica, que ya ha depauperado sobradamente a la sociedad, mucho más de lo que en otros países han provocado revoluciones y guerras; y 4) supresión de los cacicazgos políticos, cuyo paternalismo carece ya de pan y de circo, pero no de garrote.
Como se ve, al menos estos asuntos son preocupación compartida por toda la sociedad, y problemas fundamentales del nuevo gobierno. Expulsar de su discusión y resolución a los opositores cardenistas y panistas significa no sólo dividir y enconar más a la sociedad, sino para el PRI y el gobierno, cargar con toda la culpabilidad, nuevamente.
Si se impide la gestión de los opositores en estos problemas, y se les golpea o ignora, seguramente algo más ocurrirá que lo tradicional de una mayoría acusada de todos los males y una minoría de enconados acusadores.
Tanto más cuanto que el nuevo gobierno carecerá de antemano de los recursos económicos y políticos para soluciones o paliativos milagrosos.(15-IX-1988).


ALGO DE CRUZ Y DE CALVARIO
Hay que echar fuera al Pero Grullo que todos llevamos dentro, sobre todo ante las grandes e irresolubles preguntas que nos abofetean desde la infancia y para las que rara vez tenemos respuesta, entre otras razones porque no la necesitan. Pregunta: ¿Existe Dios? Pero Grullo: "¡Pregúnteselo usted a él, que ya bastante preocupación tengo con existir yo mismo!". Gertrude Stein: "¿Para qué voy a andar preguntándome, metafísica de mí, si es que en verdad existo, por lo menos mientras rotundamente me siga reconociendo mi perrito? Existe-lo-que-existe-porque-existe-como-existe", y váyanle a decir a la Stein que este estilo no es gran literatura. O bien: no-existe-lo que-no-existe-porque-no-existe-como-existiría-si-dejara-su-inexistencia. Una rosa es una rosa es una rosaesunarosaesunarosaesuna...
Pero vamos a la otra preguntota: ¿Por qué nosotros, mexicanazos como siempre, escribimos México con la equis —que algo tiene de cruz y de calvario, o que la llevamos en la frente, como no ha faltado quien poetice—, y no con la jota española de academia y pandereta? Los gachupines y los latinoamericanos cultos (o "chultos": neologismo de Luis Zapata) no dejan de joder con el jacarandoso jitanjafórico Méjico de la jota. Pero nosotros dale que dale con la equis. "¡Eso no es español!", exclaman. "¿De dónde sacaron su famosa equis?".
—¡Del francés, naturalmente! —responde Pero Grullo—. Le Mexique!
Gertrude Stein: México-es-México-es... O bien: México-se-escribe-con-equis-porque-se-escribe-con-equis-lo-que-escrito-con-equis-está.
Después de treinta años de lidiar con el alfabeto, de apenas unos cuantos menos de vérmelas con manuales que todavía no saben si tratan de "español" o de "castellano", o aun de "lengua nacional" (los franceses hablan incluso del mexicain cuando traducen algún libro nuestro), vengo a contribuir a la lengua "mejor para hablar con Dios" (según diría Carlos V, y en la medida en que el francés lo sería para enamorar, el inglés para hacer cuentas, etcétera), con la impopular tesis de que la x de nuestra nacionalidad viene ¡del francés!
Los académicos dicen que México empezó escribiéndose con equis para imitar el sonido náhuatl sh de Méshiko; sea, pero si la confusión entre la jota, la equis y la ge (Mégico, como lo escribe Lucas Alamán) duró en la ortografía, no tuvo fortuna en la pronunciación, que olvidada del origen náhuatl de la palabra, siempre le dijo Méjico como mejilla, como jícara a "nuestro mexicano domicilio". Hasta bien concluido el siglo XIX a la gente de la lengua española no le importaba mucho la ortografía precisa, y durante los siglos de oro cada clásico escribía como le venía en gana.
Todavía heredamos esa libertad o desorden en nuestra confusa ortografía con jotas que suenan como ges que suenan como equis, de haches que nomás estorban, del caos de c, s y z, de "que" y "qui" que suenan ke ki, para no hablar del lío de los acentos. En la Nueva España, a la visita de Humbolt, la gente que escribía o leía no llega al 2% de la población, de modo que la letra escrita no importaba demasiado, y mucho menos la ortografía.
En la propia España, cuando la invasión napoleónica, la lectura y la escritura eran cosas bien minoritarias. Cada quien se daba a entender a su modo con el alfabeto. No fue sino hasta mucho después, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando una España incapaz de reconquistar sus antiguas colonias con las armas o con el comercio, pretendió hacerlo mediante reglas de ortografía impuestas como las únicas correctas, y que los propios españoles destrozan a cada momento de lo lindo.
Entonces ardió Troya: no teníamos por qué usar modos que no habían arraigado aquí, como el habéis y el sois y el buenas-tardes-tengáis,-señor-cura. Con que las tenga usted buenas, y sin albur, basta y sobra. Y nada de agaves donde hay puros magueyes. Desde entonces (ya hacia 1840), los conservadores, imitadores de lo español, se apropiaron de la "corrección" del lenguaje y de la nostalgia clerical y monárquica, mientras que los liberales, imitadores de lo francés, se apropiaron del sentido y de los ideales románticos y de las ambiciones capitalistas. Pero unos y otros siguieron, las más de las veces, usando al mismo tiempo la j, la g o la x para hablar de México. Un mismo autor, Altamirano, a veces lo escribe de un modo y a veces de otro. (El antihispanismo gramatical y filológico se dio más bien en otros campos: el de la pronunciación en el teatro, o respecto al derecho de los mexicanos de usar por escrito las palabras locales y no sus seudoequivalentes de la corte madrileña). Sin embargo, hacia fines del siglo XIX, sólo unos cuantos viejitos cascarrabias escribían con g o j Mégico o Méjico; había triunfado la x. ¿Por qué? ¡Por el francés! Le Mexique!
Los españoles perdieron pronto su papel protagónico en la cultura mundial. Ya en el siglo XVII los mejores y más difundidos títulos sobre España o América los hacían franceses o ingleses, que tomaron los nombres indígenas en su grafía primera: México, haciéndola perdurar sobre cualquier modernización filológica hispánica, gracias a su influencia cultural en el mundo entero. Gracias a los franceses y en francés todas las naciones ajenas al mundo hispánico —y también éstas, y aun los novohispanos y mexicanos mismos— nos conocieron con equis: Mexique, mexicain, y la equis o sus equivalentes empezaron a aparecer en todos los otros idiomas, jamás la j o la g, por influencia de los títulos (Montaigne, por ejemplo y los periódicos franceses.)
Esto no resulta más absurdo que llamar América al continente, por un tal Américo insignificante (que no se apellidaba, por cierto, Castro). Se nos conocía como Mexique, Mexico, Mexiko y hasta Messico, aun antes de que nosotros supiéramos que nos llamábamos así, porque teníamos muchos otros nombres preferidos: novohispanos, americanos, americanos septentrionales. En el siglo XVIII nuestro nombre oficial era todavía el de Nueva España; en los orígenes de la Independencia, los primeros héroes hablaron de "la América Septentrional" y mostraban recelo de imponer el nombre del pequeño centro a un país que llegaba hasta Colombia, pretendía incluir el Caribe, y se perdía en los vastos territorios que quisieron llamarse, por ejemplo, Texas y Nuevo México (ambos con equis, como se les conocía en el mundo y no con las nuevas jotas de los reglamentos académicos de la corte de Madrid). Con la x nos reconocían en varios idiomas los lectores de la prensa inglesa y francesa.
Finalmente hicimos mucho con llamarnos Estados Unidos (sic) Mexicanos o Mejicanos —existen ambas grafías en documentos oficiales—, dejando la disyuntiva entre x y j al tiempo. Y el tiempo nos dio la equis, porque con x nos conocían nuestros principales clientes, acreedores y proveedores del mundo: Francia, Estados Unidos, Inglaterra, Prusia, en donde se había conservado la grafía más antigua y exótica, que seguía fortaleciéndose y extendiéndose gracias a la prensa francesa, a cuya influencia —Le Mexique! Le Mexique! ¡Eso somos!— debemos el imperio moderno entre nosotros de la equis.
La equis de cualquier modo se ve bonita, tiene su resabio de origen exótico y nos sirvió para ponerle un hasta aquí a las cortesanas y fastidiosas estupideces de la Real Academia. (¿Cómo se atreven a legislar sobre ningún asunto filológico quienes dicen: "voy-a-por-agua"?). Anuncia su proyecto de entendernos con un mundo no regido por la corona ni por la academia ni por nada español, y lleva, en muchos casos, cierto indigenismo de contrabando. Y no es más incorrecta —vayan a buscar "correcciones" en Cervantes, en Lope, en Góngora o en Quevedo— que un Madrid que se pronuncia Madrí o de una España que se dice Eshpaña (como shindicatosh). Para mis adentros me divierto con otras grafías: ¡Expaña! ¡O Ejpaña, como pronunciaría un caribeño o canario, ahora sí que hasta con una jota!
Cada persona o país tiene el derecho de ponerse y escribir el nombre que le dé la gana. No hay verdades etimológicas ni correcciones filológicas, sino convenciones a partir del uso colectivo, que entre nosotros ya es el de la equis; las mayores influencias culturales provinieron de Francia y de Estados Unidos, que habían asumido la grafía original con equis, despreocupados de la modernización ortográfica española que en el siglo XVIII quería desterrarla de todas partes en favor de la jota; la equis en México es ya, por uso, algo tan natural como los tres colores de la bandera, como el águila, de modo que México-es-México-es-México-es-México-porque-de-otra-manera-no sería México. O de otra manera: México no es Méjico y viceversa.
Alguna vez, cuando Juan Ramón Jiménez, autor de unas Elejías (con jota), trató de simplificar la grafía castellana unificando la g de sonido suave con la jota (quería imponer el imperialismo de la jota aun sobre los reinos de la ge), y se puso a escribir "ánjeles" y "Jertrudis", algún genio le contestó:
—¡Pero debe usted admitir que así, con jota, una virjen ya ha dejado de serlo!
Claro: ya está modificada; una virxen, con equis, tendría algo de prohibitivo y hasta de intimidatorio. Un Méjico con jota suena en nuestros días a canónigos y académicos franquistas.
Conque entonces: Le Mexique! Le Mexique! Marchons, enfants de la Patrie...! y la calamidad de las malas metáforas sobre el crucero que ya llevamos en el nombre, el analfabetismo o el anonimato que denuncia, la incógnita a despejar, la "mala nota" impresa, como en Miércoles de Ceniza, sobre la frente. La cruz y el calvario: México. (7-V-1984).


IZQUIERDISTA QUE SE ABURRE

(amanece en la derecha)
He aquí que un izquierdista, cosa frecuente, se aburría ("Los izquierdistas se aburren", diría algún epítome de moral doméstica, si hubiera llegado el mesiánico día en que se les denunciara por algo menos sobado que "las ideas exóticas", "las utopías irresponsables" y los "atuendos folklóricos"). Se aburría como ostra al tiempo que triunfaba un funcionario particularmente emprendedor y entusiasta.
"¡Si siquiera me diera envidia!", pensaba el izquierdista, con una nostalgia de las emociones fuertes que en su recuerdo habían embellecido, y cuánto, su juventud y su militancia. Pero ni siquiera; finalmente lo que le quedaba de aquellas exaltadas hogueras (fe en la razón y en el conocimiento, certidumbre de victorias revolucionarias inminentes y una especie de íntimo heroísmo moral) no era sino una parca resolana del espíritu: una tímida aprobación de su propia conducta y un asco desganado y distante, casi abstracto, frente a la vulgaridad y el atraco de los usufructuarios de la riqueza y el poder públicos.
Desde antes de 1968 para acá, cuánto se ha visto y cuánto ha ocurrido. ¿De qué espantarse pues? ¿Para qué odiar, para qué sentir envidia de quién? Muy lentas transcurren las horas de un izquierdista mexicano, que en algún momento de desolación está a punto de continuar la lista de preguntas: ¿para qué esperar que algo mejore un poco o siquiera que no se agrave? ¿Para qué esperar nada? ¿Para qué esperar?
Rápidas en cambio brillan las horas del funcionario gubernamental: para él sí que son verdes las ramas del árbol de oro de la vida... hasta que cae (que casi nunca caen: sólo uno entre mil funcionarios, y más como resultado de alguna vendetta o lujos de moral publicitaria, que como resultado de un acto de justicia). Su trabajo consiste en no trabajar o en echar a perder. Todos los sexenios son testigos. Nada ni nadie garantizan su aptitud, su honestidad ni su eficiencia: "El poder sin cinismo no es verdadero poder", diría algún epítome de politología izquierdista que al fin se decidiera a tirar al basurero todas las ilegibilidades e insensateces del manualito de Martha Harnecker.
El que manda no se aburre, porque en ese momento dejaría de mandar: tiene que transar, torcer, doblar, corromper, mentir, grillar. Buena parte de la vulgar animación y de la clamorosa tontería de la política mexicana reside en que, en efecto, es el sueño, por desgracia cumplido veinte años después, de tanto vivillo líder estudiantil en las zahúrdas de la Facultad de Derecho.
A diferencia de los funcionarios, los izquierdistas piensan (por lo menos cuando no disparatan discursos en sus congresos), y quien piensa siempre termina aburriéndose. Es mucho más divertido firmar cheques y ya, con cargo al erario. El funcionario desprecia al que piensa pero no puede firmar cheques: ¿de qué le sirve, entonces, pensar? Y va de nuez: al que piensa pero no puede firmar cheques, ¿de qué le sirve, entonces, pensar? En efecto: la mejor manera de pensar es firmar cheques, así que usted ya sabe dónde están las efectivas y verdaderas fuentes de la inteligencia y el pensamiento.
Todo el pensamiento está en el puesto, todo el brillo y todo el valor; resulta, en consecuencia, una insolencia que los izquierdistas piensen; se ven de inmediato tildados de intelectuales y detestados por su presunción o capacidad de advertir la estupidez, la ineficiencia y la corrupción. Si lo advierten, malo; si lo publican, peor; pero en uno y otro caso da lo mismo. Todo lo que piensen o digan vale cero. Los puestos forman el circuito cerrado de toda la gran discusión. Querer hacer política como izquierdista es (doctora el funcionario) querer jugar futbol fuera de la cancha, en las gradas, y sin pelota, ni jugadores, ni nada: ¡puras puñetas! y las gradas nomás son para aplaudir, dizque chiflar —sólo para enriquecer el espectáculo—y mirar! Y de cualquier manera, llega a ser muy aburrido dedicar la vida a advertir-y-advertir; y que digan los izquierdistas que eso ya es privilegio soberano de nuestras autónomas libertades, y donde se atrevan un poco más, ya verán lo que es garrote.
Bueno: el aburrido izquierdista lo sabe: la culpa la tienen sus propios camaradas que lo engañaron; dulce, entrañable, juvenil engaño que deja un saldo de desánimo y de tedio. El engaño izquierdista: a) presentar la historia con un optimismo mesiánico de casi inmediato happy end, que rara vez ocurre, pero que siempre se espera: el milenarismo izquierdista de ahora-sí-viene-la-revolución, y pasan las décadas y nada; b) presentar la historia con un romanticismo individualista muy seductor (Marx leído por Salgari), en el cual, aunque perdido si se quiere tras el general sustantivo masas, el izquierdista encuentra un épico lugar personal en el cosmos: que el cosmos lo necesita, y tan el ancho cosmos llega a necesitar de los militantes, que ¿qué quedaría del universo si fulano o mengano no viene hoy a la manifestación?; c) presentar la historia como un drama —una telenovela heroica— siempre al borde del desenlace, y el joven izquierdista se ve cerca de luchas decisivas, y luego nada; en fin, toda la sentimental y hasta mística expresión del archicientífico y archimaterialista izquierdismo que, bien mirado, resulta en su desproporción optimista (la-vida-es-mejorable, el-bien-triunfa, el oprimido-rompe-sus-cadenas, una-sociedad-sin-clases) y en su arrebato solidario, casi una cavernícola "religión asiática", en el sentido nietzscheano, de ésas en las que los esclavos soñaban su libertad a través de ritos enloquecidos, precisamente como los que conserva el cristianismo. (También los verdaderos cristianos se deben aburrir horrores: llevan dos mil años esperando ganarle ahora sí a los Hijos de las Tinieblas, y nada de nada; el reino de Dios es para los cristianos lo que la Gran Revolución para los izquierdistas: nunca llega, y cuando algo parecido ocurre, se trata de una falsa alarma, cuando no de una sangrienta parodia: el cristianismo de Franco, el comunismo de Stalin).
¿Ser izquierdista para qué? Fue duro el desengaño de la acción directa y del foquismo y tanta predicación de las armas. ¡Cuántas veces el juicio de las armas lo gana simplemente el mejor armado! Y es duro el desengaño de la acción democrática: la tan envilecida democracia —diosa griega que ya desde sus peplos originales sabía de triquiñuelas estadísticas, de zancadillas, intimidaciones y priísmos— no es sino una maniobra tecnológica: How to sell a President. La democracia es la falacia estadística mediante la cual se vende cualquier cosa.
De modo que el aburrido izquierdista se queda sin responderse, y acaso medita en que es otra mala manía del izquierdismo andar queriendo dar frases racionales y asambleístas para todo; y que más valdría descararse: se es de izquierda porque ni-modo, se es de izquierda porque quién-sabe: porque-uno-es-así-y-no-podría-ser-de-otro-modo: por temperamento y por disposición de carácter, por educación, sensibilidad moral, por azar. Uno no llega por razones materiales ni científicas al materialismo científico; ni siquiera por razones materiales o históricas al materialismo histórico, sino abstractas: espirituales, biográficas, sentimentales y asumámoslo: casi religiosas; porque se cree o se siente: se cree —igualito que en el Santo Niño de Atocha— que ahí está o debería de estar el lado digno o bueno de la conducta humana. Los hermanos comunistas, hermano san Francisco.
En la lotería de los destinos a cada persona le toca joda diferente; y después de dos décadas, ya sin entusiasmo, ya sin esperanza, ya sin nada, ya sin milenarismos ni prisas románticas —entre 1962 y 1965, el militante comunista Efraín Huerta escribió sobre esto su "Borrador para un testamento"; toda la obra de José Revueltas es una reflexión al respecto—, el izquierdista asume naturalmente su destino, con el austero fervor de los impulsos honestos, escépticos y desinteresados.
El funcionario no se pregunta su para qué. No se pregunta nada. Todo es obvio. Sólo los pendejos no son funcionarios. Uno existe para tener un puesto. En él la existencia es sólida, contable. Las ideas no dan lata porque todo funcionario sabe que quien tiene puesto no necesita ideas: son una mera concesión oratoria, decorativa —decoratoria— al protocolo. Por eso mismo, los funcionarios pueden pasarse décadas diciendo las mismas pendejadas con los mismos barbarismos. El futuro se traza en estados de cuenta. La moral oficial dibuja sus escalafones y jerarquías. Sólo existe en otras partes quien figura destacadamente en los escalafones y jerarquías del capital y el poder. No hay más país que los escalafones y las jerarquías. Solamente habla el que manda.
Dejémosle, en consecuencia, al mandón la moraleja: "Los izquierdistas son fantasmas del pasado a quienes suele exorcizar la policía".
Bueno, un funcionario sería incapaz de tanta elegancia verbal; traduzcamos humildemente del impotente castellano al prepotente dialecto del poder: "Donde joroben me los chingo". O lo que es lo mismo: "La Revolución Mexicana rechaza lo que a mí me dé la gana". (24-XI-1983).


LOTERIA GENERAL DEL ESTADO
Leyó usted bien: estamos hablando, como gente de razón, de la lotería general del Estado, y no, como pirados jurisconsultos, de la "Teoría general del Estado"; en pocas disciplinas, como en la jurídica, es tan abismal la diferencia entre lo que puntillosa y bizantinamente se estipula en cartas magnas y códigos abstrusos, y lo que expedita y cavernícolamente se practica.
G. K. Chesterton urdió una democracia en la que los cargos se obtuvieran por lotería (una forma estadística no más imperfecta que las elecciones) y los decretos se promulgaran por humorada (una praxis política menos arbitraria que los debates parlamentarios), en una novela que por desgracia le salió un poco sosa: El Napoleón de Notting Hill. Borges, con mucho mayor fortuna, ha retomado varias veces esta intuición: ¿por qué no simplificar la democracia formal y dejarla en las claras manos de la lotería? Ya no tendríamos que descorromper todo el sistema electoral y político mexicano, sino sólo a la Lotería Nacional; y lograríamos la perfección democrática —el acceso al poder por consenso pacífico— si, a través de la lotería, se designara a los gobernantes, a los cobradores, a los carteros; si por medio de la lotería se decidiera si se entra o no al GATT; que por lotería se asignara el monto de los impuestos y de los servicios (a través de minitómbolas bancarias), de los salarios y de las tasas de interés: la simple y llana lotería jamás podrá ser más injusta y arbitraria que los criterios de la Bolsa de Valores, la Junta Nacional de Conciliación y Arbitraje o la Comisión de Salarios Mínimos, la Secretaría de Hacienda o la Secretaría de Comercio. También por lotería se podría determinar la calificación profesional, el estado civil, los candidatos vencedores y vencidos y hasta el apotegma patriótico de la semana.
Los conservadores siempre han tenido eso a su favor: la democracia suele ejercerse como farsa, aun en los momentos estelares, como los inicios de la democracia norteamericana, plagados de crímenes y de fraudes; la "voluntad popular" ha erigido a veces en semidioses a generalotes, demagogos, dementes brutales y criminales que en nada mejoran a la más negra de las leyendas monárquicas. Y aun el propio pueblo, el supuesto protagonista de la democracia, se pasa las décadas burlándose de sus revolucionarios líderes: no hay presidente sin cúmulo de irrespetuosos chistes, ni político al que no se le acuse de lo peor (Cfr. el verbo carrancear); ningún hijo de vecino puede concebir mayor estupidez que una ley o disposición oficial (como la célebre "ley del caso", o las payasadas Punch-and-Judy de los jefes de manzana). Ya López Velarde, más sabio que el teórico-del-estado Jesús Reyes Heroles, hablaba de que la Patria vivía de milagro, como la lotería...
El humor es una sana manifestación de la inteligencia, hasta que asume la mueca del sarcasmo. Y entre la histeria contemporánea de catastrofismo-moralina-antigobiernismo a la que se ha reducido nuestra perenne despolitización, el jovial chiste del Estado como lotería (¿A quién le toca mañana hacerla de Niño Héroe? ¿A quién le toca hoy ser Durazo?) cobra ya los sarcásticos perfiles de danza macabra. El descontento antigobiernista ha sido monopolizado por altas figuras del propio gobierno, de la especulación financiera y de la estupidez adinerada, para demoler al Estado: para acusar de todos nuestros males precisamente a la institución que intentó hacer a un lado las juntas de notables, los jerarcas y procónsules coloniales, los cuartelazos y los sangrientísimos sotanazos. Los poderosos quieren deshacerse del Estado, o recortarlo hasta dejarlo en mero emblema, ¿rumbo a qué nueva forma de dominio, de "organización" y de repartición del botín nacional?
Casi todos nuestros héroes dejaron alguna página de bronce en elogio del Estado. Desde Juárez —y aun antes, desde Morelos y Gómez Farías— hasta los exigentes de la Constitución de 1917, se vio en el Estado nacional y liberal la forma de creación de una sociedad y de un país. ¿Quién, hoy en día, nos podría convencer con un elogio del Estado? Y que conste que de veras nos está haciendo falta. Acaso empezaremos a salir del hoyo cuando se reasuma la necesidad de un Estado claro, respetable, actuante y que quiera serlo —y no uno que se avergüence ante la burocracia privada de ser burocracia pública y suponga que la nación se rige como un supermercado. No deja, por lo demás, de ser cosa de tómbola que actualmente le toque a la izquierda —el beso de la muerte— defender al Estado liberal, ora sí que al Sistema, mientras los gobernantes, sacadólares y gerentes se aprovechan de la crisis para derrumbarlo y volverlo un casino con su mucho de comisaría. Y hablando de la izquierda, ¿quién le ve salida alguna? No se puede concebir una izquierda congruente, unida, sin mezquinos oportunismos instantáneos ni vedettismos de galanes de carpa: una izquierda seria, política, respetuosa al menos de sí misma y de sus propios principios, como no sea por obra y gracia de una lotería; que de sus renovaciones, reagrupaciones-divisiones-con-cambio-de-nombre y pragmatismos que sólo le hacen perder seriedad y votos, yo ya no espero nada.
Ojalá alguien nos volviera a convencer de la necesidad, de los méritos y de las obligaciones del Estado. Mientras esto no ocurra, sigue —jocunda y gritona— la lotería que no se atreve a decir su nombre, pero que disfrazada de seriedad y de pragmatismo políticos y económicos reparte como enloquecido casino los tronos y las torturas, las miserias, las fortunas y las proclamas... ¿Cuál "teoría del Estado"? Mejor compre su cachito de lotería. A lo mejor y hasta sale rector de la UNAM y culpa a los estudiantes —como el paniaguado Carpizo— de lo que todos los funcionarios universitarios enriquecidos no han hecho durante todos los años que han estado cobrando lo que les viene en gana —ésa es toda la autonomía universitaria: que los funcionarios se despachen sus sueldos, viáticos, bonos y sobresueldos a su gusto— en CU. O le toca ser el popular narco Rafael Caro Quintero, el héroe, con nostalgia de la bella Sarita, princesita del PRI, de la dinastía Cossío Vidaurri. O le toca... Bueno: el 80 por ciento de los boletos son catastróficos —desempleo, sabadazo en la procuraduría, desalojo de vivienda, mordida, multa, embargo, cárcel, cese, tener que escuchar otro sesudo discurso del presidente De la Madrid—, pero a lo mejor se saca un corruptísimo pero lucrativísimo "amparito" para montar un burdel disfrazado de centro nocturno o de perdida un permiso para hacer funcionar como colectivo su camioneta destartalada...
Más vale suerte que no ideología. Y si no, ¿pues qué le iba uno a hacer? De todos modos ya había perdido. Una lotería derecha sería mucho más igualitaria que toda la Revolución Mexicana y sus prestigios. Y es más rencoroso echarle la culpa de las desgracias personales a una teoría política que a una lotería bien práctica. (28-IV-1986).


LA COMUNIDAD DE LOS JUSTOS
Para el hombre urbano los símbolos son lo concreto, y la naturaleza lo simbólico. En las grandes ciudades jamás parecen misteriosas las monedas ni los billetes; y sí se tienen dudas respecto a que las vacas, y no alguna lustrosa y policromada máquina, produjeran esa mercancía anticuada, la leche, que siempre resulta mucho menos natural que la Coca-Cola. Eran redondas, claras e inobjetables las monedas; todo el mundo las aceptaba, no había cosa que no pudieran comprar. Y en el hogar y en la escuela, que es donde se inculcan muchos errores, se aprende que el dinero es el producto del "sudor de la frente", del trabajo; que uno lo gana trabajando y que sirve para adquirir las cosas que se deben al trabajo de los otros.
La inflación ha desmentido las enseñanzas burguesas y cristianas sobre el dinero y el ahorro, y le da la razón a la segunda parte del Fausto de Goethe: los billetes y las monedas son una pirotecnia del diablo, un proliferar de ceros, un truco de magia en el cual el dinero es producto del propio dinero, y nunca del trabajo. Ya algo de eso debió haber escuchado cualquier estudiante de secundaria o, mejor aún, los de la dura-escuela-de-la-vida.
Nunca me agradaron mucho las clases de economía: me sabían a metafísica, y sigo pensando que el libro que más se parece a El capital de Marx es la Suma teológica de santo Tomás de Aquino, no sólo por el fanatismo —político y académico— al que ambos suelen invitar, ni por los pasmosos vericuetos hechos como para extraviar adrede al sentido común, ni por sus dogmas y paraísos futuros, sino sobre todo por su vocación misteriosa, mágica, que convierte en pirotecnia de símbolos las nociones que nos parecían más concretas. Quien quiera dejar de creer en Dios, que lea a santo Tomás: ahí el concretísimo Buen Pastor, sobre el que no recaía sospecha alguna, se nos vuelve una infinita pirámide de alegorías y razonamientos; quien quiera dejar de creer en el valor del dinero y de las mercancías como honesto resultado del trabajo, encontrará en Marx edificios faraónicos de símbolos y conceptos no inferiores a los del Doctor Angélico. Dios los cría y ellos se juntan, aunque desde luego no carecen de predecesores, desde los primeros teólogos o desde los primeros estoicos y cínicos que aborrecieron el dinero, la usura y la riqueza. Tampoco carecen de sucesores: las discusiones contemporáneas de los economistas no tienen nada que envidiar de los enconados alegatos de la Iglesia Bizantina sobre el exacto número de plumas que debería tener cada ala o la cola del Espíritu Santo.
Se ha dicho y reiterado la frase feliz de que la inflación constituye una revolución de los ricos contra los pobres; se podría añadir que implica una desalfabetización absoluta del hombre moderno. Alrededor del dinero, diría un Dante contemporáneo, giran el sol y las demás estrellas, ¡pero a qué velocidad! Todo se valora en cifras, y cuando estas enloquecen, no queda neurona viva. Sencillamente las cuentas no salen. Se echa mano de la sabiduría de la pobreza, tratando de vivir con menos, pero ese menos disminuye sin sentido común y sin lógica natural, de acuerdo con procesos mágicos que sólo los happy few dominan, y en los que no se puede entrar sin mucho dinero previo. En México no hay —no se permite, mejor dicho— casinos; pero la vida diaria es un ubicuo casino donde las fichas crecen o desaparecen al giro, ora sí que dantesco, de la economía-ruleta. No en balde se usa la misma palabra, especular, para las finanzas y para la metafísica. Se especula sobre las divisas y sobre la "indivisible división" de Dios en Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Y en cerebro revuelto renacen prejuicios, errores e infamias que parecían superadas. Durante muchas décadas de este siglo, se trató de reivindicar el valor del trabajo y del trabajador con musculosas estatuas y primeros de mayo; ha sido en vano: ahora, como en los tiempos de Dickens y de Balzac, el usurero y el especulador permanecen como dioses modernos. El dinero adquiere proporciones teológicas, es increado y omnipotente, sin más razón que gozar de su propia naturaleza, sin otro espectáculo que él mismo, sin principio y sin final, y elige a su divino arbitrio a los redimidos y a los condenados.
Y algo de estricta e ininteligible teología tomista se entromete en esto del dinero; ciertamente Dios concede su gracia o su desfavor según criterios inescrutables, pero también corresponde a los hombres acercarse a él, o alejarse de su vera. Otro tanto pasa con el dinero: que no se quejen los menesterosos que se han alejado de él, que no han empezado a especular desde su primer peso, que han malgastado sus días en asuntos menos trascendentales que la especulación. Y no sólo santo Tomás cabe en este embrollo, sino aun religiones antiquísimas, tribales, como la expuesta en el Antiguo Testamento, que castiga no sólo al culpable, sino a todos sus descendientes hasta la décima o centésima generación; y que del mismo modo, dice, premia a los virtuosos. Y en efecto, salvo episodios de suerte o de claro y precoz gangsterismo, nadie puede entrar en el casino financiero sin una previa y abundante dotación de dinero, obtenida de los padres quienes, a su vez, lo recibieron de los suyos, y éstos del mismo modo hasta que se pierde la genealogía.
La Sagrada Familia (Engels: Angel: Doctor Angélico) olvida sus populistas prestigios del honesto "sudor en la frente" y encarna en una cadena especulativa. La Comunidad de los Justos es una sucesión de abuelos y padres "responsables" que especulan religiosamente en beneficio de hijos y nietos. Son los Hijos de la Luz: la Comunidad de los Justos: la Escala de Jacob: la Rosa Mística. La Turba Infame es la de quienes heredan a sus descendientes puras abstracciones desmonetarizadas: "educación", "buenos principios", "nobles sentimientos", "una profesión" y demás parafernalia o ganga insolvente.
En época de Lincoln se publicó —así, en gran tiraje, y hasta las firmas ya no eran manuscritas sino impresas— el primer dólar. In God We Trust. Sabían lo que imprimían. Y hay algunos infiernos para quienes osen olvidarlo. (23-V-1986).

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III. LOS AÑOS NEGROS






y el ruido con que pasa por la bóveda del cielo
con sus alas membranosas el murciélago Satán.
RUBÉN DARÍO
SOTANAS AL COMPÁS
(BOCETOS SOBRE RELIGION, CULTURA Y POLITICA EN LOS OCHENTAS)


El Arzobispo suda, husmea y rastrea. El Arzobispo decreta boicots, inaugura el Tívoli y se retrata al lado de Rosita Fornés.
El señor Arzobispo es un viejito alegre como una pequeña cebolla.
Sus fieles perros son sus fieles perros. "Domini canes", jesuitas con alma de mazmorras y espíritu de pozos.
El arzobispo, ciertamente, no ha visto a Tongolele danzar sus danzas lúbricas.
Tan sólo el crucifijo le interesa: el crucifijo verde de la angustia y el duelo.
Y sus perros que ladran en latín canallesco: sus perros amantísimos, sus perros-tongoleles, sus perros del pavor y la miseria.
El Arzobispo tiene alma de cántaro y corazón de plomo derretido.
EFRAIN HUERTA: Los perros de Dios o las tribulaciones del Arzobispo.



DEL CLERO COMO POLICIA
La institución policaca más antigua y eficiente de la cultura occidental ha sido el clero, sobre todo el católico. El antecedente de los separos es el confesionario. Y el Santo Oficio es el buen precursor de la KGB y la Gestapo; como éstos, realizaba sus pesquisas y sus ejecuciones en secreto y nada la obligaba a dejar siempre suficiente huella documental, a excepción de aquellos casos que, por la distinción nobiliaria de sus víctimas o por una intención de escarmiento público, tuvo a bien consignar en amañados expedientes. A los indios, a los léperos y a los pobretones se les juzgaba y castigaba en la Nueva España sin proceso alguno ni archivos de ningún tipo, sino al libre criterio del cura, del funcionario o del encomendero. Incluso la monarquía conformaba una institución eclesiástica, de origen divino, y en países como Inglaterra se consumó tal aporía al erigir al rey en cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
De ahí que, en el fondo, no sea muy sorprendente que un cura resulte un protagonista de historias policiacas, incluso uno de los más brillantes y memorables del género: el Padre Brown de Chesterton; lo que asombra es que se trate de un cura bueno, de la misma manera que sólo como convención literaria se acepta a veces que en películas y novelas detectivescas el pistolero, el sheriff o la patrulla luzcan brillos mesiánicos. Pero hay que ir por partes: los excesos de la Iglesia, además de su incompetencia social y económica, provocaron el anticlericalismo liberal que fundamentaría el orden burgués. Pero en el siglo XIX se hizo evidente que los nuevos amos, con sus jueces y tribunales laicos, con sus leyes pomposas y su arrogancia dizque científica, no tenían pero que ponerle al Santo Oficio. Todo el siglo pasado transcurrió (desde El genio del cristianismo de Chateaubriand) con ensoñaciones literarias de un clero idílico, de curas de aldea bondadosos que se opusieran a los transas volteaireanos que, amaparados en la Ley, el Orden Cívico y la Ciencia imponían una expoliación atroz a la sociedad. Chesterton, inglés converso al catolicismo, antiburgués a su modo, ensoñó un catolicismo lírico, de dulce nostalgia por una Edad Media de sueño de verano. Y de ahí salió su cura-policía bueno, lo suficientemente viejito para no tener apetencias terrenales embarazosas y tan torpe y antiheroico como para sugerir un desinteresado y eficiente juego intelectual.
En el fondo, poco favor le hizo Chesteron a la Iglesia Católica al ventanearla como orden policiaco. Pero no hay por qué descreer de su Padre Brown: es una figura generosa, un ideal de sí mismo que Chesterton opuso a la realidad victoriana, del mismo modo que nuestro conocimiento de los generalotes no impide que admiremos al Cid, y las abolladuras románticas no prohíben, sino más bien suscitan, que sigamos oyendo boleros. Por lo demás, la literatura policiaca es, como dijo Auden, una de las realizaciones más artísticas y míticas de la cultura; se niega al realismo, al retrato presuntamente fiel y al análisis pedante de los seres de carne y hueso, para contarnos un cuento verosímil, en el que todos los personajes y todos los episodios se diferencian absolutamente de lo que conocemos en la vida diaria. Son objetos, personajes y episodios que acentúan su naturaleza de artificio, de invención, de juego: asuntos estéticos de la más alta y depurada excentricidad. Quizás en esto, como las literaturas antiguas, los mitos y leyendas, los cuentos del fogón y los decires de aparecidos y brujas, la literatura policiaca resulte antagónica del utilitarismo burgués de una literatura práctica, rollera, que tire-la-neta y deje-un-saldo-útil después de la "inversión" (precio del libro, esfuerzo y tiempo gastados) de la lectura.
Auden pensaba que era más fácil creer en un cura policaco que se dedica a buscar asesinos como parte de su práctica sacerdotal, y amparado por la benevolencia de su oficio, que en un policía-policía de Scotland Yard. Pero Auden era otro de los desencantados del orden laico y burgués que andaba imaginando paraísos religiosos. El lector sensato no puede encontrar verosímil la bondad de ningún caza-asesinos.
Sin embargo, ¡qué bonitos son esos cuentos, del mismo modo que los de reyes generosos y princesas inocentes y permisivas, de los genios y ángeles buenos! Para jugar, hay que empezar por fingir que se cree en ciertas reglas. Y los juegos policiacos del Padre Brown son inteligentísimos y amables. Pero dejan cierta desazón en la conciencia: el reverso real, durante siglos enteros, de curas-durazos, curas-banqueros, caciques de bonete, magnates con hisopo, déspotas camuflados con estampitas de Fátima y rancias hediondeces de turíbulo. Sheriffs de la-fe-a-balazos-entra-y-con-más-balazos-se-conserva y Ku kux klanes de sotana: no hay sino recordar a los "polkos", al pueblo de Canoa. Y el creyente, que va rendir su declaración a la tenebrosa penumbra de un confesionario, donde el Policía de Dios ata cabitos y decide destinos. (14-I-1985).

VOTE POR UN CURA
—¿Por qué en México no votan los curas?
—¿Y quién nos asegura que no lo hacen? ¿Quién alguna vez en la realidad, en la práctica, le ha impedido votar a un cura? ¿Quién ha presentado alguna denuncia de este tipo?
El Estado mexicano ha evitado establecer cualquier forma de aplicación de las restricciones constitucionales con respecto al clero. En realidad, esas restricciones se han resuelto en la práctica en inconcebibles privilegios; nada le está verdaderamente prohibido al clero, pero además, se le ha constituido en un grupo exento de todas las obligaciones, controles y requisitos civiles, administrativos, políticos y penales a los que estamos sometidos el resto de los mexicanos.
En estricta lógica, las disposiciones constitucionales sobre el clero son absurdas y contraproducentes. Absurdas porque efectivamente contradicen los principios fundamentales de la Constitución, al coartar o despojar a cierta cantidad de mexicanos muy poderosos de sus derechos irrenunciables (mejor dicho: al seguirles cobrando la derrota del clero en las guerras de Reforma e Intervención Francesa, cuando con el poder perdieron también las formas legales de recobrarlo, como votar y ser votados). Pero ello es natural: el clero perdió no una, sino muchas guerras sangrientas y costosísimas. Sus vencedores, los liberales, fueron de cualquier manera bastante generosos con los curas; sólo hay que recordar escenas como el asesinato de Melchor Ocampo para sospechar qué tipo de venganzas habría realizado un clero victorioso, o asomarse a la historia, a los hechos y leyes dictadas por los caudillos clericales como Tomás Mejía (tan querido del cardenal Corripio), Miramón, Maximiliano y el Tigre de Tacubaya, Leonardo Márquez.
Ahora bien: a más de un siglo de distancia de la Reforma, resulta contradictorio que los fundamentales derechos individuales se vean condicionados a razones de ideología, profesión o agrupamiento; tanto más cuanto que tal principio selectivo puede ser y ha sido invocado para coartar el ejercicio político y civil de otro tipo de agrupaciones y doctrinas, como ocurrió durante décadas con los comunistas, a quienes también se acusó de servir a una potencia extranjera (Moscú, nuevo Vaticano), de creer en principios exóticos (el marxismo, nuevos Ejercicios espirituales), etcétera, en lugar de atenerse nacionalistamente a Morones y a la CROM. Fácilmente podría usarse ese criterio contra los judíos y los árabes: su religión los descalificaría como mexicanos por obedecer a potencias religioso-temporales; contra las sectas protestantes que tienen algún tipo de subordinación a oficinas en los Estados Unidos y a los ortodoxos y anglicanos. Pero ¿acaso el gobierno mexicano mismo no pertenece a su vez a poderosísimas corporaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la ONU?
Al establecerse a los integrantes del clero como mexicanos de excepción —que, seamos francos, lo son: ningún cura es igualito a un laico; están "ungidos" por Dios, ¿o no?—, se fundamentó la posibilidad de que prosperara como grupo excepcionalmente privilegiado en aspectos civiles y fiscales. Como grupo fuera de la ley, autónomo, independiente de ella. La prohibición de hacer política legal y clara se tradujo en el permiso para hacer política ilegal y turbia.
El clero no está sometido a las normas que rigen a toda organización política, y puede hacer lo que le venga en gana, por medio de agrupaciones fantasmas, campañas clandestinas (y a veces hasta con grupos de choque), como se ha visto en las últimas décadas en sus sucesivas "cruzadas" contra los libros de texto, el divorcio, el control de la natalidad y de las enfermedades venéreas, la "inmoralidad", los protestantes y los comunistas. Al cielo se llega linchando o de perdida madreando y apedreando impíos. El clero puede intervenir y de hecho interviene abiertamente en todas las elecciones que le da la gana, y sin someterse a reglamentos obedecidos por todos los partidos ni sufrir las sanciones a que éstos se arriesgarían.
Pero no sólo eso. Tiene el permiso de violar la ley, como ocurrió durante la primera visita del papa, y vimos en la televisión al maromero presidente López Portillo sacándose de la manga la autorización para violar las leyes: ¡total, dijo, la multa por efectuar actos religiosos fuera de los templos y por andar con hábitos e instrumentos del culto en la vía pública —sobre todo en el caso de extranjeros como el papa polaco— es nomás de $50.00! Nadie pagó la multa en que incurrieron el propio papa, el estado mayor del Vaticano, todos los prelados nacionales y buena parte de curas, frailes, monjas y acólitos por violar leyes mexicanas... aunque sólo fuera de cincuenta pesos.
El clero tiene además fuero penal. Hace años, en la revista Proceso, se reveló cierto concordato clandestino y desde luego ilegal entre el Poder Ejecutivo Federal y el Arzobispo, vigente en la época de Díaz Ordaz; salió a la luz a propósito de ciertos cristianos, durante el movimiento estudiantil de 1968, que protestaron dentro de un templo contra la represión, como parte del rito conciliar que permitía a los fieles, en el ofertorio de la misa, expresar en voz alta sus peticiones a Dios. Esos cristianos rogaron porque ya no se siguiera matando a estudiantes inocentes. El presidente Díaz Ordaz protestó frente al arzobispo Darío Miranda. Se supo entonces que si algún miembro del clero cometía algún delito, las autoridades civiles —como consecuencia del concordato— se comunicaban con las religiosas para que éstas silenciosamente lo llamaran al orden; y al mismo tiempo, el clero se comprometía a vigilar sus propios recintos, sustraídos así al orden civil, para que en ellos no ocurrieran subversión ni desórdenes.
Y aún hay más: como el clero, teóricamente, no tiene propiedades; y como además los curas no son trabajadores, sino apóstoles, gozan de una especie de fuero fiscal. Los curas no son causantes. Sus negocios no son empresas, sino asociaciones angélicas. Y no tienen por qué pagar impuestos, ni informar de sus ingresos ni de sus propiedades. Todo un sistema de lucro, de formación, reproducción y transmisión de capitales, queda al margen del fisco. Son los profesionistas, propietarios y empresarios más privilegiados.
De ahí la explicación de cierto auge clerical en la sociedad mexicana. Muy paradójico, pues en el momento en que nuestra población es en la práctica cotidiana menos católica que nunca (porque las ideologías y el modo de vida modernos, urbanos e industriales la alejan en la vida diaria de los cánones medievales que la Iglesia católica insiste en conservar), es el clero, y sólo el clero, la institución social libérrima y con capacidad real de ofertas a determinados grupos sociales. Por el contrario, los sindicatos, las asociaciones ciudadanas, los grupos de indígenas, campesinos y colonos, encuentran todo tipo de obstáculos para desarrollarse independientemente y sobrevivir; el Estado priísta sufre el desgaste de tantas décadas de incompetencia, corrupción y autoritarismo; los partidos políticos se ven muchas veces encerrados en la maraña de reglamentos, transas y tradiciones de real politik, que no les dejan grandes posibilidades de participación profunda en la sociedad, más allá de las fechas electorales. Pero la Iglesia no sufre control alguno, no da cuentas de nada a nadie, y prospera en el proteccionismo de todos sus fueros.
El clero mexicano actual no es la anquilosada institución a la que sometió Juárez; y la sociedad mexicana de hoy es mucho más moderna, compleja y diversa que la que asistió a los días de los polkos. Todo lo que uno quisiera a veces saber sobre el clero (y no se atreve a preguntarlo), se resumiría en esta pregunta: ¿no sería más saludable aceptar la existencia real de la iglesia en el México actual, quitarle las restricciones hipócritas: nunca llevadas a la práctica, y obligarla a cumplir todas las obligaciones que nos rigen a los demás mexicanos? Hacer política lícita, abierta y controlada. Pagar impuestos. Cumplir los reglamentos civiles. Mostrar las cuentas claras de su capital y de sus negocios, de sus ingresos y transferencias. Estar sometida penal, fiscal, administrativa, civil y políticamente a las leyes de la nación y gozar desde luego de todos los derechos y garantías civiles, como el derecho del votar, que de cualquier manera han venido ejerciendo siempre que les ha dado la gana. Cosa de quitarse el hábito y correr a las urnas. (20-X-1983).


LA GRILLA EN LOS ALTARES
Todo es grilla en los altares. La iglesia sólo encumbra oficialmente en sus escenografías de estuco sobredorado a sus paladines políticos. No siempre, pero sí la gran mayoría de las veces —como puede constatarse sobre todo en el santoral medieval—, la mera aureola de alambre detrás de tal o cual cabeza "pía", es garantizada señal de desconfianza: es argumento de guerra en traje de santidad. Aun en casos tan irreprochables como los de santa Teresa y san Juan de la Cruz, se advierte el uso contrarreformista de sus obras y sus vidas, tanto para desvirtuarlas —qué enorme diferencia entre la "Doctora de la Iglesia" y la bienhumorada y complejísima monja de Avila— como para, con ellas, oscurecer y ningunear a otras indudablemente más generosas y difíciles, como fray Luis de León, ese estupendo predicador de la razón y la tolerancia.
La grilla eclesiástica en los altares ha hecho desde el siglo XVI pésimos servicios a México. Este país, y en general el conjunto geográfico hispanoamericano, constituyó con mucho la obra más formidable de evangelización en toda la historia moderna del mundo, pero las pugnas europeas entre las diversas monarquías, el recelo español hacia símbolos o figuras que pudieran dar pie a la soberbia o al independentismo en las colonias, y el problemático asunto teológico de la conquista y el dominio de los indios, negaron el acceso a los altares a los primeros misioneros franciscanos, dominicos y agustinos. Toda la evangelización en México apenas vació en los altares un santo... que quiso evangelizar en ¡Japón!, y aunque dieguino (de la órbita franciscana), ya tenía perfil jesuita. Y no alcanzó a pisar los altares otra figura oriental de la Nueva España: la esclava asiática que causó furor en Puebla con sus visiones, milagros y devociones: era al parecer hindú, aunque se la creyó de China: Catarina de San Juan (h. 1613-1688), la poblana china que habría configurado un equivalente novohispano a san Martín de Porres.
El camino a los altares está plagado de jesuitas. Sin jesuitas del tipo del padre Florencia y de los cientos que llevaron "la Estrella de México" a los templos y escuelas de Europa y el resto del mundo, seguramente la propia Virgen de Guadalupe habría seguido siendo durante más tiempo un culto pirata (O'Gorman), canónicamente idolátrico (Bustamante, Sahagún), expresamente desautorizado por los concilios mexicanos y la legislación vaticana. La frase "No hizo tanto por ninguna otra nación", que desde luego jamás dijo ningún papa —digan cuanto digan los abades de la basílica y los prelados mexicanos—, es la manipulación de un salmo por un jesuita: el propio padre Florencia. De modo que hay que agradecer al imperialismo jesuítico este servicio guadalupano.
La beatificación del padre Pro se inscribe en este contexto: está en la grilla de la reivindicación europea de la "Iglesia del silencio", de la Iglesia perseguida por tiranos nazis o stalinistas. Es pobre servicio a México el destacar sobre todo tal beatitud "antisoviética", y no obras de predicación, enseñanza, cultura, y las aun mayores de promoción del trabajo agrícola y artesanal entre comunidades pobres o indígenas y de auxilio a la enfermedad o a la miseria, que también, a veces, han caractrerizado a figuras y órdenes eclesiásticas en México. Pero sea: el padre Pro fue una víctima del despotismo y del ajusticiamiento sin proceso legal de ningún tipo; yo no lo creo admirable, ni respetable, ni siquiera lo juzgo ajeno e inocente con respecto a las conjuraciones cristeras que mucho supieron también de despotismo, ilegalidad y violencia criminal —aquí y ahora tenemos en estos mochísimos años ochenta de los Pro y los Pro-vida, privilegiada y protegida aun por el Estado, la incorregible violencia clerical: somos testigos de sus fascistas y terroristas ataques a museos, escuelas, exposiciones en casas de la cultura, libros de texto, teatros y otros centros de cultura; violencia clerical bendecida pública y abiertamente por el propio cardenal Corripio y por el nuncio, y practicada precisamente por los mayores devotos del padre Pro—, pero a fin de cuentas, "el mártir del callismo" no es sino uno de muchos mexicanos ajusticiados sin respeto alguno a sus derechos y garantías humanos y civiles, por autoridades delincuenciales y sanguinarias.
Los jesuitas han hecho buena grilla (la Virgen de Guadalupe), regular (san Felipe de Jesús) y mediocre (este santificar como mexicano su revanchismo político antiestatal y "antisoviético"); la han hecho mala (chascos como el de la china poblana: Catarina de San Juan, la santita promocionada por los jesuitas como ejemplo de china evangelizada, y cuya magna biografía contada por un jesuita, Alonso Ramos, no consiguió sino una condena del Santo Oficio); hablemos ahora de la pésima: su ya secular campaña contra el magnífico —y apenas canónicamente "venerable"— Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla, sordamente difamado y claramente vetado al, je, "empíreo", por la Compañía de Jesús.
Por estilo literario, por preocupaciones tanto teológicas como culturales, por su temple biográfico, Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), recuerda más a las figuras eclesiásticas e intelectuales del Renacimiento y de la "iglesia primitiva" de la Nueva España, que a las de su siglo XVII. Fue un poeta apreciable en la escuela mística de san Juan de la Cruz. Provenía de la nobleza española y sus primeros trabajos los realizó como capellán de la emperatriz en Europa. Fue enviado a la Nueva España para juzgar y enderezar al clero corrupto y a la igualmente hamponesca burocracia colonial, y no se hicieron esperar sus gestiones: destituyó al virrey (Marqués de Villena) y puso orden en las querellas monetarias y terrenales del clero con múltiples medidas, entre las que se contó la que le costaría la canonización: se enfrentó a la incorregible Compañía de Jesús ¡y excomulgó a todos los jesuitas de su diósesis de Puebla!
A Palafox se deben, ya como virrey de la Nueva España, ya como obispo poblano, todo tipo de iniciativas, que lo mismo atendían al ejército, al comercio, a la burocracia, a la legislación, a la universidad. Tenía el celo un tanto energúmeno de los primeros evangelizadores, y lo mismo defendió a los indios vivos de su tiempo, con obras de humanismo cristiano tan importantes como De la naturaleza del indio, que atacó a los prehispánicos, destruyendo cuanto vestigio idolátrico encontró en la diócesis de Puebla, dentro de la que cabían nada menos que los centros ceremoniales de Cholula y Huexotzingo. Fue célebre también como asceta y como pobre, por su tipo de vida y la repartición de sus bienes entre su comunidad. A él se deben obras materiales tan destacadas como la catedral de Puebla (que terminó), la Biblioteca Palafoxiana y muchos conventos, iglesias, seminarios, etcétera.
Nadie en México parecía estar más cerca de los altares que Juan de Palafox y Mendoza. Correspondió punto por punto a lo que se exigía, aun con el rigor más extremado, a los santos de su tiempo. Excepto en una cosa: la política del rey y del papado desde finales del siglo anterior, pero sobre todo en el XVII, consistía en restar el arbitrario y desordenado poder particular que ejercían las órdenes religiosas. Había que disciplinarlas y someterlas. Palafox lo hizo y restó poder a los jesuitas, a quienes obligó a obedecer. Los jesuitas no se lo perdonaron. Obstaculizaron sus proceso de canonización, cuyo comienzo fue temprano y exitoso, de modo que no logró el buen virrey-obispo sino llegar a "venerable". Todavía no lo perdonan. ¡Ah, la infame!, exclamaría Voltaire. Por fortuna, lo que le niegan los altares se lo brinda la literatura: fue uno de los autores más interesantes de su siglo. Uno de los mayores promotores de la cultura en México. Es un gran santo laico, como Las Casas y Sahagún, como sor Juana o Motolinía.
Los devotos rezan; los hombres razonables leen. En otras épocas, los devotos también podían ser hombres razonables, y los obispos escribían obras legibles. Juan de Palafox y Mendoza, como los misioneros de un siglo atrás, escribió que la mayor, la verdadera riqueza de las colonias españolas era su gente, y sobre todo los indios. Atacó a burócratas, encomenderos y frailes-encomenderos porque despoblaban el país, haciendo que muchedumbres de indios perecieran en minas, campos de cultivo y enormes construcciones suntuarias. Dijo con todas sus letras: "y si se acabasen los indios, se acabarían del todo las Indias" (América).
La iglesia tiene de todo. Obispos inteligentes como Palafox y turpidísimos como Corripio Ahumada; tuvo la Comisión de Miramar que pidió emperador austriaco y a curas libertadores como Hidalgo y Morelos; tuvo humanistas como Zumárraga y fanáticos como Aguiar y Seixas; tiene panistas y priístas (y hasta más de un cardenista); tiene curas de indios y capellanes oligárquicos. Dentro de semejante confusión cabe el padre Pro, un "beato" a la vera y a la medida del "prócer" Calles. Ora sí que el chiquero quedó a la medida de la marrana.
Muchos católicos quisieran verse representados por otras figuras devotas, del tipo de Vasco de Quiroga o del constructor de carretas tiradas por mulas y de caminos Sebastián de Aparicio, apenas —después de siglos— beato, pero ya bien momificado en su patética vitrina de San Francisco en Puebla; pero el santoral muchas veces representa exclusivamente la grilla alta, no las devociones colectivas. (7-X-1988)

NI POLITICA NI RELIGION
Decía Bernard Shaw que los únicos grandes asuntos que concernían a todo el género humano eran la política y la religión. No añadió el arte porque, como verdadero artista, sabía que era éste un asunto que a nadie importaba, ni siquiera —desde luego— a quienes proclamaban cultivarlo y más bien se afanaban en cuidar sus pequeños jardines individuales de vanagloria, dinero, poder o prestigio social.
Tenemos entonces esos dos únicos temas que son, curiosamente, los menos discutidos en México, pues se da la tricolor paradoja de que en este guadalupano país no se pueda discutir la religión (los Cielos, coléricos, organizan amenazas y represalias terroristas), y de que en este épico, priísta y estatizado mapa se privilegie el desahogo, incluso el insulto contra el poder y los funcionarios, por parte de grupos y sectores que no suelen ver más allá de sus intereses materiales inmediatos, y se impida el debate. La historia nos premió con demasiada Iglesia y demasiado Estado, de modo que parecería que nos ocupamos tanto en soportarlos que nos faltan tiempo, ganas y vocación de martirio para discutirlos.
La Iglesia Católica, desde luego, resultó la más favorecida. En lugar de la poco republicana estatua de Juan Pablo II en la plaza de la basílica, los curas deberían erigir monumentos a Juárez y los liberales de la Reforma, a los constitucionalistas del 17 y a Calles y a Cárdenas, pues fueron éstos quienes la salvaron de su desprestigio histórico y la colmaron de un perfil inocente y hasta sufridito. ¿A quién le interesa conocer la bien ganada fama de corrupción que se formó, a pulso, la iglesia novohispana? ¿Y la aún más escandalosa de traición a la patria, que fue forjándose a lo largo del siglo XIX con los favores, halagos y negocios que mantuvo con Santa Anna y los invasores estadunidenses y franceses? Todo ello es cosa del pasado, omitido por supuesto en los textos católicos: los únicos que —mandato sagrado— puede leer un buen feligrés.
Este siglo destaca por la escasa y respetuosa manera en que trata la cultura mexicana a la iglesia. Los dos anteriores abundan en críticas y vituperios contra los religiosos, y sólo por motivos bien concretos y particulares —corrupción, disolución, autoritarismo, codicia—, nunca teóricos, porque México jamás ha sido campo fértil en herejías de intelectuales. ¿Se pensaría que ello se debe a una sustancial mejora de la conducta del clero? Es evidente que más bien a que, ahora, está más oculto, impune y protegido. Gracias a los "anticristos" laicos, la iglesia no tuvo que perder sino apenas que ocultar o disfrazar sus riquezas y su influencia. Antes de Juárez todo mundo conocía los bienes del clero; ahora hasta parecería que no los tiene. En otros tiempos la iglesia, triunfal y prepotente, exhibía incluso con pompa sus represalias y amenazas; ahora parece demasiado cándida, castigada y amenazada.
Los mexicanos contemporáneos desconocemos la realidad de la Iglesia actual, precisamente por el manto de sombra en su favor en que se transformaron las disposiciones constitucionales: ¿Paga impuestos? ¿Valen las leyes para ella? ¿Todas? ¿Algún clérigo ha sido procesado por las autoridades civiles en la historia reciente de México? ¿De veras jamás de los jamases ninguno ha delinquido, o siguen gozando de un verdadero fuero, de total impunidad civil, con la coartada de que no son (pobrecitos) ciudadanos verdaderos? ¿La iglesia tiene o no bienes? ¿Sus actuaciones públicas son siempre legales y pacíficas?
Acaso su propia modernización ha transformado los clásicos cuadros que de ella pintaron Voltaire y Diderot. Pero la discreción y la secrecía —impunidad y asentimiento— que el sistema político mexicano le ha conferido seguramente se resuelve en que, a diferencia de las épocas de la Reforma y de la Revolución, sea la institución y la fuerza social menos desgastada hoy en día, mientras que el Estado lleva décadas multiplicando su desprestigio generalizado. Acaso, a diferencia de lo que exigen algunos prelados y grupos eclesiásticos, no le convendría a la iglesia perder ese manto discreto, impune, protector, y quedar clara y visible como ocurre con las instituciones religiosas de otros países, como en Estados Unidos, por ejemplo, donde las cuentas económicas, morales y legales de los ministros de todos los cultos se ventilan en la prensa, en la calle, en los tribunales comunes, con los escándalos mensuales inevitables —nadie es perfecto.
Y seguramente, además, a la sociedad mexicana tampoco le gustaría que le estropearan sus devociones sobrenaturales con los rasgos humanos, demasiados humanos, que se dan en esta tierra, sobre todo cuando entran en juego la codicia, el poder y la riqueza. Mejor, se piensa —se practica— no discutir de la religión ni de los religiosos.
Si se partiera de las conversaciones callejeras y de la prensa y otros medios de comunicación, parecería que los mexicanos casi no hacemos otra cosa que hablar de política; una reflexión más detenida mostraría que, salvo regiones o sectores apocalípticamente golpeadas por una desventura particular, casi nadie habla de política y todo mundo habla mal del gobierno, en catarata, sin ton ni son, en una especie de desahogo huracanado y tenebroso.
Se ha creado —y en gran medida, gracias al propio gobierno— una demagogia del antigobiernismo, desesperada y paralizante, desinformada y fabulesca. Aunque es obvio que no necesariamente toda obra o servicio público constituyen un desastre ni todo funcionario o político es Alí Babá, difícilmente alguien se atrevería a defender algún flanco de la administración pública; y al revés, por el simple hecho de no ser gobiernistas o burocráticos, aun los negocios privados más obviamente expoliadores y turbios se revisten de respetabilidad y de honradez. El gobierno carga así, y acaso voluntariamente, con las culpas de los negocios privados.
No importa quizás tanto discernir cuáles de los millones de cargos antigobiernistas están justificados, y cuáles no; lo realmente grave es que la maraña totalizadora del odio al gobierno (alimentada desde todos los frentes y todas las ideologías, y aun desde la propia administración, que cada vez se atreve menos a decir que es gobierno) no implica debate concreto alguno, sino sólo una exasperación generalmente mal informada. De tal modo, se sigue hablando pestes del gobierno pero no discutiendo e influyendo sobre políticas y aspectos concretos. A veces se necesita nada menos que el apocalipsis —San Juanico, los temblores del 85, Laguna Verde— para que, con enormes esfuerzos (la sociedad no cuenta con la información, que generalmente las diversas dependencias atesoran como secreto de Estado), se levanten debates y actitudes realmente políticas.
Lo común, sin embargo, no es discutir de política: sino quejarse, desahogarse y aun estallar en desgarraduras del ánimo; es ir siempre a pedir o a gritar al zócalo y al presidente, porque la sociedad no tiene acceso al amurallado laberinto de la administración ni a sus instancias concretas; es imaginar la política como puros atracos de Los intocables o de Las mil y unas noches, lo que sin duda es dotarla de demasiado buen gusto cinematográfico, pero no ejercer la discusión civil.
Si tanto la religión como la política nos son ajenas, ¿qué asunto "absolutamente humano" nos queda? Muchos: el futbol en pantalla, los videos, las telenovelas...(16-II-1988).

¡GUERRA! ¡GUERRA CONTRA LUCIFER!
Cierta modernización eclesiástica en el uso de la propaganda o alguna negociación política de alto nivel decepcionaron a quien creyera que esta manifestación de "desagravio" a la Virgen de Guadalupe, a Jesucristo y a la bandera nacional constituiría un acto multitudinario, colérico y oscurantista. La razón de tal "desagravio" era el supuesto sacrilegio de unas pinturas experimentales, sin duda poco inspiradas y sin mucho brillo de ejecución, en las que unos jóvenes artistas se sintieron europeos y neoyorkinos, capaces de hacer en México y con asuntos mexicanos, lo mismo que vienen haciendo los europeos y los norteamericanos con los propios desde el siglo pasado: collages donde Marylin Monroe prestaba su no fea cara a la Virgen —muchas modelos y artistas han hecho otro tanto en veinte siglos—, Cristo aparecía en la cruz sin taparrabos y la bandera nacional se entremezclaba con la rutinaria parafernalia de charrería. Los pretextos son fútiles, pero lo grave es el triunfal intento eclesiástico de gobernar por propia mano en asuntos de moral, arte, cultura e ideología incluso a los no católicos y los no practicantes, como si ella misma siguiera siendo el gobierno, y con procedimientos ilegales y terroristas, como mandar fanáticos y golpeadores a amedrentar y destrozar teatros, salas de exposiciones y museos, como el de ahora: el Museo de Arte Moderno. Las expectativas no se cumplieron: fue en gran medida una manifestación desalentada.
El medio millón de personas que, ufano, pronosticaban los organizadores se redujo, cuando mucho, a unos 30 o 40 mil devotos acarreados, que apenas cubrió el centro del zócalo y que cupo holgadamente después en el atrio de la basílica, que ya estaba ocupado por los fieles y peregrinos normales en mañana de domingo. Los participantes eran en su absoluta mayoría gente humilde, incluso muy humilde, que jamás ha visitado museos ni gozado de oportunidades para entender y conocer el arte moderno, que se habría lanzado a destruir las gárgolas de Notre-Dame si se lo hubieran pedido los mismos fascistas de Pro-Vida o a echar al fuego la Divina comedia porque en ella se habla mucho de una tal Beatriz, de modo que todos los acarreados devotos, cofrades y sacristanes desconocían de qué protestaban y confiaban en la evidente mentira proclamada por sus verídicos ministros, guías y prelados, de que un aburrido y sobadísimo collage constituía una misa negra maléficamente urdida para dañar a las inermes fuerzas de los desarmados arcángeles celestiales.
Más que indignados, los manifestantes parecían confundidos, y el blanco de su protesta era un extraño avatar del Demonio —el pintor de la ocurrencia de pegarle a la Virgen la cara de la Monroe—, al que los predicadores hacían todo un protegido del Secretario de Educación Pública. Y no hubo rasgos cinematográficamente oscurantistas, sino rezo a voz en cuello del rosario, algunas consignas un tanto intencionadas como: "¡Mé-xi-co ca-tó-li-co! ¡Mé-xi-cooo ca-toooo-li-cooo!"; "¿Quién es nuestro único gobierno? ¡Cristo! ¡Cristo!", y cantos fallidamente devotos que intentaban introducir imágenes pías en melodías comerciales de José José y Roberto Carlos: (¿por qué el rostro de la Monroe en hábito guadalupano sí es sacrilegio, y una canción burdelesca de José José, con la letra apenas trucada para que parezca piadosa: es decir, una canción putañera travestida de salmo, no lo es? ¿Quién tiene el control del blasfemómetro?). Se cantaron además, desde luego, himnos y cantos tradicionales, como el guadalupano, en los cuales los católicos mostraron algo de lo que carece la izquierda: interés y buena memoria. He estado en más de doscientos grandes mítines socialistas y comunistas: nunca se sabían los aguerridos transformadores-del-mundo La internacional. Los católicos sí se sabían sus chirlísimas canciones, y las cantaban desentonada y agudamente, con hartas ganas.
La impresión general fue de una sospechosa prudencia y compostura política. No se insultó personalmente a nadie; se insistió en, aparentemente, dejar de lado los asuntos políticos; no se agredió a héroes liberales; se evitó la confrontación con el gobierno, y sólo se acusó a "fuerzas extrañas" —aunque se insistía en que protegidas por la SEP, ese Satán-de-la-educación-laica e inspector de escuelas particulares—, de "agravios", mentirosa y cínicamente agigantados a niveles de blasfemia y sacrilegio que exigieran agitaciones multitudinarias. Tampoco se dijo qué artículos de la Constitución o del Derecho Canónico permitían a la iglesia armar policías privadas y fuerzas de choque o de asalto, en defensa de sus criterios estéticos.
Aunque aparentemente había grupos de toda la república, se hicieron extrañar los tan previsibles alumnos de las escuelas religiosas de lujo y, en general, toda la san-cayetana clase media. En esta ocasión, la iglesia prefirió movilizar tan sólo a los sectores más menesterosos y desnutridos de sus parroquias periféricas. Ello agravó la infamia de los organizadores (Écrasez l'infâme!): hicieron protestar contra los museos y la cultura precisamente a la gente que ha sido culturalmente marginada —si acaso, uno de cada mil de esos manifestantes habría ido alguna vez a un museo—; y a la vez, disminuyó cualquier ira jacobina de los espectadores. La ignorancia es un crimen en los predicadores y en quienes alebrestan golpeadores y fanáticos, en líderes "seglares" pero mochos y más que bien nutridos y vestidos, no en el conjunto de estos cristianos humildes, todavía moldeados aun físicamente en el tipo de vida aldeano y campesino, a quienes se hizo creer que su Virgencita estaba en peligro, y venían por ello —y por órdenes e intimidaciones de sus párrocos— a protestar contra los "gigantescos crímenes contra Dios, la Virgen y la Patria", de los que no sabían sino los infundios predicados por los púlpitos, je, de la Verdad, je, y de la Vida, je.
Si hubo sacerdotes y monjas que aprovecharon el mar revuelto para sacar a orear a la calle sus hábitos, si se utilizaron las oraciones como slogans políticos, si se hizo agitar las banderas en mitad de la misa, son asuntos relativamente menores. Lo importante está en la necesidad de aceptar que, como en otros ámbitos y sectores de la vida nacional, y seguramente con mayor extensión y profundidad que otros, la religiosidad popular no puede seguir tan reglamentariamente confinada a los claustros eclesiásticos. El pueblo tiene derecho a la expresión, y la religión es en México una de las fuerzas populares esenciales; difícilmente podría arguirse el derecho de expresión de las minorías si no se permite el de la mayoría. Pretender, como se ha hecho hasta ahora, que los católicos violen las leyes "pero poquito" significa, por una parte, continuar con el mito de que hay persecución o marginación religiosas en México, cuando es el país que ofrece mayor impunidad a los curas, y por la otra, provocar un real sentimiento de injusticia en el pueblo, al que, se dice, "hasta el rezar se le prohíbe", mientras que a otros les dan derecho a "insultar" las imágenes religiosas en los museos. Mejor dar más libertad justa, legal, a la religión popular, y también garantías —incluso y sobre todo contra la violencia clerical—a la libre expresión individual. Que los curas violen la ley "pero poquito", es decirles que se la pasen de cabo a rabo por debajo de esos órganos que ellos afirman considerar pecaminosos.
Fue evidente la manipulación: la invención de una "blasfemia", a fin de provocar un incendio en la opinión, con el que se quieren calentar las presiones eclesiásticas sobre materias educativas y políticas; el artículo tercero de la Constitución, las relaciones con el Vaticano y la consagración de jure del derecho que la iglesia ha demostrado de facto, de ser otra Secretaría de Educación-Arte-Moral-Opiniónpública-Rumoresvecinales-Asalto-de-Museos-Y-Madrizas-a-Actores-Irreverentes (“Cúcara Mácara”) por parte de los efebos basquetbolistas de las universidades clericales. Pero alegar la manipulación en estos actos de expresión y protesta católica no es gran novedad en México, donde el PRI ha puesto el ejemplo de mítines acarreados y de invención de "traiciones a la patria" y "blasfemias" cívicas similares. Gatos siameses, la Iglesia y el Estado en México. Tal para cual.
"Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen", decía una manta donde los marginados culturales creían saberlo todo del mundo y del Señor, y efectivamente perdonaban las vidas de intelectuales y artistas que son, ya lo sabemos, inverecundos herejes y satánicos blasfemos. Durante décadas —y siglos— se ha pintado y escrito en México cosas que cualquier cardenal ignorante —"desde Zumárraga, escribió fray Servando, todos los obispos mexicanos están en posesión de rebuznar"— podría lanzar a la hoguera del Santo Oficio. Tan sólo respecto al tema guadalupano, casi no falta nombre importante de escritor y artista que no pudiera ser aspirante a la cólera de las sotanas. ¿Por qué empeñarse precisamente ahora? Sus negociadores saben. El hecho fue que los discursos en el zócalo sonaron muchísimo menos fuertes que las previas declaraciones de prensa, sin provocar más víctimas que la razón y el sentido común, sin deshacer cosa alguna más que el idioma, violando y profanando apenas toda prosodia y toda sintaxis —ellos, los terroristras clericales que pretenden dictar las normas de la cultura nacional y ni siquiera pueden con las de gramática, que tampoco son por lo demás el fuerte de los políticos—; el sermón del cardenal Corripio omitió referencias a propósito del "desagravio" y de los supuestos "blasfemia" y "sacrilegio", y apenas supo a té de rosas... artificiales. Una especie de albañal de secreciones de plástico. Lo mejor del ramillete del cardenal —ignorante en cuestiones de guadalupanismo punto por punto; pero un cardenal, como un presidente, puede ser ignorante y ni siquiera tener idea de las demostraciones históricas de Francisco de la Maza y Edmundo O'Gorman: total, ya es cardenal y qué— fue el igualar como héroes del guadalupanismo a Tomás Mejía (traidor a México y aliado, como el alto clero mexicano unánime y conjunto, a los invasores franceses de 1863) y a esa otra figura que el cardenal no aprecia tanto, sino para usarla en provecho propio: Emiliano Zapata. Pero sus feligreses tampoco saben historia, señor cardenal, y su blasfemia cívica de mezclar a Zapata con Mejía, como el pintor que juntó a la Monroe con Guadalupe, no tuvo efecto; se creyeron que el tal Mejía era el sacristán del padre Hidalgo o algo por el estilo. Así también habrá quien no vea en la Monroe a una pecadora, sino a una mujer hermosa; y si, como usted sabe, señor cardenal, el rostro de la Virgen en las imágenes es meramente convencional, y la devoción no hace sino buscar el rostro más lindo para la Virgen, ¿por qué el de la bellísima Marilyn no va a servir? Miles de actrices han representado a la Virgen en obras de teatro y pastorelas. ¡Váyaselo usted a prohibir solamente a la Monroe, faltaba más! Todos sabemos que ante el júbilo popular Pedro Infante vio en Tizoc que la Virgen María era María Félix. ¿Qué inconfesadas apetencias llevan al cardenal Ernesto Corripio Ahumada a prohibirle a la difunta Marilyn Monroe lo que a la viviente Doña se le celebró? Pobre Marilyn, siempre tan perseguida: ahora resulta que también los cardenales las prefieren rubias, pero para sus autos de fe.
En una escena de la novela Burr, de Gore Vidal, el joven protagonista conversa con el astuto general, y de repente, en un momento anodino de la plática, siente que cualquier cosa que el general hubiera querido sacarle, ya la había obtenido. Al ver pasar a la angélica manifestación, tan cerca de la Bondad y de la Gracia, tan perdonavidas del arte y de la cultura, tan sufridora-en-Cristo de los pecados que dicen sus divinos acarreadores que se cometen contra ella, uno advierte una sensación similar. Cualquiera que haya sido el propósito de la iglesia mexicana para montar esta mascarada siniestra, ya lo vio satisfecho y con creces aun antes de iniciar este acto.
No es poco lo que han perdido en ello la cultura, la justicia y la política mexicanas, así como sus tradiciones liberales y su moral social, pero los apetitos de poder político de la iglesia apenas empiezan a cobrar sus primeros bocados. Pronto tendrá más hambre y de asuntos más consistentes que una borrosa exposición en un museo especializado y elegante. Y todo, como siempre, podrá ser acusado y condenado como blasfemia-sacrilegio-herejía, eso sí. entre el sofoco de cánticos y rosarios. (29-II-1988).

ADIOS A TODO ESO
En las últimas décadas las artes, las letras y otras formas expresivas habían logrado —y se ufanaban de ello— un buen nivel de cosmopolitismo, una tradición moderna y rasgos de libertad que las acercaba en muchas ocasiones a las de Europa y Estados Unidos, y eran aquí espacios más respirables para muchos miles de jóvenes y personas cultas o que aspiraban a la cultura. Con frecuencia se asistía a sitios como la cineteca, los cineclubes, las salas y teatros universitarios; se escuchaba estaciones de radio cultural y se leía libros, revistas y periódicos no únicamente comerciales, o menos comerciales que el resto, y no sólo por sus mensajes instructivos, sino por el modo de vida más liberal, crítico, imaginativo y tolerante que ofrecían; sobre todo en contraste con las rutinas de tradicionalismo familiar o aldeano, religioso, gubernamental, empresarial y aun izquierdoso.
Varias generaciones de estudiantes mexicanos recuerdan sus primeros gestos o rasgos de asombro, aun de incredulidad, e inmediatamente de entusiasmo, al descubrir que la cultura (y sobre todo la cultura relativamente autónoma de las universidades y de los sectores progresistas del Estado) ofreciera, aquí, en este México de las cavernas, tales conferencias, tales películas, tales obras de teatro, tal música, tal tipo de desenfadada discusión. ¡Hasta parecía otro país! Fue cuando se empezó a hablar del ghetto universitario.
Walter Benjamin decía que los estudiantes no son jóvenes, sino gente que envejece. Y efectivamente, vimos y vivimos la dolorosa y desalentada experiencia de que el modo de vida cultural de las universidades y otros centros educativos y artísticos no prendía en la realidad, y que, por el contrario, al salir de las aulas, de los conciertos y de los libros, de los teatros y de los cines, la gente que ahí había aspirado a una existencia más libre, moderna, crítica y tolerante, tenía que ir despojándose de esas formas e ideas para poder incorporarse a la realidad municipal y espesa de la chamba, la familia, la política, la religión, el barrio y el pueblo.
Esta notoria desvinculación de los avances artísticos, políticos y morales de la Alta Cultura con respecto al modo de vida general de México, retardatario y supersticioso, conformista e ignorante, tan propiciado por el poder y la riqueza, pronto se advirtió en los chistes que la misma minoría de los "cultos" hacía de sí misma: las burlas de los "Cuatrocientos Cultos", zonarroseros, coyoacanenses, eternos lactantes del Alma Mater o del INBA. A la vez, el conformismo se burlaba de los pedantes, maricones, pendejos o babotas que se andaban con sus conciertitos, poemas, libritos, películas "porno" o comunistas, "drogas, rock y sexo", pinturitas y esculturas que "no se entienden", etcétera.
El sector moderno de las artes, las letras y la cultura fue bastante combatido por el conformismo estatal, burocrático y clasemediero en los años sesenta. En los medios de comunicación se agredía a autores "pedantes e incomprensibles" como Paz, Rulfo o Fuentes; a todos los pintores abstractos o geométricos y a los "garabatos" de Cuevas; a toda película que no tratara de charros o ficheras; a cualquier discusión en la que aparecieran Freud, Marx o Aristóteles. El gobierno de Díaz Ordaz no sólo odiaba a los universitarios, sino a todo ese "snobismo" de gente "arrogante" que se creía la divina-garza por dizque saber "pendejadas" inútiles, perversas y desde luego inspiradas por Moscú, como el arte, la cultura y las letras modernas.
Aunque en los sexenios posteriores disminuyó la virulencia anticerebral del diazordacismo, seguía enseñando su odio: censura, mutilación o prohibición de películas; prohibición del rock; difamación organizada de intelectuales y programáticas sospechas políticas contra todo aquel que tuviera gustos e ideas diferentes de los de la CNOP, Televisa o la Legión de María. Sin embargo, ya fuera por la mala conciencia echeverrista del 68, o por el desorden adminsitrativo de la época petrolera, la sociedad mexicana, por lo menos en las grandes ciudades, logró abrirse algunos espacios.
Durante algún tiempo pensamos que un país tan amplio y dinámico se había conquistado algunos rasgos democráticos; entre ellos los de la libertad de la Alta Cultura, que al fin y al cabo poco dañaba en las cuentas del corto plazo —y quizás en todas las cuentas— los intereses del gran poder y del gran capital. Que incluso como válvula de escape, se permitían adrede ciertos museos, estaciones de radio, revistas, películas, conciertos, libros, conferencias, etcétera. Esto era ciertamente descorazonador porque implicaba que "las ineptitudes de la inepta cultura", como diría López Velarde, eran totalmente inofensivas, vanas, ridículas, inútiles. Se dio hasta una mala conciencia de la cultura, como un dudoso lujo, presunción o esnobismo que no llevaba a ningún lado, que se reducía a decorar con dudosos abalorios modernos el ego anticuadamente colonizado, ocioso o perezoso de sectores que se pretendían cultos o sofisticados por mero chic o diferencia y prestigio social.
Por desgracia, a la luz de los recientes éxitos clericales contra la cultura, legítimados tanto explícita como vergonzantemente por el gobierno, cabe sospechar una explicación más macabra: durante algún tiempo se "permitió" cierta libertad artística y cultural por la sencilla razón de que el gran poder ¡no se había enterado de que tal libertad existía!
Concentrados en sus grandes negocios e intereses, en su vulgaridad y en su ignorancia, los amos de México se habían olvidado de que había minúsculos espacios relativamente libres, tolerantes y modernos. A partir de 1982 se dieron cuenta de que existían, y empezaron a cerrarlos: alguna, afortunadamente derogada, ley de censura; el desmantelamiento de la industria cinematógráfica, el acharramiento de la radio y de la televisión oficiales; la represión al rock, al periodismo y a los periodistas —decenas de periodistas asesinados, golpeados y secuestrados en esta década—, al teatro.
Les llegó el turno a los museos.(4-III-1988).

¿NUEVAMENTE VOLTAIRE?
Las corrientes y modas ideológicas del mundo suelen adquirir en México monstruosos o al menos extravagantes perfiles locales. No será el "posmodernismo" una excepción. Mientras nuestras desencantadas o cínicas y sin duda perezosas conciencias provincianas quieren evitarse las molestias de poner un poco de orden intelectual y moral en su pensamiento, y al són del "posmodernismo" instituyen una cultura de buffet o tienda de autoservicio, en la que cada cual consume irresponsablemente lo que le viene en gana, y a la falta de integración y congruencia llama libertad ideológica, sentido práctico y antifanatismo, la realidad minuciosamente mexicana acorrala los hechos y las ideas, y mal que bien nos fuerza a asumir actitudes, a deslindar y a esclarecer, a tomar partido frente a ella.
Durante años se ha subrayado, con argumentos ciertos y frecuentemente insidiosos, el dogmatismo y la estrechez de miras de la izquierda, así como muchas de sus caídas brumosas o claramente objetables en la realpolitik. Se olvidó señalar que en culturas políticas tan toscas y tensas como la mexicana, cualquier ideología adquiere tales perfiles primitivos. Y conforme el clero y la derecha, después de saquear y revertir las estrategias antigobiernistas y las iras populacheras de la izquierda, acrecientan su presencia y poder políticos, los vemos descubrir sus propias intolerancias, estrechez de miras, tiranías dogmáticas y su pragmatismo cínico. Se diría que en México lo normal es que se piense mal en cualquier bando, y que empezar a pensar bien —con crítica, discusión, sentido moral y tolerancia a lo opuesto y a lo diferente— es encaminarse ya en los exilios de la disidencia-de-la-disidencia.
A veces bronco con las armas, México siempre es bronco en el pensamiento: pensar que algo se "superó", que tales o cuales caídas ya quedaron desterradas de nuestra "modernidad", nos lleva frecuentemente al triste pastelazo de Don Juan Tenorio: los dogmas y prejuicios que matamos gozan de cabal salud. Y se manifiestan, enarbolados y beligerantes, a la primera oportunidad. La política, la cultura, la crítica, la tolerancia "civilizadas" vienen a resultar sueños de un día.
Durante la mayor parte de nuestra historia moderna, muchos mexicanos se han enfrentado a un drama colectivo y agudamente íntimo: cómo conciliar el catolicismo en que creen —y si no, de cualquier modo aman— con los principios políticos, económicos, culturales y morales modernos que el país requiere. Casi nadie, aun en los momentos más encarnizados y peligrosos de la vida de México, ha querido dañar la religión. Los liberales de la Reforma eran muy católicos y hubieran preferido no ser tan liberales: sólo el exacerbado radicalismo oscurantista y apátrida de los clericales los obligó a sobreactuar un perfil liberal "duro", en el que todos se sentían incómodos. Los izquierdistas o progresistas soñaron —La navidad en las montañas, de Altamirano, por ejemplo— una cultura mexicana que conciliara la religión con la libertad y la sociedad moderna con las tradiciones.
Podría seguirse el rumbo de la historia de México a través de este tema: la búsqueda del pensamiento y de la sociedad modernos de una reconciliación, de una convivencia y hasta de una integración con la religión y con sus tradiciones, y sus cíclicos fracasos. Hacia mediados de este siglo, "superados" ya la rebelión cristera y el anticlericalismo sonorense del Estado, las ideologías antirreligiosas —comunismo, masones, etcétera— empezaron a sentir que, en México, no se avanzaba mucho en ningún sentido negando tan intolerantemente la religión popular, y moderaron o encubrieron su beligerancia anticlerical. El espíritu democratizador y la sensibilidad de Juan XXIII ante el atraso, la ignorancia, la miseria y la injusticia de la iglesia, permitió en vastos sectores de la población, y no sólo entre políticos e intelectuales, el gran sueño de un progreso y una libertad sociales que no desperdiciaran todas sus energías en encarnizados e inútiles combates con los curas. La Teología de la Liberación parecía un sonriente signo de tiempos nuevos.
Pero una y otra vez, por la izquierda, por la derecha, por el centro, volvemos a la intolerancia bronca, a la cínica ambición de poder. El resurgimiento político de la iglesia y de la derecha no sólo política (que siempre gobernó, disfrazada de populista) sino ahora también cultural, intransigente y revanchista, los despoja cada vez más de sus lacrimógenos disfraces de víctimas ideológicas y revela que, en ellos, en la derecha y el clericalismo de siempre, aun más que en los dogmatismos y pragmatismos del "socialismo real", siguen prevaleciendo la intolerancia, el despotismo y la brutalidad culturales e ideológicas con intocada barbarie cavernícola. Vuelve a ser contemporáneo y numeroso el drama de los mexicanos que añoran, veneran o simplemente respetan las figuras y los principios cristianos y católicos, pero nuevamente los encuentran como enemigos y obstáculos absurdos en la vida social.
Varias generaciones de mexicanos modernos ya no se sintieron con la obligación de atacar a Dios y a la iglesia, de quemar su pólvora intelectual en los infiernitos de la blasfemia o en zancadillas a las sotanas. La iglesia "vencida" —liberada de sus inercias de déspota y oligarca terrenal— por el Estado, parecía, con demasiado optimismo, menos un enemigo que una institución concentrada en lo suyo, dedicada a su ministerio. Se creía que las luchas de justicia, libertad y cultura no eran ya contra ella; muchos soñaron que eran con ella. Se podía, por ejemplo, leer en México a Voltaire más por su talento intelectual y artístico, que como almacén de siempre eficaces injurias y argumentos contra la religión y el clero.
La historia mexicana muestra que los "anticristos", "blasfemos", "enemigos de la iglesia", "apóstatas", "demonios", no lo fueron por vocación —nadie ha deseado enemistarse con su propio pueblo tan religioso— sino obligados por la dura y muchas veces armada intolerancia clerical. Si las diversas andanadas clericales, amparadas en el pretexto de la campaña electoral de la derecha o en flagrantes grupos de provocación y choque, no son sino un comienzo, veremos resurgir una vez más el poco deseado y frecuentemente artificioso anticlericalismo.
En el "posmoderno" fin de siglo veinte, ¿habrá que desempolvar las pedradas y jalones de sotana del XVIII? Volver a ser jacobino es como retornar al ruinoso convento dominico de Saint-Jacques, en París —de donde viene el término "jacobino", que no del difamado Rousseau—, que servía de refugio y nido de conspiradores a esos furibundos ilustrados: significa regresar: envejecer dos siglos, convertirnos en próceres o mártires de museo de cera, sacar libertinas o demoniacas pelucas del siglo XVIII en el veinte. ¡Cuánto mejor superar esas luchas ya libradas tan sangrienta y catastróficamente en el pasado; tantas cosas de nuestro siglo exigen ser emprendidas! Sin embargo, se diría que nuestros sueños de civilización y justicia siempre tienen por límite una sensación de vértigo: que no pueden apartar los ojos de barrancas cavernarias jamás superadas. (25-III-1988).


¡AL LADRON!
La leyenda negra del mexicano, que tanto nos indigna cuando la vemos reproducida en periódicos y revistas extranjeros, nos la hemos ganado pulso: es resultado preciso de nuestra cultura interna. Quizás quienes nos difaman no hacen sino dar un sentido más claro a las mismas palabras de nuestra propia tribu. El mexicano es a) abúlico y perezoso: la imagen internacional del "indio dormido" —todo él sarape y sombrero, al pie del cacto—, esculpida por Rómulo Rozo; b) machísimo y matón: mariachi y pistolero, trovador de veras; y c) ladrón.
Todas ellas están documentadísimas en la opinión que los ricos y poderosos han tenido de la nación mucho tiempo antes de que suscitáramos los insultos extranjeros (están ya en los informes de los virreyes, prelados y otras autoridades novohispanas; en las quejas y reclamaciones de los propios indios contra encomenderos y gobernantes blancos —como lo leemos y vemos en el Códice Osuna (l564), por ejemplo—, y en los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora e Hipólito de Villarroel, todavía insuperados en su furibunda crítica —más bien explosiones o tormentas de denuestos— del país propio).
Si en el siglo XIX sobre todo aparecimos como violentos e incapaces, lo de ladrones cobra ímpetus con el crecimiento del Estado y de las ciudades en el México moderno y se ilustra en especial con estampas del folkore político-urbano de los años veinte. Muchos presidentes mexicanos deben al asunto del robo sus anécdotas o perfiles más ilustres: se decía que José Joaquín de Herrera era el más honesto, porque no había tenido tiempo de robar; que Guadalupe Victoria fue purísimo, porque como primer presidente, llegó a la silla cuando todavía no había qué robar; que los franceses de la Guerra de los Pasteles moralizaron al presidente Santa Anna, porque como le hicieron perder una pierna, le restaron cinco uñas a su capacidad de robo: el Quince Uñas, se le llamó a partir de entonces; que el mejor argumento de Obregón para ganar su reelección en l928 era el de ser manco (esa mano, conservada en formol y exhibida en urna transparente, con muchas formaciones parasitarias y adherencias nacidas durante su exhibición, se veneró en el majestuoso Monumento a Obregón, en San Ángel, hasta l989, cuando fue cremada: era una especie de gratitud a La-Mano-Presidencial-Que-No-Robó): tenía una mano menos con que robar que cualquiera de sus adversarios; que Juárez y Díaz no extraían dinero de Palacio Nacional porque, como se habían robado vitaliciamente toda la presidencia, el erario era lo mismo que su bolsillo particular: ya se habían apropiado de todo el tesoro con todo y tesorería; el desarrollismo de Miguel Alemán fue el "ábrete sésamo", por aquello de los cuarenta ladrones, que hicieron del país su particular Cueva de Alibabá; Carranza dio lugar al verbo carrancear, sinónimo durante la Revolución Mexicana del robo ilimitado; en estos días se presenta en un teatro de la ciudad la comedia Atrapen a López... por pillo. Fue en estos depresivos años ochenta, sin embargo, cuando el robo superó ampliamente a cualesquiera otros rubros de nuestra leyenda negra.
Inevitablemente la política se nos volvió en estos años una mera cacería de ladrones, pero con la amarga simulación acostumbrada, origen de nuestros escepticismos: ni siempre los mayores ni mucho menos los únicos son atrapados, y cuando cae un gran raterazo, se debe a otras cosas: ajustes de cuentas entre la mafia político-financiera, venganzas personales, episodios de la vendetta subterránea que los próceres del capital y del poder disfrazan de leyes y tribunales.
Y el ciudadano de la calle, ajeno a atracos y a palacios, atareado en su difícil día laborioso y civil, tiene que tragarse, por añadidura, que lo moralicen a él, el trabajador y el explotado, las verdaderas piezas de caza mayor, los jeques del atraco institucional, como las camarillas charras de Pemex (Joaquín Hernández Galicia, "La Quina") o del magistero (el pistolero Jonguitud), convertidos en procérrimos líderes de las más poderosas fuerzas nacionales. Y que los grandes millonarios privados (con millones siempre hechos de privilegios, concesiones y fraudes públicos, a la riqueza estatal y pública), los de la gran fuga de divisas de l982, que nos puso a todos en quiebra, disparó la inflación y hundió la moneda nacional, para no hablar de las especulaciones y los precios de hoy, se una regocijada al grito de "¡Al ladrón! ¡al ladrón!". Y cierra esta conmovedora estampa el perfil de la corrupción de jueces, abogados, policías y carceleros.
Se afirma que otro presidente mexicano (Adolfo López Mateos) bromeó con humor bien mexicano por cierto (él, "El Gourmet de los chilaquiles" en los almuerzos de cruda y lentes oscuros): el Problema Nacional, con mayúsculas, según su chiste con risota de oreja a oreja, era que cada mexicano tenía la mano metida en el bolsillo de otro mexicano. Seguramente se refería sólo a su pandilla de "mexicanos de primera", a los del gran pastel económico del Milagro Mexicano, porque a la infinita mayoría de mexicanos comunes y corrientes —de segunda, tercera, cuadragésima categoría— parecería que aun la propia nacionalidad les había sido previamente asaltada (y aquí no hay sino recordar las cadenas del robo en las famosas caricaturas de Vadillo).
A diferencia de mentalidades como la sajona, en la que buena parte de la población acepta inocentemente que la riqueza, sobre todo la riqueza multimillonaria, es producto del trabajo puritano, de la mística empresarial y hasta de la bendición de Dios en que confían los dólares, en la mentalidad popular de México la riqueza, la ostentación y el derroche, aun los no tan millonarios, suscitan desconfianza y desprecio: "¿A quién se transó éste? ¿tener tanto, pues de dónde?", no siempre ajenos a cierta envidia melancólica y a una solpada admiración: "¡Pues éste mira nomás qué abusado! ¿cómo le hizo? ¿Dónde se estudiará para rico?".
Una dolorosa paradoja de nuestra cultura consiste en que lo más sólido que ha logrado la nación (después de innumerables guerras intestinas, invasiones extranjeras, golpes de estado, revueltas y revoluciones), esto es, el Estado mexicano como proyecto de unificación y justicia social, defensa y modernización colectivos, sea lo más garantizadamente despreciable. En el habla social el sustantivo político se adecua automática e instantáneamente al adjetivo ladrón.
Y el clero, los jerarcas de la iniciativa privada y los medios comerciales de comunicación, que a nadie rinden cuentas de lo suyo, y cuyos evidentes atracos a los clientes, a los trabajadores y al propio Estado se realizan a cada instante a la vista de todos, no evitan festinar el circo, para quedar muy honestos frente a sus socios y compadres del gobierno anterior (siempre de un gobierno anterior), a los que inmediatamente sustituirán, y no pocas veces, después de un reacomodo de fuerzas y posiciones, exculparán y reivindicarán; sólo para el consumo de las masas se pelean a veces los ricos "públicos" con los ricos "privados", pero se reconcilian de inmediato: se protegen como miembros de la misma mafia, todos ellos son buenos amigos de sus buenos amigos.
Todo lo anterior pudo haberse escrito hace seis años, cuando la persecución a los ladrones del echeverrismo. Lo novedoso, por lo menos en el énfasis y la penetración, es cómo tan graciosa virtud ya no tiñe tan solo a los estratos políticos y del capital, y se ha vuelto asunto cotidiano entre las clases medias de las ciudades.
Todo es hablar de robos y de ladrones. Añadir chapas a las puertas. Tenerle miedo a la ciudad y a las horas de la noche. Si toda la vida política se redujo a ver quién era el ladrón del fraude oficial del día, la vida civil se va reduciendo a ver quién fue secuestrado, asaltado, transado, defraudado, despojado, amenazado, intimidado, maltratado, ofendido. La vida civil se expresa en puro vocabulario penal.
Parecería que en este pueblote de país sólo hay ladrones, que no tenemos compatriotas sino asaltantes ni mayor quehacer cívico que cuidar la cartera. La televisión comercial inventa Juanas de Arco domésticas en las amas de casa que balacean —cow girls— a los asaltantes... o a quienes en un momento de atarantamiento, histeria o furor hogareños tomaron por tales: "Usted disculpe". Las colonias residenciales exigen policías privadas. Los centros y rumbos comerciales claman por redadas. Nada estará seguro en México mientras haya un mexicano fuera de la cárcel. La crisis de los ochentas se define en titulares de nota roja.
Los padres de familia y las amas de casa andan buscando pistolitas para guardarlas en el buró, llevarlas en la cajuelita del tablero del coche, esconderlas en el horno o el refrigerador, tenerlas a la mano junto a la puerta: uno no sabe quién nos viene a tocar el timbre en estos días, seguramente confiados en que los programas de violencia de la televisión son pedagogía más eficaz que el entrenamiento, la habilidad ganada con la práctica, la sangre fría y el arrojo de quien se dedica profesionalmente a la delincuencia.
Se clama por penas más estrictas contra los criminales, como si no supiéramos cómo funciona la justicia mexicana y que la única utilidad de las leyes es propiciar la extorsión por parte de sus vigilantes precisamente contra los ciudadanos inocentes, pacíficos y desarmados, porque en las alturas de la mafia los delincuentes se rigen a sí mismos con una justicia de excepción y misterio, casi sobrenatural. Cuando en México se inventa o instituye un delito, y se establece o aumenta su penalidad, las más de las veces es para cargárselo a un inocente: los grandes culpables se entienden y atienden solos, aislados y protegidos por los fueros aliados del capital, el poder y la violencia.
Por supuesto, una crisis tan severa como la nuestra, aumentaría en cualquier parte del mundo la delincuencia. Pero nuestra sociedad de clases medias, que en vano pasó por las escuelas, no le busca explicación ni soluciones políticas; a cada quien le basta creer que todos los demás son puros ladrones, especialmente los pobres y dos o tres —nunca más de dos o tres— políticos del pasado —siempre del pasado.
¿Cuál es la solución? Meter a todos los pobres a la cárcel (o volver carcelarios todos los espacios y la vida de la pobreza), y meter a la cárcel a los dos o tres políticos del pasado que hacen el papel de enemigos de los políticos del presente, de quienes han sido cómplices, socios, parientes y protegidos; tales son la Renovación Moral y la Sociedad Igualitaria del presidente Miguel de la Madrid, cachorro de la burocracia financiera, Secretario precisamente de Programación y Presupuesto del presidente López Portillo. (16-I-1984).


CULPABLE ERES TU
"Sobre jodido, regañado", piensa uno, ante cualquiera de las declaraciones, los sermones. los discursos, los comentarios, los spots publicitarios que invariablemente exculpan a los dirigentes de la política, de la economía y de la sociedad mexicanas, y condenan al propio pueblo —entre más jodidos, más culpables— como la causa del desorden y de la crisis. Hay un México patriotero y turístico, al que se encomia como baratija de feria, y otro, el de la dificultad y el de la pobreza, al que se insulta continuamente, para humillarlo y abatirlo en una confusión resignada.
La explicación tecnocrática de la situación nacional, embrollada adrede para que no se entienda, resulta pálida o nula frente a la prehistórica moral aldeana, de confesionario, que parte de cuatro o cinco recetas, de sobra refutadas y desmentidas desde hace siglos, y sin embargo vigentes, fósiles mágicos, en la conciencia individual: el éxito es el producto de la virtud, y los problemas lo son del vicio, la pereza o el pecado, de modo que al atribulado sólo le queda hundir la frente en el polvo y declararse no sólo víctima sino sobre todo culpable de sus propios males.
Este uso político de las supersticiones cristianas casi nunca falla: si cae el valor del salario se regaña a los trabajadores como culpables de gastar mal, de derrochar en vicios, en productos tontos o superfluos, etcétera; vienen los sermones contra el alcohol, el tabaco y las golosinas, las diversiones, de modo que casi —o sin el casi— se predica reducirlo más, con el viejo cuento de que un centavo "bien gastado" da más de sí que millones de pesos "botados". Si prolifera el desempleo, no hay que andarse con críticas populistas o denuncias demagógicas de la política económica del país, sino convenir en que la causa del desempleo es que los mexicanos somos abúlicos y huevones. ¡Hay tantas calles que barrer, tantos pisos que trapear a cambio de un bolillo! Y grita la publicidad empresarial, que nadie distingue ya de la oficial: Empléate-a-ti-mismo, pero sin las pretensiones de tanto zángano que para todo saca a relucir el dichoso salario mínimo. Trabajo-siempre-hay, evangeliza el Gran Dinero, lo-que-falta-es-gente-con-ganas-de-trabajar. ¿y qué caso tendría que añadieras el chiste de que: sí, sobre todo de saltimbanqui o tragafuegos en los camellones?
Las crisis económicas suelen ir acompañadas de campañas publicitarias que inventan como suficiente solución localizar al pueblo como culpable, pero no en grupo, sino disperso en individuos atribulados, deprimidos. La moral tradicional —ya desde el Libro de Job, a pesar de su postizo happy end— señala que los embates de la pobreza y de la desdicha no son injusticias ni calamidad, sino pruebas de cargo contra los pecadores que los sufren, hasta se diría que constituyen los claros renglones de Dios, en los que se expresa su disgusto y su castigo contra males individuales. Y como nadie hay limpio en esta tierra, todo mundo —con un poco de mala suerte y de tristeza— está más que preparado para entonar en voz en cuello el "Yo pecador".
Las épocas abatidas son inmejorable caldo de cultivo para la autoflagelación, el fanatismo, la milagrería. A veces se provoca el encono contra chivos expiatorios como algunas minorías sociales o raciales, o los países vecinos (para aquellos dados a las guerras). En México se fortalece la centenaria tradición del autodesprecio, del autocastigo y de la desesperada mala conciencia. Nietzsche diría más: la moral de los perdedores, de los sufridores, de los siervos, acostumbrados desde remotas generaciones a aceptar como propios, como reales, los pecados inventados por los amos para justificar su dominio. Si, durante siglos, se legitimó la expoliación y servidumbre de los indios como penitencia que tenían que sufrir por la idolatría de sus antecesores, por el pecado de ser indios, y posteriormente por ser arcaicos, anticuados y no-occidentales, además de nunca desvanecidas insinuaciones racistas, el mexicano actual se ve y se oye descrito en términos semejantes de culpabilidad, en su propio país, no sólo en el discurso del capital y del poder, sino sobre todo en los medios de comunicación, que parecerían conspirar para infundir en la sociedad la mala conciencia, la autoflagelación, la pérdida del respeto propio y de la esperanza.
"Sobre jodido, regañado", piensa uno cuando a cada momento, por todos los medios, desde la servil estupidez de los locutores a la prepotente arrogancia de los personajes del dinero y la política, lo describen como el gran culpable de sus propios males y de los del país entero. Como es antipatriótico y blasfemo, además de demagógico, culpar a funcionarios, curas y magnates, ¿por qué no regañar al propio, pueblo? El perfil que del mexicano corriente ofrece la propia ideología mexicana de los poderosos es seguramente más insultante que las cíclicas vejaciones de la prensa norteamericana. Sería el mexicano feo: jactancioso, lleno de hijos, de vicios y de deudas; perezoso y transa, sucio y tragador de tacos; irresponsable, tonto, derrochador, valentón, borracho...
Hay una larga tradición en eso de aceptarse de inmediato como el más pecador de los pecadores y el más humilde de los humildes, y hasta cierto escarmentado instinto de sobrevivencia que conlleva como mal menor el acatar o al menos no contradecir las fanfarronadas y los vituperios de quienes mandan. Quizás hasta un mutismo infranqueable y digno, como barricada espiritual. Queda, sin embargo, para los momentos de mayor tribulación, tal acusación moralizante. Y en el mercado del ánimo nada es más barato que la tristeza o la ira contra uno mismo. (19-II-1988).



RESPONSO DE LOS HEROES
Al principio de las historias, las estatuas estaban animadas: las dignificaba la convicción popular de que algo en ellas quedaba de la figura y hasta del espíritu de aquellos a quienes representaban, dioses o héroes. Frente a ellas, nuestras imágenes cívicas contemporáneas aparecen, éstas sí, idolátricas y absurdas: carecen de racionalidad y de convicción profundas; bajo un mal pretexto decorativo (casi nunca son bonitas, y mucho menos obras de arte), embadurnado de no sé que salsa sentimental, en la que ni siquiera creen quienes las fabrican, financian o conmemoran, en realidad perpetran una especie de muerte remachada o de tiro de gracia contra los próceres que pretenden exaltar.
Una estatua es más sólidamente fatal que un paredón o una lápida: termina de liquidar los hechos, las ideas, las obras y hasta la memoria de los nombres ilustres, cuyos restos sociales y culturales suplanta con una mueca de piedra que simplifica sus destinos, o llanamente los tuerce, falsifica sus vidas, roma sus características y contradicciones; aplasta y nulifica la razón misma de celebrarlos, que así queda reducida a una sola: erigirlos en sirvientes mudos de los ambiciosos y poderosos, en pistoleros espirituales del poder y del orden de cosas, en monaguillos póstumos de los amos vivos.
Abundan las estatuas en la Ciudad de México: ahí estan, fijas, en su puesto de servicio: tan maltratadas, tan malencaradas, tan amenazadoras como policías. Nadie sabe —lo demuestran las encuestas— quiénes fueron realmente los héroes ni el relato fidedigno o la razón profunda de sus hechos; todos sabemos, en cambio, que las estatuas son regaños e intimidaciones pétreas o metálicas, esculpidas con el criterio estético de un informe presidencial, a las que basta señalar con anécdotas bobas y expeditas de guía de turistas; ésa-fue-la-que-sopló-por-el-cerrojo, aquél, quien-dio-un-grito; éste otro, el-que-se-aventó-con-la-bandera; el de allá, bueno: ése-no-tuvo-parque; los-de-a-caballo de esta esquina pelearon contra los-de-a-caballo de enfrente... Anécdotas que el buen ciudadano, con tantas cosas en qué pensar, apenas si recuerda con ilustres esfuerzos intelectuales, para responder algo a la curiosidad de sus hijos, cuando algún domingo los saca de paseo. Pues esta ciudad hipócrita no deja bosque, parque, jardín, crucero, avenida, camellón ni plaza sin conmemoraciones heroicas: adonde usted quiera ir a pasear se topará con una nutrida burocracia de estatuas de héroes.
Atardecer de domingo en una ciudad rebosante de héroes casi anónimos y desolados sobre sus pedestales. Mientras la ciudad se destruye y reconstruye con materiales y diseños modernos a cada lustro, todas las estatuas —aun las recién inauguradas— responden al gusto sentimental de hace un siglo, lo que les da un perfil anacrónico y vencido, lamentablemente pasado de moda, con tristezas ocres en mitad de la barahúnda de plásticos multicolores. Parecen trazos de la pobreza, entre automóviles y edificios, y pueblerinas recitaciones escolares frente a la pirotecnia industrial de los anuncios publicitarios. ¡Qué triste y modestísima, qué silenciosa, qué mustia y colegiala es una estatua de héroe, junto a un cartel de cantantes o vedettes! ¡Qué desabrida y resignada su expresión adusta o fallidamente patriótica, qué anacrónicas su declamación y su cursilería, qué desamparadamente acedos su porte y su atmósfera, junto a las exuberantes de placer, de éxito y de sex-appeal de los panorámicos anuncios de calzoncillos, licores, tenis, pantimedias, lociones, ropa deportiva, casas de bolsa, que coronan los rascacielos, esos elegantes, esbeltos pedestales de las industriales mercancías publicitadas.
Son como aves pardas, oscuras y enfermas, nuestras épicas estatuas. Se diría que algún error o desdicha mayúsculos los condujeron a tan mal fin: un pedestal en lugar de un condominio; un mal frac de mesero o una casaca que pudo ser de coronel y ahora sólo usan los bell boys, y no unos ajustadísimos y suculentos pants, shorts o tangas de galán deportivo o de telemodelo. Ah, las cosas que "dicen" los héroes: La-patria-es-primero, El-respeto-al-derecho-ajeno, Los-valientes-no-asesinan, que suenan más mudas que el silencio, en vez de los espasmos de "No me odies por ser bonita", "La piel del puma" (camisetas o mezclillas), "Todo un océano de sabor", "Se ve caro: lo es" (whisky), "Sólo para paladares exigentes", etcétera; ah, la chispa visual de una chamarra de moda, una desbordante Coca-Cola, un compact disc, unas pantimedias doradas, un detonante desayuno en VIP's.
Es menos supersticioso, sin embargo, idolatrar a los muertos que a los vivos; y hay mucho de modestia franciscana en fijarse en monigotes tan feos y tan despojados de sentido como son sus estatuas, habiendo tantos estandartes lustrosos del capital y del poder.
Las estatuas de próceres no son símbolos del éxito, sino del fracaso: todo héroe verdadero fue en realidad una imagen totalmente opuesta que ahora nos han peinado y maquillado: gato por liebre; todo héroe genuino era un antihéroe que, por ejemplo, prefería evitar que ganar las guerras, y se dirigía por el sentido común y no por poses ni desplantes de ópera o melodrama. ¡Toda una vida, con sus luchas, pasiones y caídas, para terminar de polizonte polvoso, dorado por la luz amarillenta del atardecer —un orito desconchado, como de baratijas religiosas—, reducido a una efigie inconvincente, tan pasada de moda como una etiqueta de cerveza o de puros del siglo pasado! Sus viejas verdades, fundidas para la nueva emisión de las viejas mentiras que combatieron, y que no sólo triunfaron contra ellos, sino que ahora tienen incluso el poder de modificar, travestir su memoria; sus gritos de rebeldía, traducidos a malos aforismos del servilismo y la conformidad.
Hasta se diría que, si llegaron a la tumba sin claudicar ni descreer de sus ideales y principios, no lograron conservarlos después, sobre el pedestal. Erigidos en inmortales, han visto demasiado bien cómo a final de cuentas todo se comercia; qué tan baratas se rematan las más altas y profundas pasiones e ideologías, qué tan gran negocio es especular con la catástrofe.
A nada, entonces, le encuentran sentido, ni siquiera a sí mismos: la fe viva se apaga, y el correcto espíritu se convierte en pasto de los charlatanes del pragmatismo, los currutacos del "sentido común", los petimetres de la "cordura". El civismo dota a todo héroe difunto de una moral de banquero y de un lenguaje de vendedor de seguros.
Como el anciano se aburre de sus deseos de juventud, los héroes encuentran póstumamente desabridos sus vuelcos vitales. Si alguno creyó cambiar la vida o insuflar la realidad con proyectos idealistas, ahora sabe, como Baltasar, el rey mago de Luis Cernuda, que

Mala cosa es tener el corazón henchido hasta dar voces, clamar por la verdad, por la justicia.
No se hizo el profeta para el mundo, sino el dúctil sofista,
Que toma el mundo como va: guerras, esclavitudes, cárceles y verdugos
Son cosas naturales, y la verdad es sueño, menos que sueño, humo.

Desde su inmortalidad inconvincente, los héroes ven cómo el viento frío remueve la basura que rodea sus pedestales. Y cuando algún indigente, desde la atroz majestad que le da —como a los "locos de pueblo" de los musulmanes— su condición de total expulsado y maltratado de la vida, se detiene a mirarlo como a bicho lamentable, y le grita alguna entrecortada frase de rabia y delirio, el buen héroe sabe comprenderlo con ojos solidarios.
Pues la estatua muerta que es el héroe y la estatua viva que es el indigente saben lo que es quedarse ahí, en la esquina, la glorieta y la plaza, horas eternas, en el frío y la indiferencia, mientras en su torno se revuelve y atruena la misma realidad de siempre, de la que ellos al fin escaparon.
En tales conmemoraciones estatuarias los héroes trazan su palinodia: su pública retractación. Y ahí quedan, deteriorándose, inexplicables y patéticos como los propios indigentes, en esa zona turbia e irreal en la que la ciudad histérica y angustiante se pregunta si existe todavía: si no es apenas una quimera eléctrica —borrones fugaces de un sueño afiebrado e interrumpido—, de metal o de piedra, soñada por los indigentes en delirio cuando sucumben al frío.
Esas otras estatuas —las verdaderas, las vivas, las elocuentes—: los indigentes, que con cartones y trapos se parapetan junto a los pedestales de las ruinosas esculturas abandonadas, y en sus delirios de desnutrición, fiebre, infecciones, imbecilidad, alcoholismo o droga, murmuran entre pesadillas conjuros enigmáticos, comentarios roncos y sibilinos sobre la historia y el destino de la patria.
Suave patria: sea tu mejor comparsa la del soldadito de ópera, estatua de Iturbide o Allende, y el indigente infantil que duerme a sus pies; o la estatua del cura de estampita: Hidalgo o Matamoros, con índice admonitorio, y la indigente medio coja y embarazada que, a sus pies, lanza en mitad de la noche su carcajada demente, los chispazos de su boca renegrida y desdentada, o de sus ojos vidriosos, que en otras épocas se habrían considerado de bruja o de pitonisa. Cuando la ciudad parece estar vacía, en la penumbra de las noches de lluvia o de invierno, pueblan sus calles los perfiles enigmáticos de próceres e indigentes. (5-II-1988).



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AMOR COMO UN LAGO DE MOSCAS
El amor mexicano es un fanatismo de lujo duramente golpeado por el callejón sin salida de la crisis; todo mundo pretende que ama, o que come, o que cree en algún dios o en alguna ideología; pero cuando el amor, la comida, la religión o la política dejan de ser unas más entre las muchas necesidades y actividades humanas, y se erigen en rectoras, uno se pregunta ¿y ahora esto?

AMOR ES UNA PENA MUY NOTORIA/ AMOR ES UN PENOSO SUFRIMIENTO
La revolución amorosa de la postguerra occidental, que triunfó sobre todo en los años sesenta, fue producto tanto de la cultura del bienestar (las sociedades adineradas de Estados Unidos y de las dos o tres potencias europeas) como de la anticultura del bienestar (ya lo tenemos todo, ¿y ahora qué?) y de la desesperación frente al armamentismo apocalíptico que se exhibió en Hiroshima, Nagasaki y Vietnam, y que amenazaba desde entonces con el exterminio nuclear. "Haga el amor, no la guerra" fue el sucedáneo de la bandera "Libertad, Igualdad, Fraternidad" de otros tiempos. El amor se hace de cualquier manera y, en el fondo, a pesar de las canciones y de las películas, del auge de la pornografía y de la prostitución, la guerra es más divertida, erótica y lucrativa que las módicas estrategias de la cama. Y la guerra no contagia el sida, como el amor. Los niños juegan con ametralladoras, no con falos y vaginas de plástico; el superego occidental tiene más que ver con la fuerza boba de Supermán o Rambo que con los eruditos gemidos de alcoba; hay ministerios y presupuestos para la guerra y no para el coito. El amor no fue una cosa tan esplendorosa. La violencia es un sueño más lubricado, y no dura sólo los 7 minutos "constitucionales", ni la luna melosa previa al desengaño. Es ridículo el raboverde que persigue ninfetas, y heroico el veterano de Vietnam que sigue jugando en Centroamérica a matar subdesarrollados. ¡El sueño del amor! Ni modo de imaginarse que en las grandes capitales, las enfáticas estatuas ecuestres dejaran su lugar a los próceres del corazón o de más abajo, con lecciones de bronce en un Kamasutra por episodios —monumento al guagüis, al 69, al cunnilingus, al beso negro, a la sodomía, el fist-fucking, el 8, el...— en las principales glorietas y en los cruces de avenidas.

AMOR GOZA EN SU PROPIO PERDIMIENTO/ AMOR EN SE PERDER PONE SU GLORIA
Parda ciudad del desempleo y la violencia, en tus cicatrizados panoramas de smog y derrumbes, en tu verdura de desagüe y tus églogas de fábricas y comercios arruinados, ¿dónde dejaste tu cantilena amorosa?
Entre el paisaje de basurero, entre los rostros ajados de la nerviosa supervivencia, entre el rencor de ¡tanta tierra-prometida para esto!, corre el amor como perro escoriado, tumores en el lomo, mirada biliosa, belfos sedientos y condecorados con la hedionda espuma del deseo-de-nada. El rencoroso amor de quien no tiene ya tiempo de andarse con cuentos; y angustias más elementales que no le dejan instante ni nervio libre, le dibujan las huellas de nunca-más o de absolutamente-nunca-el-paraíso.
Los ideales y la publicidad del amor vuelven caricaturescas sus realizaciones meramente humanas. Dejad que las canciones entierren a las canciones, mientras que aquí en la mera intemperie de la insalubridad y las garnachas de la esquina, ya tan caras, son más habitables la pinta obscena, el escupitajo entre los dientes y el amarillento requiebro lateral para quien pase presumiendo de señorita. Amor: mis huevos. Y la chirriante risa de la desesperación con cerveza en los baldíos, y aquí me detengo para echar una firma ( ).

AMOR ES UN DOLOR DE LA MEMORIA/ AMOR, OCUPACION DEL PENSAMIENTO
Y ahora resulta que los ricos —que también lloran— ya no aman, o que lo hacen de otra, tan superior e inconsútil manera, que eso de las ( )amadas ya quedó en sucia cosa tercermundista.
Los prejuicios que los sesentas habían matado gozan de cabal salud, y por el contrario: lo verdaderamente prejuiciado resultó el desmadre. De donde vengan, el sida, los herpes y demás "avisos y castigos divinos" recompusieron el áureo puritanismo. El glamour de los ochentas lleva la palabra no, adverbio ciertamente ecológico: no fume, no se emborrache, no se atragante, no pierda la línea, no permita que el enemigo patológico introduzca los terribles virus en el mundolibre de su frágil organismo. Ame con condón, desinfectante y espermaticida; ligue con tarjeta de salud; ¿y para qué amar y ligar? "Haga dinero, no el amor". Y como no es tan fácil hacer dinero, mejor no haga nada: mejor desespérese; ya es suficiente ocupación cultivar ("en junio como en enero") la salud de las rosas perfectas, tan propensas a que virus y bacterias les concedan aleccionadora portada en Time y Newsweek.

AMOR ES UN GOZAR DE TU TORMENTO/ AMOR ES SER VENCIDO EN TU VICTORIA
Olvidémonos de México: asunto liquidado por varias décadas. Todavía hace dos se aspiraba a imitar, en versión patio trasero, el modo de vida imperial; de vuelta al quinto patio (¡bienvenidos!) predomina la mugre y el idilio se llama simplemente una cogida.
Y total, ¿qué hay tan divino, tan-de-otro-mundo, tan-de-las-estrellas y las arañas, en el garabato fisiológico y en el magma espiritual? Seamos serios: no me vengas con tu espíritu y mantén tu armatoste a distancia; la gente aburre y contamina. Amemos el video, vida mía, y a las mercancías, que la inflación convierte en ideales, abstracciones de la Aurora-Boreal-de-los-insomnios.

AMOR ES UN DELEITE ENTRISTECIDO/ AMOR ES UN TORMENTO DELEITOSO
—No sex: we're British! —exclamó alguien, como una promulgación.
En efecto: el amor (so dirty) tiene mucho de hippie, y los hippies eran bien mugrosos, piojientos, promiscuos: su beautiful people dejó al Mundo Libre invadido de enfermedades y de mugre, y nada más hay que ver ahora a sus supervivientes: ¿quien los quiere amar a ellos, ahora? El cuerpo envejece y se afea, sobre todo si se abusa de él y no se practican los aerobics; y la mente mejor esconderla: nació fea y envejecida; los puritanos no hablan, y eso los hermosea tanto como la higiene, el desdén, la gimnasia y la continencia. Bueno: habrá que suponer que los puritanos a la moda aman a escondidas, casi con vergüenza, ¡condescender con la fisiología cuando la revolución tecnológica ofrece tantas diversiones! Ser tan fisiológico nada tiene de británico: ¿se siente usted bien?, ¿amores, dice?, ¿ya vio a su sicoanalista? Bueno, vaya a llorar por Eufemia al fondo a la derecha.

AMOR ES UNA TEMPESTAD ENTRE GRAN CALMA/ AMOR ES UNA FUERZA DEL SENTIDO
Se quería el paraíso ahora en esos medievales y rabelaisianos sesentas; ese ahora pasó hace mucho tiempo. ¿A quién se le habrá ocurrido eso del amoreterno? ¿Y por qué no la Hamburguesa Eterna, la Defecación Sempiterna, el Cólico Infinito, las Anginas Infinitesimales? El paraíso es una serie de instalaciones, no una eyección de bubosa. Entonemos pues el himno de las instalaciones asépticas. Los amorosos de los ochentas saben que todo se compra y se vende, no se andan con ilusiones; que para poder comprar, hay que trabajar y acumular; que las buenas mercancías —las emocionantes: los aparatos perfectos— tienen marcas más prestigiosas que un mero certificado de nacimiento.
Pregúntele al pópolo si prefiere amantes o un compact-disc, y para como están los precios, ya cualquier amor de oro apenas alcanza (si se lava los dientes, si no le huelen los pies) para enganche de una licuadora prehistórica y de fabricación nacional. Que la chusma consuele (a su ganaderil manera) a la chusma; los ángeles tienen la perfección de videoclips.
La historia universal es muchos siglos de puritanismo invernal con escasos veranillos amorosos. La guerra y los negocios siempre han parecido más importantes. No hay más negocio que el negocio. Se deja la fisiología a la plebe: "¿La vida?", se dijo: "Que nuestros sirvientes se tomen el trabajo de vivirla". "¿El amor?", se dice: "Cosa de desempleados, y luego luego van a dar al hospital". Y los frescos, perfectos, incontaminados puritanos de video, miran a la chusma de la plaza: "que se entreguen a sus cochinadas, son incorregibles", como los aristócratas veían a los siervos en los carnavales, o en las promiscuas noches de muchedumbre de harapientos sin hogar que se tumbaban en los portales y los mercados. Toda fisiología es picaresca. Y la electrónica ensaya sus limpias cortes de amor en arreglos musicales y violentas escenas de rock, ay, tan fantásticamente grabadas.
Los países amolados, descapitalizados, desindustrializados, descomercializados, recolonizados, quedan sin más destino que la picaresca y la fisiología. Amor amibiásico, desnutrido, lonjudo, chaparro, empanzonado; amor de acné y pie de atleta, amor de smog y persecución policiaca, amor de Biafra esquina con Insurgentes, de barracas a la vuelta de Paseo de la Reforma.

AMOR ES UN SOSIEGO CONGOJOSO/ AMOR ES UN DOMINIO SOBRE EL ALMA
Estatuyen los erotólogos: el amor por un otro es prolongación del amor a uno mismo. Y quienes ya no se quieren ni tantito, sencillamente porque nadie puede quererse tan amolado, tan sin perspectivas, ¿qué prolongan? ¿Unos escuetos centímetros de fisiología eréctil? Los erotólogos fruncen el entrecejo y estatuyen otra cosa: las ganas de chingar a un otro como gandaya prolongación —no te la prolongues— del rencor contra uno mismo. ¿Alguien entiende? ¿No? ¿Para qué meterse a entender lo viscoso? Mejor un programa de las Grandes Ligas en tele por cable.
¿Tele por cable? Antes de que se vuelva una antigüedad: un mamut de la era cavernícola en que apenas instalaban sus despatarradas tarántulas suprazoteicas (de azotea, claro) las antenas parabólicas, complazcamos a la agónica tele-por-cable con una melodía:

Los pájaros a oscuras
cantan veloces
Voces de la locura
que tú conoces;
Grítales que se bajen:
¡Cantos al suelo!
Suelo donde barajen
naipes de duelo.
Si se quedan arriba
nadie los oye,
¿O llegará una diva
que los apoye?
Esos pájaros cantan
la seguidilla,
Y ya no espantan
ni a las ardillas;
cantan desenfrenados
a toda orquesta:
Están sintonizados
con lo que resta
De una canción romántica
interminable:
Hable la quiromántica
tele por cable.

Y una vez terminados los instantes de poesía, volvemos a la realidad: al comercial.

UN FUEGO HELADO, UN ARDIENTE HIELO/ TINIEBLA CLARA, CLARIDAD OSCURA
Sí: no haga nada y desespérese: ¿Ha oído hablar de la respiración oriental? A lo mejor sirve. No está de moda andar de amores: el macho sobrecarburado y prepotente no gana ya la exposición canina. Hay que aprender a lamer la mano del amo (amer la lamo del mano) a lo largo de nuestra voyporlaveredatropical. Ese amor que sí hace sonar la registradora. Desespérese y deprímase: el amor es cosa de jóvenes que todavía no saben que el mejor amor no es sino cosa (como diría un químico precipitado) de liquidez y de solvencia, tanto más líquido y solvente cuanto mayor fuerza gane la crisis: entonces-seréis-como-dioses (le dijo a Eva la serpiente, ofreciéndole una tarjeta de crédito), y los dioses no necesitan mediasnaranjas: son rotundos, líquidos, solventes y carcajeantes como el Gran Buda.
Desespérese, deprímase, sóbese la panza; entonces, eche una mirada a la sección de anuncios del periódico, observe los gestos agrios de los clientes en el mercado, recorra con altiva displicencia las colas del empeño (o sin albur: los empeños de la cola), y piense, como los grandes sabios de la antigüedad, que eso del amor es chiste esporádico: los seres biológicos viven regidos por el estómago. Post Defecationem Homo Gaudens (busque el Pequeño Larouse de la letrina más próxima, siempre epigramática y traductora: "No hay placer más regalado/ que después de haber...", y dejemos los puntos suspensivos en prueba de que volvemos, con la cabeza gacha y envejecidos, a creer en la moral; regidos luego por la comodidad y los ronquidos, por el placer de dominar y, más que por el de ser amados, por el de ser temidos. Eso se consigue con las armas y con los negocios).
Adiós, sensibleros: el mundo retoma su giro responsable. La verdadera Amada es el mando, es la insolencia; es la guerra y el poder de su firma; el Verdadero Macho no se resigna a sus centímetros eréctiles, y aplasta con falotes postizos: garrotes llenos de ceros a la derecha: entonces sí que está poseyéndolo todo: durísimo y por todas partes: "¿No que no?" —dijo el banquero—: "Les dolió, pero les gustó".

VIDA QUE MATA, MUERTE QUE ASEGURA/ CONTENTO TRISTE, ALEGRE DESCONSUELO
Corte y suma: "No está el horno para bollos", pregonó el Abarrotero (y se atragantó un bizcocho).
O en lengua vulgar: la cancelación del futuro (para no hablar del presente, que ya se murió de hambre) para los muchos mexicanos que aspiraban a la vida sonriente, a las mialmas mirreinas; al amor por su bonita cara, al arrumaco y al danzón, a los horrísonos tiamo y tiadoro; a los derrochadores de va-el-salto-mortal-por-quinta-vez, a las payas exclamaciones de ¡mevengo! cuando en la pornografía doblada al eshpañol se dice ¡quemecorro!quemecorro!quemeestoycorriendo!; en fin, para todas las lubricaciones y reposterías del lecho, ha dejado finalmente en claro que hay que ser cínico: esto es, pensar positivamente: ver la vida comoes, noandarseporlasramas, tenersentidopráctico: entrarle al amorviril que consiste:

(MARCHA TRIUNFAL DE AIDA)

en a) admitir que el amor es una de tantas sensaciones, y no la más sabrosa;
b) que clínicamente se define como una incómoda terapia de frotamientos;
c) que no hay que darle más importancia que a un diurético (el amor aún diurético) o a un (gritar ¡FUEGO! o ¡POLICIA! y, ánimasdeSayula, a repegarse contra la pared) enema;
d) que el sentimiento —todo lo que no cotice es sentimentalismo— se deja a las mujeres, para que entretengan sus otras 23 horas con 53 minutos;
e) que el Hombre-que-triunfa posee un aparato reproductor en casa y algunos succionadores en las estéticas y saunas y baños de vapor;
f) que las novelas y los melodramas son para viejas y putos, y los programas bélicos y deportivos para los ejecutivos que cargan sobre sus atléticas sienes la dura calva del deber cumplido.
QUE
CARGAN
SOBRE
SUS
ATLETICAS
SIENES
LA
DURA
CALVA
DEL
DEBER
CUMPLIDO.
Aquí yace: Se suplica no mandar coronas.

UNA FIRMEZA INSTABLE, UN DULCE VUELO/ PUERTO DUDOSO, TEMPESTAD SEGURA
En el desempleo y la joda, ¿quién piensa en ser amante? Todos, aunque sea a la intemperie: un rapidito nada más, siquiera para olvidar el estómago vacío. El instantáneo y melancólico amor de ya-todo-se-fue-por-un-tubo, ya-todo-para-nada, ya-todo y ahí nos vemos.
La ciudad es un compacto miércolesdeceniza: polvo eres y ¿a qué le tiras si ya viene la patrulla? Eres un juevesanto de varilla y cemento en mitad de un temblor: humíllate, arrepiéntete de los pecados de tu amo, reza por él, y con la frente en el polvo declara que eres nada
(—De nada, que eres Clara),
¡oh criatura infeliz!, pues ¿cómo te atreves al amor, que es cosa de dioses
(que es Diosa de Coces)?
Es viernes santo de crepúsculos con mertiolate y un curita en la rajadura de un edificio, más una Corona Extra por eso de las espinas
(más una espina extra por eso de las coronas):
Renuncia, mexicano, al Demonio, al Mundo y a la Carne:
—¿No es arrogancia diabólica creer que tu inmundo y enfermable cuerpo, parido entre orines y caca, y que después de comer frijoles prorrumpe en roncas pero fragorosas estampidas de ostensible huella, pueda ser amado? ¿Qué idilios hay entre los cerdos? Chusma eres y en chusma te convertiras: considera, pecador, tu flato de búfalo.
—¿No es arrogancia creer que puedes pensar, decidir o soñar por ti mismo? Deja de leer este artículo, penitente, y ve a ver qué te manda el amo. ¿No tienes amo? ¡Vago! A los perros sin dueño... en fin, ve a ver qué puso la puerca (y no me refiero a tu vecina).

FLORIDO INVIERNO, MAYO SIN VERDURA/ FORZOSA LIBERTAD, SABROSO DUELO
Sin embargo, en la ciudad mosqueada y desaguada, irreparablemente subdesarrollada, abundan los aborígenes de siempre, los de antes y después de las "liberaciones", destapes y desprejuiciamientos, que se atienen a Huichilobos al grito de ¡si-me-han-de-matar-mañana-que-me-maten-de-una-vez! Y bueno: los matan.
Puede el Lector sintonizar con la nota roja: cuando todo se pudre, ¿el amor por qué no?, ¿de qué sirven los frotamientos sin un poco de suspenso? Crime! es bestseller. Por ejemplo: ¡Ciérrate el zipper que ahí viene mi marido!
(—Ciérrate el marido, que ahí viene mi zipper),
y sobre todo: más vale morirse ya de trago y de amores, que al ratito nomás de malcomer. O nomás de maltodo, y todo de malnomás.

PRADO LLENO DE ESPINAS Y DE ABROJOS/ MAR DONDE REINAN JUNTOS VIENTO Y CALMA
Un lance de dados no abolirá el bazar (apotegmatizaron las Flans).
Queda el suave amor domesticado, que en algo se parece a una sala de juntas en consejo de administración; quedan las dulces damas, por tu mal entrevistas con ojos codiciosos y sudor en la rayita, cuando aquel enfrenón del metro; quedan los sueños húmedos y el equivalente de Llegada-en-seco; quedan las estrellas y la luna, la escoba y el recogedor; queda el índice de precios, queda el ¡lárguese de aquí, que solicitantes de empleo es lo que sobra! Queda la cábala, el rompedero de cabeza, el ajedrez, las damas chinas, el tronarse los dedos sobre aquello que hay que conseguir antes, si el amor o el dinero. (El problema está en que lo Importante-metálico —oh Kant, oh Hegel— no se encuentra jamás, mientras que lo Erótico-desechable abunda en las ciudades sobrepobladas de chamacas de "ojos insurgentes" (OJO: ciudades sobrepobladas de chamacas en Insurgentes)
y los próceres de tricolor mirada —"edad de 20 a 30/ estado célibe/ libre oficio"— proliferan en nuestra demografía como promesas de candidato presidencial en campaña.
Todo el universo y sus cometas se reduce a una esencial sintaxis tetragónica:
"¿Y
AHORA
CON
QUÉ?",
que puede volverse hexagonal: "¿Y ahora con qué, mi alma?".

MONSTRUO QUE NO HAY NINGUNO QUE NO ASOMBRE/ VENENO QUE SE BEBE POR LOS OJOS
Tiamo le dijo a Tiadoro:
TIAMO: ¡Eh, Tiadoro!
Y Tiadoro contestó:
TIADORO: Sí, Tiamo.
TIAMO: ¿Ontá Micariño?
MICARIÑO: Tacón Miaroraro.
MIARORARO: Eh, Cuchicuchi.
CUCHICUCHI: ¿Quién es Mirreina?
MIRREINA: ¡Aquí, Mialma!
MIALMA: ¿Ontá Mipapi?
MIPAPI: Ya voy, Mitesoro.
Y mejor le cambiamos a una película de hombres-rudos-con-hartos-asesinatos.
MITESORO: Pero antes nomás saluda a Mitrompita, a Micielo, a Mi-de-quién-es-esta-cosita...
Lo dicho: le cambiamos a la película de hartos-asesinatos.
HARRY: Te voy a sacar la mierda, sangriento bastardo.
Y la cosa mejora.

Y TIENE SU LUGAR DENTRO DEL ALMA/ ¡ESTE ES AMOR, MIRAD QUE JUSTO NOMBRE!
Amaos los unos a los otros, que en el desempleo no hay mejor cosa que hacer.
Ama ciegamente, y así te ahorras lo de los lentes.
Ama con locura, que de algún modo hay que denominar al bostezo.
Vive de amor, a falta de tortibonos.
Ama a tu novia como a ti mismo, y te dará una cachetada.
Ama con el corazón y ponte un marcapaso.
Ten corazón de condominio, que no hay más condominio para ti.
Si es eterno tu amor ya se parece en dos cosas a la deuda externa.
Si te besa una vedette no te limpies el bilet: ahorra el kleenex.
Si ahorras varios kleenex, a lo mejor te alcance para una vedette.
Ama, si eres módico, sin medida: que no te quieran evaluar con cinta métrica (el honor empieza después de los 25 cm).
Ama el cielo y el mar: son más baratos.
Y las estrellas y la luna: no pagan luz eléctrica.
Ama los recuerdos: son gratuitos, portátiles e inflables.
Que seas feliz, ya que no pudiste ser diputado.
EPILOGO:
MITROMPITA: Ay, Quiexageradote.
QUIEXAGERADOTE: Ya terminaron tus 7 minutos, Mitrompita. (1-VIII-1986).

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LOS AÑOS NEGROS
Los desengañados años ochenta no son más sabios ni más prudentes que las décadas anteriores: son apenas años desabridos y baldíos, dominados por una "angustia atroz, despótica", como diría Baudelaire. No se trata tanto de que hayan fallado, como en efecto fallaron, ideales y esperanzas, sino de que sea imposible en esta década inventar uno creíble. Despojados de la esperanza, y aun de la capacidad de esperanza, los hombres suelen reducirse a espectros gimientes, a amargos gestos cínicos, a una indolencia desabrida y acaso imbécil. Lo que anima a las personas y a los pueblos es esa sonrisa espiritual que tanto admiraban los griegos: el entusiasmo, de modo que aun la mística más ingenua o ineficiente —sí: incluso la más "ideológica"—, permite una existencia superior en vitalidad y nobleza, que la mera indolencia cansada o rencorosa de quien asume que no son la tierra ni el país propios lugares de engañosos paraísos, sino un mero callejón sin salida, muy realista, muy pragmático, que sólo ofrece angustia futura a la angustia presente, que al desánimo actual promete desolaciones más áridas todavía, y a la amargura de estos días negros un porvenir más decantado en su hiel y su vinagre.
En otros tiempos fue desde luego pertinente prevenir a las personas generosas y exaltadas sobre el tráfico criminal de la demagogia, la especulación con la esperanza, la manipulación aviesa de los ideales; lo oportuno en estos días sería advertir sobre la desdicha sólida y redonda en que culmina el tráfico criminal del escepticismo, la especulación con el desengaño y la manipulación aviesa del pesimismo y de la angustia. Despójese a un pueblo o a una persona de toda esperanza verosímil y de la probable ilusión de poder mejorar la realidad con sus propias manos diarias, y se les habrá arrancado asimismo toda la luz y la sal de sus días. Sin la esperanza, sin el entusiasmo, sin el impulso personales de tener algo que ver en la construcción de la realidad cotidiana y en la transformación y mejoramiento de la vida, la tribu humana se degrada y debilita, se devalúa y se ve muy encaminada hacia la servidumbre: la existencia pierde ánimos y queda viviendo ciegamente al día, un día amargo y opaco que parece indigno de ser vivido.
Todas las épocas y las civilizaciones se han visto entrampadas en semejantes callejones sin salida. La quiebra de las ideologías y de los sueños suele resultar tan efímera como su auge. A los encharcamientos en la impotencia, la desesperanza y la angustia suceden inexorablemente brincos de reafirmación y empuje vitales. Sirve de magro consuelo, sin embargo, suponer que por sí misma la vuelta de los días traerá alguna vez otro estado de espíritu frente al mundo. El ahora es el ahora. Necesitamos explicárnoslo, aunque la razón cada vez nos sirve de menos: como aprendiz de brujo, la "modernización" mexicana multiplica velozmente los problemas por todas partes, sin darnos tiempo de comprenderlos: entre más información reunimos, menos los entendemos, y parecemos acercarnos a las explicaciones bárbaras y sucintas de la superstición y de los prejuicios y recetas de la derecha —que también son, por supuesto, ideológicos, aunque nadie se frota las manos ni aporrea tambores proclamando su quiebra.
El ahora es el ahora: necesitamos, también, verlo de frente: representárnoslo. Seguramente la adversidad ya es de suyo grave como para sazonarla con la baba sentimental. Quizás admita mejor el trazo árido y estéril, casi tan indiferente y duro como esta época entrampada. Algo del ahora se ve en otros días —semejantes y hermanos— de túnel ciego y vida entrampada. Si nada se puede hacer, si todas las soluciones fracasan y engendran más problemas, si ante cualquier proyecto nuestras escarmentadas mentes hacen una desabrida mueca de desengaño, ¿acaso no convendría, siquiera como un sobresalto, decir con Baudelaire: "Un pueblo mudo de arañas infames/ teje sus telas en el fondo de nuestro cerebro"?. Amanecer en la ciudad en enero: "Cuando el cielo bajo y denso pesa como una lápida", "Cuando la tierra se ha vuelto un calabozo húmedo/ en el que la Esperanza, como un murciélago/ golpea las paredes con sus tímidas alas/ hiriéndose la cabeza contra los techos podridos". Y sobre todo:

Y unos largos entierros, sin tambores ni música
desfilan lentamente en el alma;
la Esperanza, vencida, llora,
y la Angustia atroz, despótica,
clava en mi cráneo abatido su negra bandera.

Es difícil saber hasta dónde han dañado el espíritu nacional tantas decadencias y desastres como han ocurrido en estos años: la restauración del imperialismo y de las derechas, la quiebra de la economía mexicana, el desgaste acaso final del Estado posrevolucionario, el oportunismo y la arrogante tontería de nuestras múltiples izquierdas, la evidencia de que nuestro "desarrollo" vino a subdesarrollarnos más y a montar las bombas del petróleo, el urbanismo capitalino, la tecnología cada vez más peligrosa, cara y ajena. Lo que sabemos es que la catástrofe económica y material es recorrida por polvaredas desérticas, iracundas y desengañadas; que lo común, lo panorámico, es un estado de ánimo baldío, en que apestan —descompuestas y como fermentadas— las ruinas mentales del pasado.
Tal vez sea cada vez más necesario volvernos tan áridos como la realidad, clavar la bandera negra en nuestros cráneos abatidos, y decir con esa especie de sabiduría falsificada que se aprende cuando la tribulación ya no es excepcional, sino rutinaria: Bueno, al fin y al cabo uno no vive "para" algo, ni "porque" la vida sea entusiasta o noble sino que —buena, mala o empeorada— no queda más remedio que vivirla.
La esperanza, la voluntad o el gusto de vivir, el ánimo emprendedor, la vida entusiasta e inteligente van ocupando solemnemente sus anacrónicos nichos en el museo de cera de la cultura nacional. Quizás nadie haya expresado mejor esta década que Jaime López: "Desde el taxi recorriendo medio sueldo/ llevo al sol detrás, viajando de mosca,/ llegando tarde a la chamba a chambear/ en la primera calle, en la Primera Calle de la Soledad". Son los años del Bonzo: "Me quedé dormido/ con la televisión prendida,/ con la radio prendida,/ lavadora prendida,/ licuadora prendida;/ con el cigarro prendido/ y prendí fuego a la casa,/ con mis sueños lucidos/ de bonzo, de bonzo..."
La Ciudad de México en su túnel de caos y desastre habla en las canciones de Jaime López con una voz alburera y tiernísima; es difícil concebir que en letras tan desgarradas, tan minuciosamente narrativas de los desastres sociales de la ciudad y de los derrumbaderos personales, quepa tanto juego, tanta lucha contra las negras banderas, tanta alegría y dulzura a contracorriente. Yo pongo un disco de Jaime López o voy a sus tocadas cuando la Desolación, la Angustia o la Desesperanza, pinches capitanes, estragan con sus piraterías mi ánimo, mi espíritu, mis afectos, y me urgen reafirmaciones de vida:
Ella empacó su bistec con todo y refrigerador,
además del reposet... ¿qué voy a hacer?
Me dejó sin el colchón, sin las sábanas, sin cama;
se llevó mi corazón, se llevó la mermelada.

Porque al fin y al cabo:

Corazón de cacto, tacto de asfalto,
sigue guardando beso tras beso,
que ya lloverá: ¡ya lloverá!. (22-IV-1985).


¿NOS FUIMOS CON LOS SETENTAS?

A José Woldenberg
Entre la multitud de cosas que la crisis va barriendo, o que ya barrió, está la cultura de una década: la contracultura de los sesenta que nos llegó en los años setenta, y que cundió y prosperó en medios juveniles, artísticos e intelectuales, en las universidades, y en no tan escasos —aunque desde luego minoritarios— sectores de la clase media urbana. The way we were.
Seguramente es aún prematuro intentar el obituario de esa cultura de izquierdismo, inconformidad, rock, antiautoritarismo, feminismo, liberación gay, reivindicación de la sensualidad y de la aventura, rechazo del camino burgués, culto de la sencillez y del instante; en fin, del odio a papá y de las coléricas urgencias de Revolution Now y Paradise Now. El sueño de ser antiburgueses, libres, felices y buena-onda en un civilizable y democratizable país de la segunda mitad del siglo XX. Pero sí es pertinente aceptar que todo ello anda asfixiado y como en agonía; que quienes creímos y participamos en la contracultura nos quedamos colgados de la brocha, sin saber qué se hizo de todo aquello ni qué hacer hoy; y que las liberaciones y los alivianes se esfumaron y México quedó como antes: un Ranchote de las Cavernas.
Toda reflexión al respecto, sin embargo, debería por principio negarse a la nostalgia: la contracultura mexicana nunca tuvo otro auge que el estado de ánimo de sus partidarios y algunos espacios y medios minoritarios en los que se la toleraba. La crisis ha barrido con el uno y con los otros. Nuestra memoria puede conservar atmósferas contestatarias, pero los años setenta son, por el contrario, la década en que se consolida precisamente la cultura de la derecha: el monopolio televisivo, la mano dura en las universidades, la embestida de los obispos, la formación o fortalecimiento de grandes feudos en el sindicalismo charro, la complacencia ante el enorme e inescrupuloso crecimiento (muchas veces incluso subsidiado) de la cultura del gran capital, la represión sindical y política, los desaparecidos, el terror institucional de la era Durazo.
En realidad, sólo veíamos la cultura de la protesta y del cambio quienes estábamos dentro de ella; se la toleró porque el Estado Optimista de entonces —sexenios de Echeverría y López Portillo— la despreciaba como "cosa de intelectuales" que no servía para nada ni representaba mayor peligro, siempre y cuando se mantuviera en los ghettos inofensivos de estudiantes, artistas, universitarios y drop-outs de clase media y apenas se divulgara en pequeños medios de comunicación y como rareza cultural. Hasta daba cierto lustre de modernidad y cosmopolitismo a la "democracia" mexicana el permitirse dos o tres "decadencias" neoyorkinas. Y si en algunos de sus aspectos se volvió moda o lugar común en sectores más amplios, fue a través de la manipulación y de la desvertebración de su significado (el rock, la ropa desaliñada, el lenguaje de la Onda, el canto nuevo o la canción de protesta, el ¡fuera ropa!, algunas consignas izquierdosas).
Pero fue sobre todo un estado de ánimo muy minoritario: una mezcla de ira y exaltación entre quienes pensábamos o sentíamos que ya era hora de que México dejara de ser el ranchote desigual, pudibundo y minoritario, y de que sus ciudadanos pudieran aspirar a ser mayores de edad, a alguna justicia social y a las libertades y derechos civiles y sociales de un país moderno. Realmente se pedía poco, quizás lo mínimo; a una década de distancia, esta actitud resulta "excesiva e impracticable": las vueltas del tiempo.
Muchas contradicciones internas explican la facilidad con que decayó la contracultura mexicana y también la facilidad con que se improvisó. Se retomaban del nacionalismo mexicano las líneas más progresistas de justicia social (aun socialistas y comunistas) y se importaban de Estados Unidos y de Europa Occidental la modernidad y la libertad civiles de las grandes ciudades industriales. Zapata y Frank Zappa. Agrarismo y feminismo. El Plan de Ayutla y el Viaje a Huautla. Viva el pueblo pero también las altamente impopulares formas de vida del feminismo, la homosexualidad y la bohemia de la droga. Nicaragua y San Francisco. Huaraches, huipiles y modernos sistemas de sonido.
Sólo los estudiantes y adultos-juveniles de las clases medias urbanas podían permitirse tales mezclas. Un público sumamente vulnerable, principalmente por donde más duele: el bolsillo. En toda esa década el público contracultural fue incapaz de establecer un mercado para los libros, discos, cuadros, revistas, periódicos, etcétera, que le gustaban, aunque sí lo creó para la mariguana, de modo que en realidad vivió subsidiado por la tolerancia gubernamental, sobre todo a través de los espacios —entonces menos cerrados— de las universidades y de algunas instituciones estatales (la Secretaría de Educación Pública, el organismo de atención a los jóvenes: CREA, etcétera), que seguramente no compartían el "desmadre" de los setenta, pero creían su deber permitirle algún desahogadero a estos pequeños pero importantes y vistosos sectores de la sociedad mexicana. En cuanto, a partir de la crisis de 1982, el Estado se cerró, el público contracultural, que no había logrado —tal vez ni intentado— constituirse en un mercado independiente, se quedó colgado de la brocha. Uno de los golpes definitivos más duros fue la cacería de brujas y la vuelta al caciquil y mojigato autoritarismo en Radio Educación, la ex "Guerrillera del Cuadrante". Ya antes había declinado Radio Universidad. Y la mayoría de los otros medios entusiastas o tolerantes de tal cultura recibieron presiones o se dedicaron a otros negocios. Los setenta se quedaron sin canchas ni tribunas precisamente cuando la crisis hacía mucho más difícil empezarlas a construir. Para entonces debieron estar ya hechas, y muy sólidas, a fin de sobrevivir en la oleada adversa. Sólo había ese entusiasmo que, al mismo tiempo, había decaído en desaliento o desesperación.
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A mediados de los ochenta prevalece, y ahora sí mayoritariamente (sólo se salvan los especuladores financieros), la cultura del miedo, creada por la caída de los precios del petróleo, los graves desajustes políticos, económicos y sociales que de ella derivan, y la capitalización de la crisis por los mismos cavernarios autócratas de siempre. El miedo al desempleo, a que te suban la renta, a que de veras te madreen si te pones tan bravito, a quedarte solo con tus rebeldías pasadas de moda, a la violencia urbana, a los temblores, a la ecología, al visceral encono de la derecha. Los revoltosos no tenían dinero; sí lo tienen ahora y de sobra los cavernícolas de Orden-y-Progreso, Cristianismo-sí,-comunismo-no, Somos-católicos-y-en-este-hogar-no-se-acepta-propaganda-en-contra-de-Nuestra-Santa-Religión, Supérate-y-haz-dinero, Salud-ahorro-y-dólares. Importaron lo que entendieron, poco pero escandaloso, de la Nueva Derecha internacional y del represivo catolicismo polaco, y lo aplicaron a sus viejos prejuicios de ranchote criollo, con esbirros y capataces. Pero aún no han necesitado de la violencia para acabar con la contracultura de los setenta: se acaba solita, erosionándose en la asfixia y el miedo. Y en la asfixia de la asfixia y en el miedo del miedo. ¡Ora sí qué manera de perder!
En una situación astronómicamente más intolerable que la de los setenta, no vemos la cultura de "epatar al burgués", ni del puño en alto, ni de matar-a-papá, ni de vivir-peligrosamente, ni de retar-al destino, sino sobre todo —como se vio en la "solidaridad del temblor"— la moral cristiana. Se hacen méritos para que lo consideren a uno "bueno" y se pide —ya no se exige— "por el amor de Dios". A los años del desmadre y de la impertinencia siguieron los del sentimentalismo y de la moralina. ¿Cuántos tránsfugas de los setenta tratarán ahora de redimirse mediante el sicoanálisis y la religión, o mediante Alcohólicos Anónimos, Neuróticos Anónimos, Padres Anónimos, Homosexuales Anónimos, Lectores Anónimos, Rockeros Anónimos, Feministas Anónimas, a fin de olvidar la "frívola" desviación de los setenta, y encauzarse por el camino de la superación, el orden, la libre empresa y el amor-al-prójimo de los cursitos de Dale Carnegie?
O más moderadamente: el feminismo que se adecua a la odiada "judeocristiana" cárcel del hogar; el rock que deja de aspirar a un modo de vida para ser unas cuantas rolas más; la droga que ya no se inventa más prestigios ("el viaje") que los de cualquier cubalibre o intoxicación de cubalibres: un gusto o un vicio banal; la aventura, el desmadre, la impertinencia, la crítica, la bohemia y hasta la camaradería resultan resbaladillas inmediatas al fracaso, y más vale volver a las buenas maneras y a la ropa sport o de-vestir de los cincuentas; y ¿de qué sirven los librescos argumentos de la liberación homosexual ante el linchamiento informativo del sida, que le da la razón a la Edad Media que castigaba fulminantemente el "pecado nefando" o de "contra natura" de los sométicos?; ¿quién le augura, aun a mediano plazo, éxito a campañas otrora tan enfebrecidas como la de la despenalización del aborto o ilusionadas como la de la despenalización de la mota?; la derecha le roba a la izquierda todas las banderas antigobiernistas, y ya hablar pestes del gobierno es casi un monopolio gerencial.
Los ochenta o la década de ser buenos, serios y formales. Preocuparse por la pobreza o por los damnificados de catástrofes como San Juanico o los temblores de l985, pero con "nobleza" boy-scout. ¡Ah, y la natura, y la salud, y el deporte! Causas justas y respetables: se les concede Medalla al Mérito. Dejar de fumar, guardar la línea, beber con moderación, ser amable. Sólo buscar la prosperidad individual y la buena conciencia. Y ahora que la crisis ha demostrado tan palpablemente el valor del dinero, ¿quién es tan loco como para desear otra cosa? ¿Qué tiene de malo hacer dinero, formar el patrimonio de los hijos y los nietos (sólo los propios; los demás no importan), vivir en santa y sana comodidad? Y las consecuencias culturales obvias: adiós a los libros difíciles, a la crítica y a la pachanga: puras Obras Maestras —puras sobras mustias—, de mucho status, muy presentables en sociedad. La función del arte volvió a ser la de siempre: objetos bonitos, con su moñote rojo y su celofán.
Pero no nos inventemos paraísos perdidos: nunca existieron, sino en ese estado de ánimo, en ese espíritu generacional y en muchas y desiguales manifestaciones intelectuales y artísticas. Lo de siempre en México ha sido la cultura pública de las cavernas que una y otra vez deja colgadas de la brocha a las iniciativas minoritarias de modernización, democratización y justicia. Pero sí duele el pasmo —pasmo provocado por el miedo y también por la ineficiencia de aquella opción cultural contestataria—, prevaleciente ahora frente al revival de las cavernas. Antes había grupitos locos o desmadrosos; ahora una intimidada y medrosa generalidad. Quizás las universidades no fueron maravilla alguna, pero no eran las escuelotas espesas con cierto tufillo a reformatorio que empiezan a ser. Y había entusiasmos e iras, había causas y polémicas, y gente con muchas ganas de luchar y hasta de "avanzar" en la cultura social de México. Los ochenta, en cambio, ofrecen el espectro del catastrofismo, del ¿qué le vamos a hacer?, de ¡ahora sí nos chupó la bruja!, de "no somos nada", de ¿para qué entusiasmarse con cualquier cosa? Sobrevivir como estamos, o hasta peor de lo que estamos, pero sobrevivir, ya es un premio mayor de la lotería.
La inconformidad social se olvida de los "sueños de opio" de entonces, y se aplica al sentimentalismo y a la moralina, tradicionales armas de la derecha y del fascismo. Pareciera que no nos queda sino horrorizarnos y llorar, actitudes a las que nadie califica de "excesivas" ni de "impracticables". Tales han sido las reacciones predominantes ante las catástrofes nacionales recientes. Y en ese gelatinoso miasma de buena voluntad, caridad de sacristía, responsabilidad de ejecutivo de ventas, prudencia de mayordomo, lenguaje correcto de azafata y demás "valores inmortales" de la civilización occidental, no pueden sino asfixiarse los cada vez menores partidarios de la vieja contracultura, a quienes les pasa lo que a muchos comunistas en épocas de persecución: se amurallan en ghettos, se amargan en rencor y gastan la mayor parte de sus energías en acusarse unos a otros de desviaciones y aburguesamientos, traiciones y blasfemias. Y en su soledad y en la adversidad se aferran a fanatismos ultras, ya totalmente irracionales, que más hablan de vanidad empavorecida y asfixiada que de una opción cultural.
Todo esto es historia menuda. Dentro de los proliferantes problemas de hoy casi a nadie le importa qué pasó con los setenta, qué se hizo de tanto rollo, de tanta dama y de tanto galán; de tantos grupos, propuestas, polémicas y exaltaciones. Sin embargo, para aquellos que todavía somos bastante de lo que fuimos, que ni podemos ni queremos quitarnos ese estado de ánimo, y sobre todo para quienes creamos o quisimos crear tonos y expectativas en un público, no se vale dejar que la contracultura muera en silencio e inadvertida, como si nunca la hubiéramos conocido. ¿Nosotros, los de entonces, seguimos pensando lo mismo? ¿Hemos cambiado? ¿En qué forma? Muchas preguntas que sería útil y honesto ventilar, aunque seguramente el pasmo y el miedo ante la imprevista caída, nos impidan aún plantear claramente.
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La generación y la cultura de los ochenta han tardado en manifestarse, acaso por las mismas razones. Pero existen y saldrán a luz. Una de sus primeras manifestaciones habrá de ser, sin duda, la crítica de quienes las precedimos. No serán benévolas. Ojalá cuando aparezcan sus reproches y objeciones tengamos algo que argüir, y no nos quedemos, como estamos ahora, mudos y pasmados, sin otras respuestas que las consabidas: The dream is over o "Fue padrísimo mientras duró".
Porque quizás la contracultura de los setenta no esté muerta del todo aún, sino un tanto pasmada y confusa, y pueda reponerse y volver a las andadas. Quizás habrá que revisarla y despojarla de buena parte de su utilería y de sus efectos de luz y sonido, ya tan envejecidos, o de sus desplantes de Ogro o de Maldito, que no llevaron a ninguna parte; y entonces, aligerada, la veamos como algo mucho menos excepcional y novedoso de lo que creímos, pero muchísimo más importante y prometedor: la tradición de la crítica, de la inconformidad, de la democracia, de la convicción de que por la desigualdad y el autoritarismo, por la intolerancia y la estupidez cavernícola, nunca construiremos un país habitable. Una generación y una cultura, la de los setenta, tan loca, tan utopista, tan fundamental en la historia de México, como las de los "liberales puros", los ateneístas de 1910 y el abigarrado desmadre político-artístico de los veinte y treinta: generaciones y culturas rebeldes, disciplinadas luego por las férreas y larguísimas restauraciones del orden de Díaz, Huerta y el Milagro Mexicano.
Pero a lo mejor no, y la gente de los setentas quede como un baldío ruinoso, una oportunidad desaprovechada. Una generación a la que nomás se le fue el tren. ¿Nos quedamos en un pasón?
Sea como fuere, la historia se repite: la ineficiente cultura se queda en hito, contradicha y desbordada por la realidad. Son las propias sociedades las que crean su cultura, así los frutos culturales aparezcan como obras firmadas individualmente, como movimientos generacionales o en torno a alguna causa, o como atmósferas de época. No alcanzo a sospechar qué respuesta cultural está elaborando la sociedad mexicana ante la crisis. Seguramente buena parte del periodismo, la literatura, las artes plásticas, la música y el pensamiento crítico de los setenta cumplió aceptablemente su misión: por ejemplo, el año 1985 es uno de los mejores para la novela —como promedio, aunque no como el milagro-de-las-rosas-perfectas— en toda la historia de México: aparecieron varias novelas de un nivel literario, que pocos años antes se habría considerado excepcional, y con una variedad de preocupaciones, estilos y tendencias realmente insólita. Puede verse este fenómeno como un buen augurio o como el Last hurrah! de una retirada en tumulto.
Por altos que hayan sido —y no siempre lo fueron— los méritos alcanzados, la situación de los artistas e intectuales de esa corriente o generación es de absoluta modestia, para no decir desgana, para no decir ira rencorosa y estéril, para no decir abdicación en vías de oportunismos prósperos. Dejémoslo en modesta autocrítica. Jaime Gil de Biedma lo sintió mejor: de "una crisis de expectación heroica,/ me queda sobre todo la conciencia/ de una pequeña falsificación",
y yo me asomaba para ver a lo lejos
la ciudad, sintiendo todavía
la irritación y el frío de la noche
gastada en no dormir;
si ahora recuerdo
esa efusión imprevista, esa imperiosa
revelación de otro sentido posible, más profundo
que la injusticia o el dolor, esa tranquilidad
de absolución, que yo sentía entonces,
¿no eran sencillamente la gratificación furtiva
del burguesito en rebeldía
que ya sueña con verse
tel qu'en Lui-même enfin l'éternité le change?

Decía Bernard Shaw que si se quería que "la cultura llegue al pueblo" había que empezar por pagar a los trabajadores salarios justos, civilizar las condiciones de trabajo y de vida, impulsar la vivienda, el agua potable, el drenaje, la producción de mercancías útiles y baratas, etcétera, y luego, si el pueblo quería o no escuchar a Mozart, ya era muy decisión suya. En el mismo sentido podemos afirmar que si queremos que aun los ingenuos e ineficientes proyectos de mejorar la cultura social vayan a dar rápidamente al fracaso, basta con propiciar el desempleo, el subsalario, el autoritarismo, el detrimento de las condiciones de trabajo y de vida; en este contexto de cada vez más miseria, mayor inseguridad, más miedo a la vida y al mañana, la cultura mexicana no podrá ni aspirar siquiera a los "sueños de opio" de burguesitos-en-rebeldía.
Y volveremos al Milagro Mexicano y al siglo XIX: en un panorama de hambre, insalubridad y pánico generales, se alzarán restringidos cotos de alta cultura residencial, en la que podrán prosperar burguesitos-sin-rebeldía, y moralistas, mansos y cursis públicos de cultura de consumo; y pretender otra cosa equivaldrá al camino del ghetto airado, rencoroso e impotente y del martirio individual, opciones cavernarias de las que saldrán algunos santos y muchos tartufos tolstoianos, pero jamás una civilización, ni siquiera como quimeras artísticas o ideológicas ni "sueños de opio" de drop-outs acelerados.
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Nadie es más culto que su sociedad, ni más libre, ni más feliz, aunque le toque en suerte una posición social más desahogada. Queríamos un México que ya no fuera el ranchote de miseria y autoritarismo en el que cada década algún héroe o mártir logra, pese a todo, una obra maestra; sino una cultura uniforme y moderna que discutiera los problemas, los fracasos y las aspiraciones de la sociedad entera. ¿Se confirmará la cultura ornamental, excepcional, martirológica o virtuosista, en un país cada vez más alejado de los niveles elementales de justicia y democracia? ¿Y que la aparición de una buena obra intelectual y artística resulte un milagro en medio del páramo del subdesarrollo, y no una consecuencia natural de una sociedad que precisamente por haber avanzado en sus condiciones de trabajo, de vida y de organización, puede dedicar tiempo, energías y financiamiento a crearse modos modernos y justos de pensamiento y de sensibilidad? Una sociedad donde el arte y la inteligencia no resulten "sueños" tan superfluos y endebles como los sentimos hoy. Pero en fin, se me olvidaba que estamos en los ochenta. (16-II-1986).

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IV. Y CON AIRADOS OJOS ME INTERROGAS

Yo nunca dormí a la intemperie en las calles de Berlín. Veía la puesta del sol y la aurora, pero entre ambas tenía donde refugiarme. Sólo aquellos a quienes la pobreza o el vicio les convierte la ciudad en un panorama dentro del cual perderse desde que oscurece hasta que sale el sol, la conocen de una manera que me fue negada. Siempre tuve adonde llegar, aunque a veces muy tarde, o bien se trataba de cuartos desconocidos en los que jamás volví a entrar y donde no estuve solo. Si me detenía a tales horas en un zaguán, era porque mis piernas se habían enmarañado entre los hilos de las calles, y había sido liberado por manos que no eran las más limpias.
WALTER BENJAMIN

¡Ah! Mazda, yo sigo aquí —una terraza del bulevar—, bajo el desfile de los árboles dormidos en un pie como las garzas. Aun tengo aquella alma con hipo que tanto amaste y mi cara de angelote fatigado, pero ángel, a pesar del wassermann positivo de mi sangre... En las noches rubias, mi boardilla levando anclas navega bajo el cielo submarino. Por el periscopio, trampa magistral, caen las estrellas, higos maduros, a dormir en mi lecho, y así, desde mi cama, viajo y gozo maravillosamente como para enloquecer; pero ¡nunca a medias! Ayer la luna se durmió en mi espejo...
LUIS CARDOZA Y ARAGON


UN CHAVO BIEN HELADO

De reojo, en ventanales, aparadores y automóviles, se ve a sí mismo caminar sin prisa por calles que no le interesan.
No porta los abalorios ni las insignias de sus sueños; con desdeñosa negligencia aparenta no tenerlos o que, en todo caso, no son asunto de nadie más: ha barrido de su figura y de sus gestos cualquier escombro de esperanza, de fe y aun de credulidad. Quizá no haya nada que lo seduzca; seguramente tampoco hay nada que lo engañe.
Su convicción de que todo es transa y mentira le da perfiles de aplomo. Sabe, en efecto, que la realidad ya ni siquiera se preocupa, como con muchachos de generaciones anteriores, por engañarlo: que sencillamente lo excluye en principio, que cualquiera que sea su trayecto en la vida polvosa, estará caracterizado por un destino invariablemente solitario y sin expectativas.
No es necesariamente, al menos todavía, una de las más trágicas víctimas de la crisis, ni lo aparenta, pero ha sentido sobre su cabeza el viento que aletean los gallinazos de la catástrofe y templado sus nervios con la sensación del abismo. En consecuencia, buscar la rebeldía o el martirio le parece un cuento tan bobo e inútil como tragarse ilusiones de héroes, príncipes y paraísos. Sabe perfectamente dónde está: hay elegancia, casi dandismo, en su dura y helada manera de asumir —sin protesta ni queja— que es un ave seria de tiempos áridos.
Su uniforme de desempleado juvenil tiene cada vez menos que ver con lustres estudiantiles. Camina por el metro, las plazas y las avenidas, porque lo único que la ciudad le brinda (y que él recibe sin ironía y sin agradecimiento) es el asfalto.
Como tampoco cree en la personalidad —¿quién, a final de cuentas, en este pinche mundo, es qué cosa?—, simplifica su atuendo, su corte de pelo y sus gestos, para asemejarse en todo a los demás chavos bien helados, y así, multiplicando en abismo la misma figura por el desbarrancadero horizontal de las calles, integrarse al panorama abatido de la ciudad, como un aspecto más de su monotonía de perfiles secos, derruidos y pardos.
Se diría que un chavo bien helado anda asimismo de espaldas a la naturaleza: que asume una manera de ser, hirsuta y opaca, totalmente urbana, y encuentra el rincón en que sí cabe en el contraste de una barda y una banqueta rota, cuando espera el camión; o echa a andar otra vez, entre los fragmentarios aullidos musicales que arrojan los automóviles con radio a todo volumen y los estruendos del tránsito y del comercio callejero, ahí, donde las ofertas de los camellones suenan a gritos de auxilio y los escapes truenan como disparos.
Acaso una ciudad tan contrastada y antigua como México nunca pueda decir que está estrenando un tipo nuevo de personaje; sus rasgos "insólitos" de hoy ya aparecen en viejas crónicas. En lustros recientes, sin embargo, su panorama se había distinguido por una población particularmente encendida y avispada, aun en la cotidianeidad de los graves problemas, con la picaresca y la utilería propias de un continuo movimiento: había algo que ganar, algo que transar, algo que morder, alguna maldad que hacer para alegrar el rato y hasta la energía suficiente para irse con demasiadas fintas y tras demasiados espejismos. Sólo los mendigos contradecían tal movimiento con su perfil brusco y fijo, que aun así, a veces, se contagiaba de la vitalidad y de las baratijas de la calle.
Pero he aquí que, cuando ya se iba uno acostumbrando a los nuevos días, y olvidando incluso que hubo otros, se pregunta de pronto si, a ratos, no hay menos ruido en las plazas; si la gente no parece sospechosamente amortiguada y mustia; si... y entonces ve a un chavo bien helado, a veinte, a cincuenta, a miles de muchachos (sobre todo de doce a veintitantos años), que no hacen tanto escándalo como debieran ni parecen estar tramando nada.
Casi está uno a punto de decidir que un chavo bien helado, tan multiplicado por todas partes, es un nuevo personaje que dota a la ciudad de un nuevo panorama: un perfil ahistórico, indiferente, que deja pasar de lado a la realidad con un gesto apenas duro: no cree en los cambios: aquí, como en un llano seco, no cambia nada, no mejora nada; no tiene caso ni ponerle buena cara a la vida, ni complicársela uno más; y si de repente alguien sucumbe por aquí o por allá: bueno, así van cayendo en este mundo todas las criaturas.
Pero, en efecto, no hay novedades: apenas hace unas décadas, cuando se le cerraron porvenir y expectativas al campo, el entonces optimista mexicano urbano, y no sólo los extranjeros —aunque la imagen más divulgada mundialmente sea la escultura del colombiano Rómulo Rozo—, se encontró un perfil similar en el "indio dormido", acuclillado junto a un cacto, tapado por el sombrero y el sarape, dejando pasar la vida ajena con semejantes dignidad, frialdad y aplomo. Era tan resultado de las promesas agrarias de la Revolución, como el chavo bien helado lo es de las promesas de la modernización industrial y urbana.
Una modesta proposición para diversificar y dignificar con sentido nacionalista el subempleo infantil del comercio en los camellones, consistiría en fabricar —como otrora los "indios dormidos" de Rómulo Rozo— chavos bien helados de cerámica y de plástico, de barro y madera, para adornos, ceniceros, pisapapeles, centros de mesa, floreritos. Un chavo bien helado debe ser bajito, flaco y moreno, con camiseta y mezclilla, unos tenis, y siempre está recargado con gesto vacío en una barda. (En las tiendas de autoservicio, así como en las boutiques turísticas de la Zona Rosa y en la producción para la exportación, se podrían añadir rasgos más sofisticados al modelo estándar de chavo helado, tales como algún perfil maya, una trompudita boca olmeca o alguna nariz aguileña de caballero azteca, como en los cromos patrióticos de Helguera; y desde luego, cierta atmósfera romántica de jóvenes nacidos para perderse y sufrir, semblantes de the beautiful and the damned, de antihéroes del baldío, el desempleo, la represión y la hosca y lívida miseria.
Podríamos también inventarle mitologías: admirar su impasibilidad casi mineral, su desapego de la vida que no vale nada, su sabiduría del desengaño y su pertinaz permanencia en tiempos y realidades enemigos. Y consolarnos también, al decorar con su efigie casas y oficinas —del mismo modo que su figura adorna por todas partes la ciudad—, con la certeza de que habrá de seguir así eternamente, multiplicado por millones, bien helado e inofensivo sobre el asfalto.
De cualquier forma, ya que en la misma medida en que se les hizo la vida imposible al indio y al campesino, se les encumbró en la decoración de las estatuas, murales, parafernalia doméstica y mexican curious del tipo del "indio dormido", ahora que se ha arrojado al desempleo, al desierto urbano y al vacío existencial a toda una juventud, a toda una generación de chavos —y nada nos permite asegurar que no ocurrirá lo mismo con la siguiente: los muchachos de los años noventa—, podemos al menos retomar esa tradición nacional y compensarla con un homenaje decorativo.
Quizás no esté lejano el día en que en un camellón, un vendedor ambulante vocifere sus ofertas como aullidos, junto a un semáforo:
—¡A cinco mil! ¡A cinco mil! ¡El muñeco de moda! ¡Su chavo bien helado! (29-I-88).


LA PEREZA DE LOS PESIMISTAS
A pesar de todo era el mes de marzo; la mañana estaba bonita y, desde su ventana, las escasas manchas vegetales entre los edificios producían la exagerada sensación —ilusión óptica— de proximidad con la naturaleza; para acabarla de amolar, como se acercaba la primavera en esta ciudad sin estaciones, algunos pájaros (que sumaban legión por lo gritones) habían armado un escándalo de gorjeos aun antes de que hubiera sonado el despertador.
Pensó entonces que, acaso, el que los tiempos fueran cada vez peores no justificaba por completo que el ánimo se volviera más y más acedo. ¿No será que la desolación, pensó, también representa una forma de la monotonía? ¿No habrá asimismo una especie de demagogia del pesimismo, del desaliento, del todoparaqué? Recordó, con media sonrisa, aquella frase (nunca supo el autor) que en otro tiempo le había parecido más divertida que cruel: no hay peor naufragio que el de un hombre todavía vital que exclama, sin hundirse más que en su cuarto jaibol: ¡ya todo se fue al carajo!
Empezó el día enfrentándose valientemente al smog y prendió un cigarro. Se dijo (andaba en onda de muchos statements mañaneros): "Ya que no hay modo de cambiar de crisis, más me valdría cambiar de tema", y advirtió, aterrado, de inmediato, que no tenía más tema que la crisis, que era incapaz de pensar en otra cosa, que desde hacía meses (¿o años?) casi todo lo que leía, de lo que conversaba, lo que imaginaba en sus disparatados entresueños al caminar por las avenidas, tenía que ver con la pinche crisis. Enumeró todas las noticias fatales, los artículos y las estadísticas fieles y escalofriantes, cada una de las denuncias aun más indignante que la anterior; las autocomplacientes peroratas de los líderes de la catástrofe y las aun más autocomplacientes de los líderes de la prudencia y la abengación. Seguramente en todo había mucho de verdad y, sin embargo, ¡cuánto estorbo tenía en el cerebro! Sabía que, a pesar de su maniaca voracidad de informes y análisis, era poco, casi nada, lo que había alcanzado a saber y a entender de la crisis, y aun así, ¿para qué le servía tanto escombro si se le impedía toda acción civil, clara, objetiva? ¿Para qué saber, pensar, discutir, angustiarse, meditar sobre una crisis que, conforme aumentaba su gravedad y su duración, más lo excluía? ¿Tanta crisis para qué?
Quiso pontificar (al tercer café y al cuarto cigarro gozó esa especie de ciega impaciencia que uno llama a veces lucidez) y pretendió esbozar, sobre el mantel del desayuno, una ideología de la crisis: que la acumulación caótica y apocalíptica de ayes, denuncias y análisis en la cabeza inerme de un ciudadano tambaleante, se resolvía en una mera intimidación, en un miedo a tener miedo, en una inmovilidad pasmada, aterrorizada. Y algún cazador de frases célebres quizá anotaría la que se le ocurrió entonces: el miedo es la pereza de los pesimistas. Bueno, eso era un Swift pasado por agua, pero (se consoló) a fin de cuentas también estaba desayunando jugo de naranja enlatado.
Se le ocurrió entonces, no sin cierto escalofrío, que además de su realidad y de sus consecuencias materiales, la crisis fácilmente se estaba convirtiendo en una catástrofe sicológica; que aun quien mal que bien todavía sobrevivía a la crisis objetiva, estaba sucumbiendo ante la crisis mental: la idea fija, mortuoria, paralizante; un ídolo del caos y de la desmoralización de la conciencia. Y sintió que, al menos, incluso en ese mexicano país que lo excluía totalmente como ciudadano, seguía teniendo la responsabilidad de su crujiente osamenta, de sus histéricos nervios y de su pálida cabeza. "Si hubiera otras cosas, otras cosas...!", anheló; e imaginó que estaba lleno de las letras, de las sílabas y de la palabra crisis cada uno de los nudos de la telaraña de su conciencia. "¡Otras cosas, otras cosas...!"
El día laboral crujía a su alrededor y lo llamaba con resplandores amenazantes y perentorios. "¡Otras cosas, otras cosas!", siguió pensando mientras se encaminaba a la misma cosa de siempre, en el centro y en el cerco de la crisis. Recordó a Milton —quien, desde luego, por lo menos ya era "otra cosa"— y se preguntó si acaso, por lucubración de malignidad depurada, la Crisis —como una Hécate sin mitologías— no se proponía, además de las catástrofes ya pronosticadas (más las que brinquen esta semana) esclavizarnos uno a uno, a cada quien, en su idea fija, en su terror, en su pasmo angustiante; que cada cual, a donde quiera que se encaminase, no encontraría otra cosa que la Crisis, que no tendría más patria que la Crisis, no sabría ver el mundo, su país, su barrio, su casa, a sí mismo y a su intimidad sino en términos de la Crisis; que cada cual había sido corrompido por la Crisis a tal grado que, fuera de ella —de su desánimo, de su cinismo, de su progreso invertido y vertical en abismo: todo-siempre-para-peor— no quedaba sino el vacío; que, en fin, a donde quiera que uno huyese no encontraría sino Crisis, porque ya la Crisis no era sólo una cosa exterior, sino también era uno mismo —educado en ella, crecido en sus largos años, ¿podría ver, aspirar, creer, apostar por otra cosa?
Había sido, en efecto, un desayuno alucinado. Y si cruzó la avenida gritando en su interior —esos gritos mudos que vociferan en las facciones—: "¡Otras cosas, otras cosas...!", aun con la íntima amenaza de caer en la obsesión tiránica minutos después, al menos asumió la vaga esperanza de esas "otras cosas" que devolvieran a la vida su porción de sueño y paraíso, de entusiasmo y gusto del presente. Su profesión de escepticismo lo dirigía hacia la idea de que tales "otras cosas" en tiempos de crisis jamás existían, pero algo de instinto de supervivencia o de contradicción lo conducía, por el contrario, a la certidumbre de que también debía escapar del laberinto mental de la crisis —este sí, acaso, posible de vencer, aun en el México anticívico y autoritario de 1988.
¿Pero qué "otras cosas" —hilos de Ariadna—, se preguntó, a punto de abdicar de su cerebro durante siete u ocho horas para mejor servir al mostrador o al escritorio, nos quedan?
¡Ujule!, le respondió su Alterego mefistofélico: habrá que volver a inventarlas: con tantos años de sólo andar con la crisis, tras la crisis, bajo la crisis, sobre la crisis, junto a la crisis, contra la crisis, ¿quién se acuerda de algo más? (11-III-88).


MAÑANAS EN MEXICO
La ciudad despierta sin ánimo de andarse con colores; siente que hay mucho de ultraje, de maligna teatralidad, en embellecerse y arreglarse para un día que ojalá no comenzara.
Una oscuridad desteñida, con lamparones rojizos y amarillentos, recorta las avenidas; el sol, aceitoso y turbio, ensucia los cristales de los edificios, y algún parque, más artificial que un maniquí, se pone de un verde tan absurdamente intenso que parece un jirón de ropa de fantasía en medio de un tiradero, o el resplandor de un diente de oro en un rostro abotagado.
Perezosa y nubladísima, la ciudad se resiste a comenzar el día: los chillones timbrazos del despertador la extraen de un sueño afiebrado y fatigoso para recordarle que debe checar tarjeta; entre la tos, las flemas, el aliento de dentadura oxidada, acaso preferiría maldormir un rato más o declararse enferma, fingiendo gripe o diarrea —no tendría que fingir mucho: sus pulmones y sus intestinos funcionan como máquinas de chatarra, con estrépitos, chirridos y continuas amenazas de ahora sí destartalarse del todo. Es entonces cuando, en mitad del eje vial, nos asalta el olor nauseabundo de un desagüe que revienta o brisas que nos amoratan como ráfagas de fumigación.
Se incorpora a tropezones y antes que nada traga unas aspirinas; en ese momento dudoso de ruidos de W.C. y rechinidos de tlapalería, sentimos la lucha entre su descomunal armatoste casi averiado, que ya quisiera quebrarse de una vez por todas, y su casi inexplicable voluntad de vida.
La Ciudad de México está clamorosamente deshauciada; sigue marchando con pésima salud, a la manera de las milenarias metrópolis orientales, que se descomponen más y más al paso de las décadas y de las centurias, y se van pudriendo y restableciendo a pedazos, sin conocer alguna vez ni la destrucción total ni un mínimo bienestar generalizado.
Quien se pasee por los escombros industriales de su amanecer tendrá más de una ocasión de echar a vuelo sus campanas de escándalo: ¡Tanta basura! ¡Tanta comida! ¡Y además entremezcladas! No estoy seguro de que cada ser humano cuente con su personal ángel de la guardia; sí de que hay una tía fastidiosa, sensacionalista y regañona dentro de cada uno de nosotros, que nos hace escupir muestras de imbécil sabiduría a la menor irritación o en cualquier descuido: "¿Pues cuál crisis? ¡Si no se ve sino tragaderos callejeros por todas partes! ¡Qué crisis ni qué crisis: lo que nos pierde es nuestra falta de decencia, educación e higiene! ¡Chapoteamos en la suciedad y en la basura! ¡Pero mira nada más qué de prisa y de carreras! ¡Qué de tropiezos y aglomeraciones! ¡Claro: todo mundo se amontona porque todo mundo se levanta tarde!", etcétera.
La tontería —y sobre todo la tontería revestida de virtud, buenas maneras o sentido común— es invencible: no se puede rebatir a un bobo (y menos a la tía boba que todos llevamos dentro) porque tendríamos previamente que volverlo inteligente, para que pudiera entender razones. No le queda a uno sino deprimirse un poco, por haberse pillado babeando, y pedirle a la realidad que corrija un poco las torpezas del cerebro. Acaso convendría entonces confrontar la civilización, la sabiduría y la paciencia de la muchedumbre con la histeria, el melodrama y la insolencia de esa misma gente aislada en individuos.
El defeño individual se siente con razón (pero con escasa eficacia) la víctima protagónica de un drama personificado. La muchedumbre defeña sabe, ya incluso por reflejo, que ella misma es la ciudad, astrosa y precaria; las más de las veces —hacia las siete de la mañana, en el metro— con cierta naturalidad casi inexplicable, subordina un tanto los ultrajes, los saqueos y las humillaciones padecidas, y se esmera por hacerse las cosas un poco menos difíciles. La muchedumbre árida, lacónica y reflexiva —sin desperdiciar un gesto ni una palabra de más— civiliza a sus enconados individuos, nosotros mismos, y entonces nos vemos por millones haciendo milagros para respetarnos mutuamente, ahí apachurrados, esforzándonos por casi no oír, casi no hablar, casi no oler al aplastado prójimo que lo aplasta a uno; que entierra el codo, que expele sobre la oreja, que pisa y disculpe usted; que suda, que a su vez se esfuerza por aguantarlo a uno, que también huele y pisa y aplasta y entierra el codo y suda; que también se controla para no estallar ni quebrarse en mitad del gentío.
La tía insoportable de la guarda que cada cual lleva dentro sabe por qué está uno iracundo, y nos vocifera en la cabeza, pero sólo la muchedumbre sabe cómo es que nos soportamos sin desgarrarnos los pescuezos. Y si la tía fastidiosa clama por el apocalipsis, el yo-muchedumbre intenta espantarse menos de la ciudad gigante, bofa, sucia, aceitosa, obesa pero raquítica, tragona pero desnutrida, averiada y maloliente, humosa y excrementicia, medio erguida y medio derrumbada. Sabe que así (y a cada momento peor) es la ciudad, y que a falta de soluciones trillonarias y mesiánicas, ya es algo que la muchedumbre civilizada se vaya controlando y ayudando un poco, al menos para no estallar a cada instante en tumultuarios motines más que explicables.
—Si no podemos cambiar de ciudad —dice el yo-muchedumbre—, cambiemos al menos de estado de ánimo. Ayudémonos a sobrevivirla, pinche tía.
Se aparta uno siquiera unos pasos de la caca de perro, de las bolsas de basura en descomposición o de lo que sea; le da uno la espalda a los autobuses del eje vial para que sus humos del escape ("¡Inversión térmica!", clama la tía) no se mezclen con el vapor del atole, y ahí, en cualquier esquina insalubre, uno se sobrepone, se concentra y logra los instantes de serenidad que todo defeño sabe imprescindibles para atacar a mordidas un taco bien grasoso; y echa luego brinquitos, como si fuera la primera vez que probara chile en plena avenida, bajo la atmósfera enchapopotada: "Uta, esta salsa sí que estaba bravísima".
La imbécil tía "tiene razón", pero no ayuda a vivir, ni siquiera a sobrevivir, sólo encona y desespera: entonces, no tiene razón; el yo-muchedumbre de ademanes lumpenísimos y perfil bronco, ese Mr. Hyde tepiteño que hasta los prelados y los manicuristas capitalinos esconden tan fallidamente, nos saca adelante con sus antenas de cucaracha. La vida debe vivirse, así sea entre polvos-humos-caca-tropiezos-temblores-aglomeraciones-tiras-razzias-nohaytrabajo-nadafunciona-cuántabasura-hacinamientos-nohay-nosirve-nosepuede-sechingó.
Desde mi chapuzón matinal en el drenaje, Mañanita de Enero, te saludo. Y en la atmósfera fumigada de la Ciudad de México a principios de año, un sol sucio hace brillar, como manchas de diesel —lagos de obsidiana, para los amantes del glamour azteca—, las reverberaciones del asfalto contra los cristales de los aparadores (donde por cierto, en estos años de bancarrota, también encarecen y escasean nuestros no tan íntimos corazoncitos manufacturados.) (22-I-88)


MADRAZOS EN LA ESCANDON
¡Mocos!, y en cosa de segundos la electrónica y la computación regresan, pero de volada, a la prehistoria. Y es el madrazo súbito, el ruido seco, hasta discreto, entre el atronar del tráfico; el hijo-de-la-chingada, el no-se-me-escapa y el ahorita-mismo-te-rompo-toda-tu-madre; el pues-ahorita-te-quito-lo-hablador; el yo-venía-así-y-por-aquí; el ni-madres:-yo-venía-asá-y-por-allá; y el que se suenan, y el que por allá van a dar los lentes, y el que se sienten boxeadores de televisión; y el ¡mocos!: que salta el mole; el que se empieza a juntar la gente; y el ¡dale!; y brincan los niños y fruncen el ceño —moralistas expertas— las señoras que regresan del mercado.
La Calle Martí, donde todas las novelas a cada momento ocurren. O la colonia Buenos Aires. O cualquier rumbo amolado pero avecinado a un eje vial, donde la improvisación y el ingenio han levantado innumerabales talleres mecánicos, para que la clase media se ahorre sus buenos pesos en la reparación y el remozamiento de los coches, y evite pagar precios de oro a las empresas automotrices sofisticadas. Y hasta consiga las partes y refacciones que el devaluado peso ha encarecido y escaseado, pero que el desempleo juvenil obtiene mediante el metódico atraco a los carros estacionados, y no tan solapadamente coloca en los talleres y tendajones automovilísticos de barrio, como los de este nunca suficientemente ponderado rumbo de Martí.
A tal Itaca del volante se regresa después del aquí-fue-Troya de los cruceros; y entre jadeantes y amoratados, labios rotos y dientes en exilio, los bravos dirimen su episodio de paladines asfálticos con el máistro del taller. (Alguien dijo que el origen del complejo —y de toda la carrera— de Edipo fue un avatar del tránsito, durante el cual, como se sabe, el héroe no dejó de sorrajarle bien y bonito a su propio padre). Y esto si antes no intervienen las patrullas, tiburones del Mar de los Semáforos.
Algo de grandeza primaria y elemental tienen los madrazos, sobre todo si se les descodifica a buen recaudo, desde la alta ventana de un rascacielos. Quevedicemos un poco: Te romperán la madre: para eso naciste, llegaste más pronto a tu destino. Te romperán la madre: peor violencia ejercen los abogados. Te romperán la madre: Es mejor verse madreado en Doctor Vértiz de vez en cuando, que andar haciendo cola en las paradas de camión todos los días. Te romperán la madre: peor madriza en los callos recibe diariamente el peatón y no arma tanto grito. Te romperán la madre: no es hecho extraordinario, sino monótono: peor te queda el alma al pagar impuestos o al comprar los útiles escolares de tus hijos. Te romperán la madre: ahora reintegras a la economía del universo las madres que tú ya has roto. Te romperán la madre: no te harán más daño del que cada fin de mes te hace tu casero, del que cada día lees en cualquier noticia del periódico, del que a cada hora adviertes en los precios de las mercancías. Más te madrearán a ti los precios/ los precios que jodiendo están las gentes/ las gentes que chocando están los autos, explicaría Góngora en la Dirección General de Policía y Tránsito.
Cierta jurisprudencia marginal se ventila en los alegatos del boxeo. Los niños que eluden la tiesa geometría de las operaciones con quebrados, aprenden con seriedad y hasta entusiasmo cómo quebrar al rival con la aritmética de los puños. No se hace ciertamente justicia con los golpes, pero tampoco con papeles, cifras ni trámites; y entre la acreditada desconfianza hacia las instituciones o al sentido común del prójimo, y la fe en la naturaleza, el azar y la habilidad física, se opta por la gimnasia de la filosofía natural. Mejor nos entendemos como Dios nos trajo al mundo; aunque desde hace décadas Dios parece haberse aficionado a traer al mundo una creciente cantidad de cristianos cada vez mejor acondicionados para las cruciales verdades del tránsito: cuchillos, pistolas, alguna ametralladora.
Y la naquez ha sido usurpada, monopolizada por los proles de uniforme o por la clase media que gasta como rica pero gusta de practicar los ahorros de la miseria (y en lugar de andar en sus coches como en quirófano, según el clasemedierismo metropolitano, manejar con meticulosa prudencia y pagar puntualmente seguros y daños, a la hora del accidente se siente Kid Azteca), y boxea con la misma aparatosa torpeza con que pretende —cuando la moda lo dicta— bailar danzones. Y hay que quitarse los lentes polarizados, los relojes de cuarzo y lucirse ante el rápido público claxonero de automóviles y todos esos innumerables mirones. O ponerse listo y escapar. Y sólo, a veces, se recobra la razón cuando llegan las patrullas y ganan todo el torneo, extorsionando a todo mundo por igual, sin necesidad de dar siquiera un golpe: el campeonato instantáneo de ser patrullero.
Pero en fin: ya uno quedó madreado, y como no traía dinero (eso dijo) fue arrastrado (cada cual en su coche) al taller mecánico de la Martí donde el vencedor tenía su máistro. El vencido venía vigilado, acarreado por el vencedor; pero ya casi en frente del taller, aquél se jugó su última película de caballos y trató de escapar en un relincho súbito de su poderosa nave.
La chaviza desempleada de la calle no estuvo de acuerdo con el villano; unos corrieron descalzos o en tenis, otros arrancaron en las carcachas donde recalentaban sus primeras cheves del día; y vino el allá-va, el que-se-pare-el-puto, el todos-los-ricos-son-cabrones, etcétera. Porque el vencido era hombre de más de cincuenta años, automóvil aparatoso, traje reluciente y ademanes de empresario. Y la mala suerte quiso que un camión de refrescos oyera los gritos, los entendiera, y en una juvenil y espontánea maniobra bloqueara la calle.
Llegó la chiquillería a rodear el coche del villano fugitivo. Entonces la película se puso buena. El vencido (borracho hasta las manitas, y antes de mediodía) se quiso atrancar con los seguros de las portezuelas. No faltó quien ofreciera piedras al vencedor para romper los cristales. Quizo entonces el villano aceptar una derrota razonable y honrosa y salir del auto por sí mismo, pero el vencedor no le iba a quitar perfiles de emoción a su triunfo, ya estaba jalando la portezuela y arrastrándolo y castigándolo como ni siquiera Kalimán a los genios del mal, y más madrazos.
Hubo entonces discusión entre los mirones sobre el equilibrio de los valores éticos, como en la época del Padre Mariana: el malo (como suelen ser los malos) era casi viejo y el bueno (como suelen ser los buenos) casi muchacho; el malo esbelto (así son los presumidos) y el bueno panzoncito (no iba a ser tan mamón como para decirle que no a los tacos de suadero con su Coca-Cola familiar); el rico-viejo-esbelto, como a todos les constaba, no sólo era malvado, sino cobarde y alevoso, mientras que el pobre-joven-panzoncito, como luego luego se veía, era derecho según la evidente y estricta ley impuesta por Pedro Infante en cualquiera de sus películas. Además, si ambos se habían sometido al Tribunal de Honor de los Madrazos, ambos debían acatar el muscular veredicto. Los expertos de doce años doctoraban minuciosamente sobre la culpabilidad pugilística del villano, y los de dieciséis sobre la culpabilidad automovilística, analizando con grandeza enciclopédica las abolladuras.
Y el villano era, por lo demás (pero si cómo no), arrogante. Ahora insultaba a todos con español "castizo" de locutor de radio. Ya ni metía las manos durante la discusión, para desalentar los golpes (perfectos y redondos como aporías), y sólo entre gemidos, cuando se pasaba de listo y quería embrollar a todos con razones, y no había más remedio que volverle a sorrajar, murmuraba amenazas de que era un jefazo y de que tenía amigos y parientes y que por aquí y por allá. Recibió en consecuencia la respuesta precisa (verbigracia: "Para influencias mis güevos"), y una reconvención perfecta, en español entre profesoril y policiaco (la jerga que hablan policías, jueces, abogados, locutores, sacerdotes, políticos y banqueros) que el pobre siempre saca a relucir en los momentos graves, en que hay que hablar Buen Castellano, como si el usar el mismo lenguaje que la ignorante autoridad diera a las palabras charola de policía:
—Y además, viene usted en estado de ebriedad.
Al chamaco no le daba miedo madrear al caballero, pero si dejarle de hablar de usted; el caballero estaba sometido al chamaco, pero no por ello iba a dejar de tutearlo.
Los madrazos acaso hubieran sido interminables sin la intervención de un mecánico que veía el tan cotidiano asunto con la indiferencia de los dioses olímpicos ante las incorregibles guerras de los griegos:
—Ya déjenlo en paz. Que hable por teléfono y ya. Que pague y ya.
La chiquillada no se perdió el final. Y asistió respetuosa y silenciosamente, en torno a la caseta telefónica, a la conversación del villano con su alarmada esposa. Vio luego cómo el vencedor refundía al vencido dentro del taller (no se le fuera a escapar otra vez) hasta que alguien llegara a pagar y a rescatarlo. Todo aquel que asistió a este combate de destinos recibió la confirmación cósmica de que los agravios jamás quedaban sin su castigo y el bien simplote y natural siempre triunfaba en este mundo ídem.
Minutos después, en la Calle Martí no había pasado nada. (26-IX-1983).


CORTE DE PELO
Digamos que una tarde Paco, el licenciado, de mediana edad, se sincera consigo mismo y dice: "Ni modo, valgo madre". ¿Qué es lo que sigue?
También en esto de quebrar hay sección amarilla del directorio telefónico: ¿sicoanálisis, cofradía del Sagrado Corazón, Alcohólicos Anónimos, Ecologistas Famosos, vecinos-residenciales-antinacos, izquierdosos arrepentidos, nuevos espiritismos y dianéticas, nuevo corte de pelo, nueva chava? Paco se decidió, por lo pronto, por la peluquería.
Hay días muy quebradizos en la vida adulta: por ejemplo el que comienza al enterarse, accidentalmente, en el desayuno, a medio jugo, de que el imbécil de sutano gana el doble que uno; que el tarado del otro hizo una supertransa ¡y le salió bien! ¡y no lo pescaron! y ahorita anda como potentado con la secretaria más bustona del octavo piso; y sigue con una majadera reprimenda del jefe, que uno fue lo suficientemente atarantado como para responder, ahora sí que poniéndose con Sansón a las patadas, y por poco lo estaría contando desde los lagrimones del desempleo; y luego la Nora impertinente en el teléfono y que los niños y los abonos y el casero y los aparatos descompuestos del hogar; y el recuerdo de la Gladys, y más que remordimiento, cierta sensación de harta suciedad en el pensamiento; y dos —dos: sic: dos— llamadas telefónicas de la tarjeta de crédito: la tira sobre uno; y aquel hermoso plan de poner ese negocito de oro que todo lo habría de resolver en un instante, tronado, totalmente tronado: por culpa del culero del Préis, que se frunció y a punto de arrancar; y añádale todo lo que diga del mundo, del país, del clima, de lo que sea, el periódico de la tarde. Son quebradizos.
En tal orden de sensibilidad, el Paco no advirtió en el espejo de la peluquería el parecido del corte que le estaban haciendo con el del galán del poster a color que lo anunciaba, y más bien creyó sorprender cierta ironía de la jovencita peluquera: estos rucos exigiendo cortes de chavo veinte años después, ¿cómo no se van a ver ridículos? Tanto alegar de ese copetito, ese chinito, con ¡semejante papadota, esa barriga, tales patotas de gallo! Pero sobre todo, y lo advirtió con un golpe del corazón, no se reconoció a sí mismo: se vio repentinamente envejecido, exhausto, desganado, y supo que siempre habría sido ése, el del espejo, con espuma de afeitar como barbas de Santa Claus, y unas bolsitas debajo de los ojos apagadones; ése, y no aquel héroe de su propia vida —diarias hazañas por "ser" más en el trabajo, ante los conocidos, en el hogar, ante sí mismo, y aquel tener más y mejor y más nuevo que eso exigía, y todo tan insuficiente y tan engañoso y tan caro—; ese héroe de su propia vida, al que sentía su verdadero ser, y al que habría que defender aun contra el tipo de gente que era en la realidad. Si el yo que anda por ahí no coincide con el real, no importa: siempre es tiempo de cerrar los ojos.
Lo aquejaba su contabilidad secreta. (Los anuncios de las revistas lujosas: son mejores historias de éxito, ambición y mordidotas a la vida que cualquier novela). Recordó sus elementos de inglés: Let's face it!", se ordenó, como en peliculón de hombres rudos: los datos de la realidad no checan con los indispensables para conservar la autoestima. Si uno no logra tales saldos promedio de Espíritu, Amor, Apostura, Salud, Buenaonda, Vanidad, Poder, Exito, ¿qué anda haciendo en la vida? Si la vida fuera un banco, Paquito —se dijo—, ya te habrían cancelado la cuenta.
En los sueños empiezan las debilidades. ("¡No señorita! ¡Cóoooomo se le ocurre que uno puede andar con el pelo aaaasí! ¡Llame al encargado!"). Si pudieras siquiera ser cínico con tus sueños: tumbarte en el parque, por ejemplo, y durante tres cuartos de hora, una hora, imaginarte que estás con Estefanía o con la Reina de la Lucha Libre, o que andas en avión privado, o que eres dueño de todo Cancún, y esto y lo otro con todas sus minucias (y maromas, y capiruchos y volteretas), y luego levantarte como si nada: como si sólo te hubieras contado una tira cómica. Total, al rato te cuentas otra. En cambio, los exalumnos capitalinos de escuelas particulares pretenden que sus sueños de adolescencia o juventud se hagan realidad, ¿y pues cuándo? Se han prometido tal casa en tal rumbo, tal esposa y tales hijitos y tal hogar, y tales puestos ejecutivos y superdirectivos, y viajes y relumbrores y tal coche y todo para antes de los treintaicinco años; y ya andan por los cuarenta —¿o no Paco, licenciado, prófugo de los jesuitas o los maristas?— y nada: ¿pues cuándo?
Los sueños son tan caros como la realidad, y también tienen sus guaruras, como las tarjetas de crédito sobregiradas. Y ahí estás, Paco, con tu carota, apenas consolado por el servilismo del encargado de la peluquería que —no faltaba más— puso como camote a la dizque peinadora.
Qué ganas, te dices, ahora que —digamos que nomás-como-un-llegue: que nomás-estás-apenas-oyendo-pasos— sientes los bordes del vacío, del lugar donde uno quiebra, de ser otra vez el pinche chamaco que uno quiso y no se atrevió a ser en la preparatoria —cuando empezó el pinche sueño de trepar y competir para ser un mexicano triunfador—: un vago que se larga y nomás no regresa a su pinche casa y ya, ¿y por qué? Porque quiso y ya; el que no se baña y ya, y no se enamora y ya, y está bien feo y ya: más horrible y mejor, y no quiere a nadie y que no se acerquen: bien solo y bien acá y ya; el que ahora sí agarraría y le rompería toditita la madre al pinche subgerente, aunque uno se quedara sin trabajo y fuera a azotar al bote, y de paso a los pinches guaruras del banco, y también al que gana el doble y al que hizo bien la transa, y a la peinadora y al culero encargadito de esta pocilga de "estética", y a quién se ponga enfrente (y tú que me ves.) Y luego irse a emborrachar hasta el fondo a un rincón de estacionamiento de unidad habitacional, esperando de veras morirse cuando se acabe la anforita, o que algo maravillo ocurra bajo la luna y los faroles, algo que nunca ocurre y menos después de los treinta. Y en este momento, por pudor frente al espejo, Paco se reprimió: tenía un semblante patético que había aterrado a la peinadorcita, de por sí ya más que intimidada.
—Así está mejor, linda —dijo Paco, con su voz más elegante e hipócrita.
Y para disimular, al irse dejó una propina exagerada.(29-IX-1989).


LA MUCHACHA SOBRIA
"La del piernón loco me rebasó por la derecha", escribió Efraín Huerta, y ahora te rebasa a ti —que la venías soñando—, baudelaireana y feroz como la "putilla callejera" de los versos. Pero vienes a pie, callejeando, divagando, distendiendo los nervios y las angustias con unos minutos de libertad, solo entre la muchedumbre de peatones, entregado a tus sueños eróticos, o de riqueza y poder; a los cuentos o videos mentales que inventas para tus escasos minutos de aflojar las piernas por las banquetas, imaginando sin límites cuanto te viene en gana y la realidad te niega. Huyes de la oficina un rato y tu imaginación ilimitada no acierta a dibujar sino la misma imagen siempre: mujeres de concurso en delirantes anécdotas que te permiten ser su amo y su esclavo, su violador y su príncipe, su rescatador y su verdugo hasta que, caminando, tu corazón extenuado se aplaca y puedes continuar sin desesperación la rutina de oficios y cobranzas.
(Acaso recuerdas a Connolly: el alcohol, la pasión adicta por la conversación y los ensueños voluntarios —daydreams— son "bajas" e inofensivas actividades "artísticas", sustitutas de la creación, formas de descargar o deshacerse de la "energía imaginativa" —¿será?—, como, je, algunas —sólo algunas— desoladas puñetas a veces aligeran —¿de veras?— la "energía amorosa").
Pero ella te rebasa, rápido, por la derecha: sin atropellarte, sin frotarte, sin foulearte, sin advertirte siquiera, y sigue andando delante de ti como si nada, con su estatura esbelta, ondulante y opima; su porte de modelo garbosa, alta y juvenil; su frescura de fruta codiciada por todos, en el recalentado mediodía de la avenida Insurgentes, en el tramo de la colonia Condesa.
Mujeres tan hermosas, tan profesional, deportiva y aparatosamente hermosas, no caminan tan fácilmente por la calle en la plena hora del sol asfaltado, entre los mendigos e indigentes y la sociedad municipal de compradores exiguos y empleados resudados; y menos así, enfundadas en vestidos tan leves, ajustados y precisos como ese detonante amarillo, ni coronadas con un peinado tan meticulosamente primaveral.
Y todavía menos con esa frescura, esa desnudez enfatizada por el minúsculo vestido y los enormes lentes oscuros; ves, remiras, memorizas las piernas largas y perfectamente torneadas, en su punto, hasta los gruesos tobillos apenas decorados con una cadenita, hasta las uñas de los pies, pintadas del mismo color que los labios cachorros —¿dónde leíste que a la mujer perfecta, a la semidiosa, se le reconoce en la perfección de los dedos de los pies, no deformados por el calzado?
Hay algo turbio y bochornoso en caminar detrás de una mujer tan guapa: es como perseguir en vano y delante de todos el propio sueño imposible y secreto, de pronto materializado; o como exhibirse en actitud de voracidad, de hambre, de súplica. Pero lo insoportable está en constatar brutalmente que no hay sueños privados: que muchachos y señores salen de tiendas y zaguanes a mirarla con la misma desagradable, boba, ridicula carota-de-ganas que ahí traes puesta y en nada disimula tu torpe y emergente ademán frío de ¿y a mí qué? Y quienes vienen caminando hacia ella, hacia ti, voltean en cuanto la pasan, para recorrerla de abajo-arriba con los mismos ojotes-de-¡qué-nalgas!, aunque en realidad lo que convulsiona a su paso la avenida son sus pies. La reina descalza. Con su fino vestido, de marca, sus perfumes y cremas de camerino y su cuerpo de anuncio de espumas para baño de tina, lleva los atesoradísimos y aceitados pies como si nada en las enmierdadas banquetas de Insurgentes, de las que hasta los indigentes y los mendigos se protegen con sandalias de plástico o tenis dispares pepenados en el basurero.
Y sigues caminando tras la música, je, de su andar. Los oscilantes y rápidos pliegues posteriores de su vestido solar te ponen a intuir melodías, je, musculares. Ves —izquierdo, derecho; uno, dos; izquierdo, derecho; uno, dos— las plantas de sus exaltables pies, oscurecidas por el tizne, el polvo, la tierra y la basura de la calle: avanzan sobre el asfalto como por entre jardines: se ven tan casuales, tan nuevas, tan tiernas; la muchacha camina tan indiferente y sobria en su plenitud, tan sin fijarse en nada, tan sin advertir a su motín de enamorados y sin aparentar la menor sospecha del escándalo que arma el dibujo ennegrecido de sus plantas, ni de cómo sugiere en todo mundo la automática y fugaz esperanza de que por andar así, descalza y excéntrica (puta, snob, deschavetada o llanamente una preciosa chica sucia), tal vez se abarate o se vuelva accesible; ni de cómo provoca el impulso de entrar a comprarle —como en cuento de hadas— las zapatillas más caras de todo Insurgentes, o el de ir tendiendo paso a pasito la chamarra o el saco para que no vaya a lastimarse ni siga ensuciando la piel de sus adorables, benditos pies.
La traviesa muchacha sigue partiendo plaza: sueño sólido, alucinación de los sobrios. Ni el más civilizado experto en admirar con discreción a las mujeres deja de embotarse y voltear, de asomarse, de señalar, aunque en seguida —como víctimas de un despojo— todos los desairados amadores intenten vengarse con una injuria o con el piropo más vulgar de que sean capaces sus por lo demás todavía no muy despabilados cerebros, y de defenderse del deseo y la ilusión —de su propia derrota en los vuelos de lo sublime— con algún cuento o ensueño voluntario lo más obsceno posible.
Hasta entonces adviertes que sigues —¡sigues!— caminando tras ella, a ya demasiadas cuadras de tu oficina (donde todavía te creen el el W.C.), y que otra vez has sido pillado por tus sueños, que suelen materializarse sólo para recordarte —¡nuevamente!— que aun fuera de toda fantasía, aun en el mundo real y sucio y asfaltado de la avenida Insurgentes, abundan los reinos que no fueron hechos para ti. Y mejor córrele a tu escritorio: tu jefe empieza a preguntar por ti. (1-VI-88).


LA DAMA DEL PERROTE
Fue durante su primera parranda que conocieron a la dama del perrote. Venían de una fiesta lúgubre en casa de un compañero de la prepa. Eran los años del tira y afloja con los papás, en los que los muchachos se creían con la obligación de llegar lo más lejos posible en su independencia, de no detenerse sino hasta de veras en la última linde, y los padres con la de irles marcando continuamente las barricadas morales del no pasarás. Y si en situaciones normales no pasaba día sin broncas ni jaloneos, en las fechas festivas o de cumpleaños y fin de cursos, no se dejaban esperar, al filo de la madrugada, los conatos de rebelión juvenil o de gorilato paterno, que no hacían sino presentarlos más raspados y peor encarados cada mañana a desayunar silenciosamente, en medio de un silencio abrumador en el que resonaban los ecos de las injurias y reproches voceados al calor de las últimas copas.
Aquella noche el señor de la casa, erigiéndose en representante de todos los padres de adolescentes en el mundo, había decidido hacia la una de la madrugada que ya era suficiente, que estaban armando un escándalo insostenible en todo el edificio, que si ya de por sí andaban insoportables el portero y los vecinos del 305, que además sólo se les había pérmitido tomar dos o tres cervezas y ¿qué era eso de súbitas botellas de ron, vodka y brandy medio vacías, tiradas y derramadas por todas partes?; ah sí, y que además, antes de irse levantaran un poco el tiradero, ni modo que su señora esposa, al día siguiente...
Y al muchacho de la casa no le pareció que papi lo pusiera en evidencia delante de sus amigotes; ni a los amigotes que el ruco se pusiera tan pesado; ni al ruco que el nene y los amigotes, sobre medio pedos y reventados se le quisieran poner al brinco; y de toda la gritadera sólo quedó en claro que sin pedir ninguna disculpa ni levantar ningún tiradero, sino recuperando tan sólo las botellas medio llenas, el chavo se largó de la casa con todo y sus amigotes, en busca de rincones nocturnos de la ciudad más acogedores que su hogar moralista, y un cuarto de hora después andaban hechos bola los siete adolescentes en el coche de otro papi, a un costado de la Alameda, porque uno de ellos había oído que por ahí andaban las putas en la madrugada. También habían oído que todo en el viejo centro de la ciudad era diferente, de veras grueso; ahí ocurrían más asaltos y asesinatos que en cualquier otra parte; ahí estaban las peores cantinas de mala muerte y los más peligrosos cabarets de piojito; las putas espantosas como de ochenta años y cien kilos con sus chulos de cara apuñaleada, todos exjudiciales; ahí se escuchaba a los millones de ratas de los viejos edificios y los secos jardines; ahí se perfilaban grandes trechos abandonados del desagüe, como ciudades fantasmas de indigentes medio vampiros, y grandes bodegas de alimento podrido que servían de baratísimos burdeles.
Y sí, sí andaban algunas putas por la Alameda, pero también muchísima gente: mariachis disponibles para serenatas, puestos de tacos y revistas, mendigos y cilindreros, parejitas pescando taxis o decidiendo si hotel sí o si hotel mejor otro día; dos o tres aparatosas y pintadísimas damas solicitadas por montones de chamaquitos a medios chiles en coches de papi, que o a fin de cuentas no se lanzaban o nunca les alcanzaba el dinero. Que cuánto cobrarían, que si tanto por esto y tanto por todo lo demás; que si tanto por uno y tanto por dos, ¡pero eran siete!: ni modo de dejar a tres o a cinco chiflando en la loma, mientras se agasajaban los elegidos por volado... y además ¡aguas, la tira!
Lograron, sin saber muy bien cómo, escabullirse de una patrulla y de pronto, por Independencia (recuerda uno); que no: por López (corrige el otro), se enfrentaron con ella: la pavorosa e increíble dama del perrote.
Era alta y obesa, de traje dorado y peluca marrón, con unos grandes lentes oscuros; debía ser muy vieja, pues se le veían aguados los brazos descubiertos; era morena, pero el maquillaje le blanqueaba el rostro como máscara japonesa, con unos labios exagerados, y una negruzca papada con un el collar de perlas; avanzaba, ebria, a tropezones, vociferando leperadas ronquísimas hacia el gran mastín pardo, caballuno —guardián majestuoso—, con el que paseaba, reina de las madrugadas húmedas y salitrosas del centro de la ciudad. Las medias rotas, una zapatilla sin tacón, y parte del vestido desgarrado como por una caída.
Volvió a caer, casi enfrente del coche. Entonces oyeron más gritos, gritos de muchachas, casi niñas, que venían corriendo, como si huyeran de la tira, en dirección de la dama del perrote.
—¡Pendejas! ¡Si les dije que con ésos no se metieran! ¡Con ésos no!
A uno de los chamacos se le ocurrió vitorear a la reina, decirle mamasota o algo así, y también, ¿por qué no?, a las chiquillas, a lo mejor era chicle y pegaba o por lo menos quedaba algo que contar al día siguiente. Y no fue tanto el susto de los cachorritos por verse de pronto frente a seis niños travestis, ¿cómo no se habían dado cuenta? Si hasta se veían buenas. Ni de verlos tan chiquitos: menores que ellos o cuando mucho de su misma edad, y ya gobernando las profundidades del infierno, mientras ellos seguían pidiendo permiso para otra chela más. El buen susto fue el de ver a la dama del perrote asumir el dominio en un parpadeo:
—¡Vamos primero con la Chata, desgraciadas!
Y segura como estaba de su mando, encabezó la marcha, tirada de su feroz mastín.
Era lo más obvio de todo, pero lo último que advirtieron: pero si claro, también era hombre; y corpulentísmo, en su disfraz de vampiresa de los cincuentas; y además ciego, claro. Sus lentes oscuros reverberaban la luz de los faroles, bajo la peluca marrón. Como el jefe de una banda o la matrona de una tribu, se perdió entre las ruinas y desagües abiertos y bodegas con ratas del centro de la ciudad, donde (piensan ahora, que son adultos y reflexivos) hasta los sustos son diferentes de los del resto de la ciudad.
Digamos que era la musa de la calle de López.(8-IX-1989).

LA LUNA NEGLIGENTE
Para Alejandro de la Garza
Alta y redonda, chorreando sombras tijereteadas sobre las azoteas y el pavimento, la luna no era el mejor tema de divagaciones para quien la observaba, con un abstemio café en la mano, desde un ventanal de VIP'S esa madrugada tibia; inútilmente se deshacía entre resplandores lechosos, como un hielito insuficiente en el vasto jaibol recalentado y pigre de la ciudad.
Llevaba buen rato imaginando, involuntaria pero persistentemente, obvias y chuscas referencias alcohólicas para todo, y le ocurrió con el trago lo que Oscar Wilde decía del dinero: hay quienes piensan más en el alcohol que los grandes bebedores, y son los que han dejado de beber. Para ellos la Botella, como el Dios Vengativo de Caín, es una persecución ubicua, una obsesión intermitente, un poderoso enemigo que, como el Pecado, debe ser vencido a cada momento, y al que jamás se termina de derrotar.
Y a nuestro nochero y trasnochado personaje le empezaba a ocurrir que todo le sabía a lo mismo: a no alcohol; todo le olía a no alcohol; el gas del refresco no sonaba igual que el de la cuba libre; el tacto de su taza era obviamente diferente del de un caballo tequilero, y a leguas, pero a leguas se distinguía el color de las bebidas inocentes del de las preparadas. La sociedad se deshacía de complejidades y matices para resolverse en la escueta encrucijada de réprobos incorregibles y beatíficos conversos, y aun la propia conciencia simplificaba todos los mandamientos en un querúbico "No beberás".
Más que la continencia, lo atormentaba cierta sospecha (que a veces rozaba los límites de la certidumbre) de que no estaba haciendo otra cosa, ahí y a esa hora, que el ridículo. "No mames", le había dicho sentenciosamente su mujer, cuando él, sabio y prudente como un decantado Salomón, se negó a asistir a la fiesta para eludir el peligro —al estar entre el júbilo, la maroma, las rencillas y el teatro de los viejos amigos borrachos— y para formalizar ante la gente su decisión de una vida nueva.
Pero la Botella no se dejaba vencer: sin el whisky entre los dedos, la televisión le resultó insoportable, y el sueño no acudió a su recogimiento temprano. Así fue como, ya casi desesperado, llegó a VIP'S a sorber el café de los desvelados.
Era demasiado inteligente y honesto para tragarse todo el mumbo-jumbo de los inquisidores sermoneros del antialcoholismo: la Nueva Vida, la-Salud-las-Flores-y-los-Pajaritos, el Bienestar y el Progreso, y la engreída superioridad moral con la que los arrepentidos se alzan contra los pecadores; pero a la vez, desconfiaba más y más de los prestigios de la borrachera: su artificiosa calidez, su fácil y llorón sentimentalismo, sus entusiasmos redondos y súbitos, sus impulsos emprendedores, su mágica transformación del cariño en odio y el alarde teatral (que Shakespeare y Lope envidiarían) con que —en cosa de parpadeos— uno está dispuesto a madrear por cualquier necedad tartajosa, precisamente a aquel amigo por el que, minutos antes, se estaba dispuesto a ofrecerlo todo, hasta la vida.
La luna negligente seguía tan remota como una barra libre, como un vaso de pulque, como el anticlimático farol del que uno se abraza para vomitar espasmódicamente al final de la noche.
Entraban al VIP'S, llenos de alcohol y de gusto por la vida, o abismados en la autocompasión y el recuerdo y en la introspección melancólica, los borrachos ruidosos y hambrientos. Miró el reloj y quiso enumerar lo que había logrado esa madrugada voluntariosa. Había evitado la inquieta alegría anterior a la fiesta, en el automóvil, con su mujer, que desde el rabillo del ojo inducía de sus chistes y canturreos la cifra de los mililitros próximos, y se irritaba. De modo que asimismo había escapado de algún pleito súbito con ella, en algún semáforo, que los hubiera hecho llegar malencarados y nerviosos a la casa de los amigos —quienes, a su vez, después de una o dos horas melcochosas de intentos de todo mundo por caerse bien los unos a los otros, de admirarse y respetarse, de besuquearse y abrazarse y sonreírse, resultarían los mismos estúpidos petulantes de siempre, y no quedaba más remedio que darles su merecido a las 3 a.m. Y luego el regreso, durante el cual la mujer volvería a irritarse, previendo la molestia de maldormir junto a un apestoso roncador reverdecido con perentorias insistencias de Don Juan.
Mientras, frente a él, un muchacho volcaba el plato de caldo y se quedaba dormido sobre la mesa, aplastando con la frente unos garbanzos, trató de darse ánimos: por lo menos había ensayado un poco de fuerza de voluntad. Pero aquí hizo una mueca de asco: ¿y para qué? ¿por pura pedantería moral?
Había llegado a la mitad de la vida sin mucho de qué enorgullecerse y, después de un rapto de jesuitismo cívico y de unos ejercicios espirituales pero laicos de emergencia, había encontrado culpable de todo o de casi todo a la Botella: ese obstáculo para la Realización, para la Felicidad. Un Yo ideal y mustio, triunfador y arrogante, se le imponía como modelo, desde quién sabe qué autoritario pedestal de la imaginación: "Si quieres la Prosperidad, tira la Botella, chúpate un Caramelo y sígueme".
¿Pero realmente quería eso? El Triunfo y la Salud, la Moderación y la Limpieza? ¿O se caía mejor a sí mismo como el borrachito parlanchín y tambaleante del pequeño teatro de sus grandes proyectos y apetitos, odios y afectos efusivos en el séptimo brandy, que brillaba como un absoluto amador de la vida antes de sucumbrir (efímero como la rosa y el imperio de Roma) en el octavo?
Se miró a sí mismo en el reflejo del ventanal de VIP'S con el gesto impaciente con el que apenas si soportaba, en la escuela, a los pesadotes niños aplicados, ya bien domesticaditos y esclavitos desde chiquitos. Quizás, al llegar a su casa, sólo para fastidiarse, se echara a bocajarro, como purga, dos o tres buches de ginebra; quizás pensara entonces que aquellos a quienes la Botella "pierde" se "perderían" peor en los vicios, apetitos y transas a sangre fría de la Sobriedad; acaso decidiera que sólo desprecian la farsa de la borrachera quienes no han sabido odiarse a sí mismos en la peor farsa de la sobriedad; tal vez llegara a las cuentas claras del ¿para qué andarse queriendo "mejorar" o "superar" y enaltecer, si de todos modos, pinche vida...?
Y sintió al pagar su café, una gran vergüenza de sus pretensiones íntimas: de andarse queriendo "cambiar" como se trueca una carcacha por un modelo del año; de andar queriéndose corregir, enmendar, modificar y transformar con refacciones y partes higiénico-espirituales y demás hojalatería de taller moral (afinación de la conciencia, engrasado del corazón: ¿le lavo su coche, joven?).
La luna seguía ahí, como un borracho silencioso tendido en la mitad del firmamento. Y él llegaría a su casa, y se tendería también —pálido y arenoso— junto a su plácida cónyuge, a dormir el sueño inquieto y sobresaltado de quienes se disgustan consigo mismos.
Y soñó con luces de neón, con vedettes que danzaban al son de la rumba y de las sirenas de la policía; soñó el gesto heroico de quien bota su quincena enterita para hacerla de magnate en el bar unos segundos; soñó risas estrepitosas y confesiones ronquísimas. Soñó el sueño de la amistad, del éxito, de la aventura, de la conversación y de la camaradería de amigos borrachos que fueran a su vez, como de niños, Los tres mosqueteros.
Y en sus sueños brillaba, como cabaretera vieja y entrañable, el apretado bikini de la luna; en el fondo del sueño, dos borrachos discutían erudita y violentamente si lo que claramente se veía esa noche era, plateado y luminoso, el seno izquierdo de la luna, o más bien el derecho. (8-IV-88)


FUNNY FACE
A Jaime López
A malos tiempos, caras chistosas: cuestión de maquillaje, sugirió el Guasón de Batman.
Un poquito de pintura cambia los mundos. Si la ciudad está en ruinas, pues hay que pintar las ruinas como si fueran muros de nevería: así nos llenamos de bardas que parecen envolturas navideñas; si la ciudad está muy contaminada, ¿por qué no pintar en los restos de derrumbes o demoliciones, en edificios inhabitables y a punto de caer, en bardas de baldíos o en los muros exteriores de bodegas, llenos de grafitti de bandas o consignas políticas, algunas flores y arbolitos de historieta: la pura naturaleza? Y si la gente anda gris y tristona, ¡pues faltaba más! Hay que pintarle caras chistosas, de payaso.
Everybody loves a clown! Y cuesta tan poquito hacerse querer: quinientos, mil pesos; en los parques y en los mercados, en las grandes avenidas, en los alrededores de las escuelas prospera el negocio de los pintapayasos.
Se requiere de una silla (para el cliente), un estuche de maquillaje y unos cinco o seis cromos con rostros de damas y galanes de la tele, previamente decorados como payasitos, para que el cliente entrevea, bien chida, la graciosa fachada con que va a andar partiendo plaza por las calles de la ciudad.
A los ojotes, cejotas, nariz de bola y trompudita trompota de payaso, pueden añadírsele simpáticas pecas, bigotes de gatito, cicatrices o costuras de Frankenstein y parches piratas, estrellitas en el cachete y hasta rotulitos como un cabal GULP! sobre la frente. Y listo: ya todo es felicidad.
Los niños así decorados se sienten con patente de corso para duplicar sus travesuras y la insolencia y el hago-lo-que-me-da-la-gana-y-qué; si son pobres la harán de escueloactivos, freignets y montessoris por un día; si son ricos, se divertirán con todo lo mod y lo snob que uno se siente cuando juega al niño pobre, que dizque es más sano y libre y majadero y ocurrente que el supuestamente acomplejado, cruel y aburrido niño rico —Huckleberry Finn, Memín Pinguín—, y más ahora, cuando en esta ingeniosilla ciudad ha ocurrido que los niños indigentes que no alcanzan chamba de tragafuegos, se dedican a la menos remunerada de payasitos de crucero, trepándose en pirámides gimnásticas para exhibir la prestidigitación de tres o cinco pelotitas: pintarse ahora de payaso, en el Distrito Federal, es un poco pintarse de limosnero, de vago y aventurero del asfalto, de náufrago entre semáforos: por quinientos, por mil pesos.
Quizás esta mendicidad circense tenga orígenes presuntuosos y parisinos, cuando a fines de los años sesenta les dio a algunos muchachos "existencialistas" que habían estado en Europa, por montar en la Zona Rosa la modernidad callejera del mimo. Cada quien su propio Marcel Marceau en cinco lecciones. Muy pronto la profesión callejera de mimo dejó de ser europeización zonarrosera de enfants terribles para ser una profesión callejera sin más. Y apareció la del payaso que ni siquiera aspira a mimo. Sea como fuere, la cara de harina es ya cosa de la mayor frecuencia en las calles de la ciudad.
De modo que también los adolescentes de pinta van con el pintapayasos y luego ahí andan por Reforma o por Zaragoza, Tlalpan e Insurgentotes, doblándose de risa por lo padrísimo que combinan los rotos jeans y batiplayeras y estoperolcueros y fayucatenis y los gallináceos pelotes en banda look, con la carita bien mona de payasito sobre la terrible y selvática y rockera efigie de los vampiros-de-las-afueras. Eso si andan en pandilla.
Porque también se pintan los noviecitos bien fresitas, y luego siguen abrazaditos y bien vestiditos y muy bañaditos, con sus caritas de payaso de peluchito y unos bigotes de mininitos, que son ¡ay, un amor! ¡un pan! ¡un dulce! Hasta parecen llavero de Sanborn's, o anuncio ambulante de Cepillín para fiestas infantiles.
Y no (aclara el Guasón de Batman), no fue el Maromero Páez quien multiplicó con sus cirquerías y maquilladotas la cara de payaso de la Ciudad de México, no: fue mucho antes. Es desde luego, cosa de los ochentas. De repente los niños indigentes en todos los semáforos se pusieron a pedir limosna con empolvadas y pintadotas caras de payaso, narices de bola roja, pelucas de estropajo o estopa con chapopote y ojotes de Mickey Mouse.
Luego, algunos desempleados que no quisieron cantar rancheras ni recitar a Díaz Mirón, se pusieron a payasear —vestidos y maquillados— en el metro: así, de repente entraban al vagón, y como si se tratara de pinche teatro universitario, ése que no sabe qué hacer en escena sino maromas y payasadas, empiezan a meterse con la gente, y que le pican las orejas, y le jalan la naricita, y se le quedan mirando a los anteojos o al bustote o a la barriguita, y que le hablan de marte o de los patos y las chamacas, y los pasajeros nerviosos, nerviosos, van soltando su colaboración: no sea que los payasos —siempre hay algo diabólico en los payasos— empiecen a hacer las bromas en serio, o nomás por descontrol.
Y cuando el metropayaso ya juntó su morralla, abriéndose paso con sus zapatotes y greñotas de trapo entre los pasajeros apiñados, se despide de ellos con alguna humorada subida de color: "Que Dios les dé más, a ver si así se la encuentran", o "Adiós y gracias, señores pasajeros, y que las tengan muy buenas quienes las traen muy sudadas".
Total: al fin y al cabo son payasos: la libertad del payaso callejero, que antes no existía aquí, como no se permite en otras ciudades del mundo: está prohibido andar en la calle de payaso o de cualquier disfraz —también ir por la vía pública tapado o embozado— porque el ocultamiento de la identidad permite desmadres y delitos sin cuenta (no fueron otros los argumentos, en la Nueva España, contra las mascaradas y el carnaval). Pero en este México de las mil-y-un-libertades se puede ser hasta candidato a la Presidencia de la República con disfraz: como Superbarrio: el candidato sin cara.
Y de repente, no sólo los niños y los adolescentes, sino también los cincuentones que ya, a Dios gracias, dejaron atrás la edad de presumir, y que trabajan en cosas informales —venta de tacos, compact disc y cosas por el estilo— que no les exigen la facha austera de dependiente de almacén, entre por echar algo de desmadre (¿pues a poco no tienen derecho?) y por ver si, a imitación de las grandes tiendas que a veces usan payasos con micrófono, venden más... Bueno, con cara de payaso todo mundo se entiende mejor. Es la alegría, el aliviane más rápido y convincente.
Aun cuando de pronto —buena parte de los niños payasos de camellón tuvieron polio o algún accidente y cosas así— veamos a payasitos en muletas, pintados nomás para recoger en chinga las limosnas, que ya se está poniendo el siga.
—Y tú apúrate con la lana que ya viene la preventiva —ordenó el Guasón de Batman, cacique de los payasitos de camellón. (29-IX-1989).


ME AMABA (PERO EN PLATEROS)
Para Amado Becerra
Se ríe de sí misma, gorda y vagamente güera, con las greñas desteñidas y entrecanas, en los restos de un peinado punk hecho en casa, al probarse una sudadera de Batman en el tianguis de los sábados. Podría ser abuela, pero ahí anda (I can get no satisfaction) de chava-bien-entrona (familia: buena onda; género: aliviane; especie: no hay fijón), por los edificios E y F de la Unidad Plateros.
¿Cómo? ¿Que antes era esto un manicomio? Burlona-la-Güera: ¡manicomio lo es ahora! Nomás hay que ver: los edificios pintados como caramelos: verde perico, rosa-chicle-bomba, negro Batman y nomás importa la fachada: total, los flancos y partes posteriores, tiznadas y descarapeladas, sólo los ven los propios platerenses y ésos aguantan.
Hay que ver nomás, Güera-guía: los andadores, flanqueados de chorreantes tendederos improvisados que brotan de cada ventana ("¿Y dónde más quieres que se tienda la ropa, eh?"); departamentos tan diminutos como sus ventanas, que en la planta baja están siempre selladas y protegidas por rejas, como crujías ("¿quieres que te cuente lo que les pasó a los de al lado?"); las canchas donde muchachotes desempleadotes juegan en shortsitos a las caniquitas ("¿para qué dárselas de mayor de edad en el desempleo?"). Sociológica-la-Güera.
Pero efectivamente, aquí estuvo La Castañeda. (Then Peace will guide the Planets/ and love will steer the stars, musita nostálgica-la-Güera). El Manicomio General de Mixcoac se inauguró (con todo y presidente don Porfirio, padre del ingeniero Porfirito que lo construyó) en 1910, dentro de las fiestas del Centenario de la Independencia: en una superficie de 141,662 metros cuadrados se repartieron 24 edificios y dos pabellones, rodeados por una gran barda con cuatro casetas de acceso. Cabían 2 mil "asilados". Parecía un castillo de la campiña francesa: "Poseo vagos recuerdos de infancia, escribió Martha Fernández, estaba pintado de color amarillo, completamente sucio y tenía el aspecto de un edificio abandonado". Se le derrumbó para construir una unidad habitacional: "Ninguno de los edificios de Lomas de Plateros puede igualar siquiera el juego de rampas que conducían a la entrada principal del manicomio".
—¡Yuuuupiiii! —clama la Güera, porque alguna vibración de ese tipo había sentido siempre en este lugar—, ¡el meritito maniquiuuuuur!
En los años cincuenta, la clase media capitalina aspiraba a departamentitos propios en unidades habitacionales, que parecían ciudades interplanetarias, con todos los servicios y todas las seguridades, aisladas del tráfico y de la gran ciudad; especie de conventos-para-familias con sus jardines y abades comerciales, estacionamientos cerrados y porte de gente en incontenible ascenso. No importaba que fueran chiquitos: estaban de moda los muebles compactos, los sofás se hacían camas; las mesas que se alzaban y pegaban contra la pared y resultaban cuadros de salón: paisajes japoneses; las literas, los sofacamas, los buromesas, los trinchadesayunadores, los WC que se estiraban y volvían mesas de ping-pong. Todo lo moderno y lo pequeño (pero desplegable y desarmable y convertible) era muy hermoso.
Pero como en el poema de Baudelaire (Show me the way to he next whisky bar, canta la Güera), la clase media es la que se pasa la vida corriendo como loca para quedar siempre —si tiene suerte— en el mismo lugar. ¿Huías de tu vecindad? Trajiste tu vecindad a Plateros. Caídos los sueños de prosperidad, todo venido a menos, todo proletarizado ("No me digas Güera, just call me Janis!), las unidades habitacionales son simples vecindarios verticales, vecindarios para arriba, amontonadero de vecindades por cuyas ventanas de queso gruyère salen tendederos, cabezas, piernas, música a todo volumen, gritos, ronquidos, gemidos, mentadas, y nuevamente, ya cincuentona pero siempre en el mero centro de la emoción y el movimiento, la Güera: When the Moon is on the Seventh House.
Todo está en los muros; la verdad no viene en el viento, sino que se pinta ahí enfrente: The Fox, Scorpions, Paya, Aquí termino y qué: todo cabe en el espontáneo eclecticismo de Plateros: la Virgen de Guadalupe en su altar con foquitos, hojalata y flores de plástico convive con queremos rock y chinguen a su madre; los dibujos de honguitos-con-motitas, je, como de Blanca Nieves, se avecinan con murales azulotes del Tlalocan y cafesotes del Calendario Azteca, visiblemente influidos por los comics (por los peores comics: los "culturales"), y todos juntos parecen estar anunciado Pepsi y aguardando el estreno de la película Batman. Al mismo tiempo suenan y se champurrean ("¿Para qué quieres tú privacidad, eh?", inquiere la Güera-desengañada-de-Summerhill-Freud-Marx-y-el-Che-pero-nunca-de-John-Lennon-ni-de-los-Rolling) los tríos de arriba, el Heavy Metal de abajo, el pepsirock de un lado, el cokerock del otro, los mariachis y el folklore. La miseria no impide alguna antena parabólica ni el atascadero de automóviles cada vez más acarcachados; hay ventanas que se transforman en misceláneas y condóminos que la hacen de vendedores ambulantes.
Todas las áres verdes comunes han sido devueltas a la feroz y desconfiada propiedad individual: cada platerense quiere sus centímetros cuadrados de jardín o huerta particulares, con el epazote y las dalias y el huele-de-noche que le gusta tanto a la señora; y como cada vecino sabe que todos los demás son unos cabrones, cada cual encierra su minúscula parcela con cercas de madera, alambres de púas, alambrada, palos, letreros; y aun así le roban a uno el perejil y la yerba santa, le pisotean las plantas, dejan por ahí los chiclotes y hasta condones ("Para que huelan-de-noche", sugiere con una carcajada medio chimuelona la Anticonvencional Güera.)
La Güera-bien-rockera llegó a Plateros en volkswagen y minifalda, ambos propios, por más que ahora parezca medio pepenadora. Andaba de segundo frente de un político contestatario y alivianado que le solucionaba los trámites financieros (del VW, de la minifalda, de la peluca Pixie y del enganche del departamento de Plateros, que comenzó como un nidito de amor).
"¿Para qué te cuento, mi vida?". La amaba mucho, pero en Plateros; cuando al galán se le quitó lo contestatario llegó a la Colonia del Valle; cuando se le acabó lo alivianado, subió a Tlalpan. Ella viajó a Los Ángeles, hizo Tai-Chi, creyó y descreyó de la Gran Fraternidad Universal; vende y confecciona todo tipo de cosas, ahí la va pasando en la adolescenteada permanente.
Todo mundo siempre es un poco freak, ¿por qué no serlo mucho? Total, ¿qué? Y si cuando estrenas, Güera, tu sudadera Batman, en lugar de la Era-de-acuario te intercepta una vecina parda y beata (beata pero protestante), frente a la entrada carcelaria del edificio, para anunciarte perentoriamente que trae para ti, personalmente, nada menos que Un-Mensaje-de-Dios, dile que no, Güera, que gracias: dile que tu juventud desaforada se ganó una beca espiritual; que te cambie la receta: que tú, Güera, vivirás el resto de tu vida sintonizada en Turn, turn, turn: To ev'ry thing... turn, turn, turn... there is a season... and a time for ev'ry purpose under heaven. (1 y 2-IX-1989).


LA ULTIMA MATA

Ten years' animal screams and suicides!
GINSBERG: Howl

Algo les quedaba al menos de la teatralidad de los setentas.
Buscaban todavía la vida emocionante, la alegría, el brillo, la franqueza sin inhibiciones, las causas nobles que no podían sino triunfar muy pronto; sobre todo creían en el prestigio social de ser inconformes, latosos y —con cierta elegancia— subversivos.
Pero como el éxito social se había desplazado —en realidad, nunca había salido de ahí— a los viejos polos conservadores, pacatos, mochos y pragmáticos, y sus otrora frescas personalidades, precisamente por no cambiar lo suficiente, se habían anquilosado, la Gladys y el Pocholo se veían ahora obligados a fastidiarse tan sólo a sí mismos.
Tenían la impresión de haber vivido erróneamente los últimos cinco, ocho años, pues ni modo que los equivocados fueran toda la realidad y todos los demás; de casi no entender —lo que entonces se llamaba entender: tú sabes: estar en el mero cogollo del asunto— ya nada de la realidad, fuera de lo utilitario, de las rutinas precisas, de las banalidades y las pinches chingas de siempre.

/Han visto a las mejores mentes de su generación destruidas por el miedo de sí mismas, protegiéndose de su propio talento como de un peligro y de su conciencia como de un soplón; sonando la alarma contra incendios cada vez que la ira o la amistad, el amor o la inconformidad, la rabia, la esperanza o el deseo palpitan demasiado fuerte en sus pechos: no sea que Selección de Personal los descubra y los anote como reincidentes y desmesurados/

Y cuando nomás por no dejar, aunque ellos también han vuelto a las telenovelas (y sí, son un bodrio y son Televisa, pero ¿quién se resfría de ello en los ochenta?), organizan su estrepitosa asamblea hogareña —hoy que los niños duermen fuera— después de cenar, esperando el programa de Verónica Castro (la caja-idiota es ahora cultura-popular; la cursilería, democracia-antielitista; y resulta anticuado quejarse de la ramplonería y la estupidez: total, nadie quiere a los simples ciudadanos para resolver lúcidos crucigramas, de modo que ¿la mente para qué?, ¿la política para qué?, y por favor: sería patético que se las dieran de sociólogos instantáneos, denunciando ahorita los crímenes y los cadáveres y a los culpables de los mass-media, que también son pura cultura-archipopular-y-superdemocrática, y además la-mera-vanguardia-de-la-mera-revolución-tecnológica-modernizadora de nuestra joven "clase" en el poder)...

/quienes andan con torpe docilidad, aprendiendo buenas costumbres; pendejadas útiles para dar confianza en el hogar y la oficina; catecismos bien hipocritones-y-qué; sentimientos de látex y terciopelo azul; palabritas edificantes como para diputado de cualquier partido y locutor de cualquier canal; y finalmente gestos reposados de servilismo ejemplar —no sólo se pide obedecer la voz del amo, sino ahora que hay tanto desempleo, y crecen los requisitos de selección, se exige obedecerla con natural parsimonia y de todo corazón; quienes con pose de clean boy para los de arriba y de supermán hacia sus subordinados, se mediomuerden con sus rivales en la ardua lucha por la presea del mejor empleado del mes/
Y en la asamblea conyugal Gladys saca a relucir —nomás decía— a su primer marido, Paco, que dio tan elegantemente el triple salto mortal de ultra sinaloense a comisionado del PRI; ya nada colérico él, ya todo él negociador, ya todo él "imparcial y benéfico"; ya sin utopías ni fanatismos ni fantasmas ni castillos en el aire; ahora que —ahí están las noticias, de buena fuente— los países socialistas como China y Cuba superan hasta en truculencia a las ejecuciones de "delincuentes" de la truculenta Texas.
Entonces Pocholo sale de sí y le grita gordinflona y puta, y que vuelva con aquél; que si lo que quiere es eso, mejor sobres, pero ya, en vez de pasarse la vida maldiciendo el momento que dejó al Paco por el Pocholo. (Lo que además es falso: lo dejó para lograr su independencia-de-mujer-muy-chingona-y-sicoanalizada-y-ligadora, año de 1981, de cuyo casi fracaso vino a salvarla, año de 1984, el machín pero comprensivo del Pocholo, cacarizo pero tierno, incomprensible panegirista de Foucauld y obvio bailador de salsa.)

/quienes, postgraduados de perritos bailarines y falderos, se subemplean a lo posmoderno en cualquier tipo de homenajes, rendidos como mariposas ciegas ante el calorcito del éxito; que se sueñan ejecutivos o campeones de comic entre computadoras y cajeros automáticos, y tan idénticos a esos sus sueños como el mesero al banquero en una noche de gala; sin mayor oportunidad real de progreso que una reiteración más, con amplia sonrisa de cartón, de "lo que usted diga, señor gerente"; mientras el rencor de sí mismos escancia su pastosidad verdosa en la contemplación de los locos años estudiantiles, que tan útiles hubieran sido —"Te lo dije", anota la abuelita— para empezar a trepar entonces, que dizque se podía, que no estaban tan sofocadas todas las oportunidades: cuando todos los babosos se iban con la finta de la greña y el morral, el rock y todos los rollos; ¿cómo dijo? "Lo que usted diga, señor licenciado"; lo que quiera, como quiera, cuando quiera/
Y Gladys, reventando en llanto, golpe escénico que se le está volviendo cotidiano, como día a día aumenta el número de veces que se descubre —aterrada— gritándole a sus hijos las mismas cosas que a ella le gritaba su madre, y pensando de sí y para sí misma, las mismas cosas "de señora" que antes creyera inverosímiles fuera de la odiosa generación de su madre y de las fotonovelas; cuando, en fin, entre las lágrimas que ella bien sabe que no la favorecen, que más bien despiertan en Pocholo las ganas de largarse de un portazo a la cantina más próxima, da un puñetazo sobre la coja mesa del comedor y todo se viene abajo, arruinando su reposición de los frenéticos "nunca más", "¿qué te crees?", "por nada del mundo", over my dead body y demás climax pasionales setenteros de mujer-igualitaria, y mesa y vajilla también se vienen abajo.
Y el Pocholo patea el sofá y "carajo, hago todo lo posible por tenerte contenta"; y la Gladys súbitamente iluminada con media sonrisa, conmovida: "mi amor"; y el Pocholo "¡qué mi amor ni qué la chingada! Solitos, solitos nos estamos volviendo la vida imposible: ¿por qué no podemos irla llevando ahí, cascareándola, como un matrimonio normal?"; y ella, reivindicada, enjuanadearquecida, grita: "¡Porque no somos un matrimonio normal!", y viene el rollazo con palabrotas como conciencia-solidaridad-justicia-masas-democracia-machismo-pasión-radical-íntegro-liberación-libertad-sociedad-sociedadensí-sociedadmisma; y el Pocholo fuera de sí grita: "Si tú nomás sabes de línea blanca y yo nomás de electrodomésticos, ¿qué tanto pinche pedo con todos estos crucigramas?".
Y dijo Gladys: ¿Ves como siempre sales con puros chistes de hippie?

("He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la falta de locura, medrosas pensando...", Ginsberg-Monsiváis).
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Vulnerant omnes, ultima necat. (Antigua inscripción en los relojes de sol)

Han visto a las mejores mentes de su generación aturdidas por el fracaso; negadas a la autocrítica y hasta al mero análisis, hidropésicas de vanidad; quienes con velocidad automática de veleta, se hacen remolcar oportunamente por los cambiantes tiempos; y ahora que las masas se rebullen en su renovada inconformidad, encontrando o creando salidas jamás previstas, ni planeadas ni construidas por la intelligentsia ni por los cesáreos partidos de la (cualquier) revolución, y que ni mandadas a hacer para contradecir todo lo que se estudia en facultades de ciencias políticas; salidas de emergencia, multitudinarias, también móviles y momentáneas, más producto de la realidad —como las aguas o la yerba en las impensadas hendeduras o grietas súbitas del cemento— que de los líderes, los oradores y los próceres profesionales; quienes ahora van a la retaguardia, con notoria comodidad y buena conciencia, pero ávidos de dar el salto al pódium, a la luz y los micrófonos, a la grilla y al mando, a las heroicas fotografías y a los desplegados de los diarios, remolcados por la muchedumbre política sin politología; ahí, vagón de fósiles de la grilla y trebejos ideológicos, siempre vociferante: células, militantes, simpatizadores, profetas, planeadores, politólogos, catedráticos, gurús, asesores, consejeros, momias doradas del rollo, profesionales de la indignación y demás abajo firmantes/
La teatralidad setentera (la vida de las intensidades, je, de las emociones fuertes y los riesgos, je) hace que —por lo menos a veces— la Vida parezca de veras viviente, protagónica, y hasta bañada de un resplandor de plenitud y de dos que tres efectazos de luz y sonido.
Y Gladys, siempre radical y rollera, y hasta con algo de poetisa ("son tan bonitas las palabras"), insiste hasta vencer al Pocholo por cansancio (quien por lo demás hace trampa: reojos al programa de la Castro), en que claro, claro, no son ellos ni políticos profesionales, ni psicólogos, ni cineastas, ni panaderos, ni maestros ni curas ni "profesionales" de nada. Pero que esos pinches "crucigramas, como dices", son lo que más vale de la vida; que elmomentohistórico-elcompromiso-laexistencia-latrascendencia-laprofundidad-losotros-laresponsbilidad-laobligación-lagenerosidad-lavidamisma-lanecesidaddeexistir... Sniff: el Ser Humano... el Hombre Nuevo... Transformarelmundocambiarlavida.
Y dijo el Pocholo: —Mis huevos.
/quienes olvidan todo, menos las órdenes del jefe; los buenos para olvidar, los fáciles del olvido; todo lo que ha pasado: nada; todas las chingaderas: nada; todo el derrumbe: nada; ni ganas de emborracharse hasta reventar de una buena vez y estamparse como manchota en un muro; ni sentido del ridículo, ni vergüenza, ni piedad; quienes ni siquiera se aburren, ni se hartan, ni se medio duermen en los acuerdos ni en las juntas del Consejo de Administración; quienes se siguen riendo de los mismos chistes idiotas o infames que jamás han provocado risa más que en ellos; siempre los mismos, ajenos a cualquier generación, idénticos década tras década, ellos sí las mejores mentes: diputados, poetas, periodistas, presidentes, ejecutivos, banqueros, profesores, obispos, generales, dramaturgos y actores laureadísimos en sus escenarios polvosos de butacas vacías, científicos, peluqueros, tecnólogos, diplomáticos; los prudentes-prácticos-ascendibles-elegibles-premiables-negociables-votables-condecorables-recitables-ooooohhhhconmovedoras-mediocridades-doradas: aaaahhhhh loshonraypro/
Y dijo Gladys: ¡Ay Pachón, no seas así!
Pocholo: ¿Cómo? ¡Mira nada más! ¡Qué buen culo! Gladys: Ay Pachón, no seas vulgar.
Pocholo: Luego arreglo la mesa; aunque mejor sería comprar otra.
Gladys: Si todavía aguanta...
Pocholo: Pues ya que empezaste, síguele, ¿o a quién más se lo vas a ir a decir?
Gladys: Si ¿yo? A nadie. No es nada. Dicen los niños que Paco se está volviendo re mocho.
Pocholo: Será porque la religión ya se volvió cosa de administración de empresas...
Gladys: ¿Ves como siempre sales con chistes de hippie?
Pocholo: ¿A poco no es cierto?
Gladys: Nomás que te oiga la vecina del 3, va a decir que somos comunistas.
Pocholo: Ya le achacaban a uno eso desde el siglo pasado... ¡Qué bárbara: será muy televisa y lo que quieras, pero qué culo!

/quienes ni siquiera una jaqueca, un insomnio, unas-simples-ganas-de-atiborrarse-de-pizzas-todo-el-fin-de-semana-sin-salir-del-cuarto; ni más terrores que el cáncer,; claro: el malhumor del jefe, el smog, los terroristas, y desde luego: los populistas, los delincuentes; y no faltaba más: los drogadictos, los asesinos, los violadores, los narcotraficantes, los policías; y siguen los burócratas, las empresas rivales, y sobre todo los otros empleados de junto, al lado, arriba, abajo, más a la izquierda, más a la derecha, que pudieran introducir el desorden a su funcionamiento programado ¡y súbitamente los pusieran a pensar y criticar y a resolver "crucigramas, como dices!/
Los pleitos devuelven cierta euforia al amor, y el postcoito ya no es tan triste como dice el refrán, aunque siempre contemplativo —ya sin el cigarrillo escenográfico—: lado a lado, después del amor, la vida pasa rápido.
Los viejos relojes de sol llevaban una inscripción latina que se refería a las horas —y podemos aplicarlo a las copas, a las mujeres, a las páginas, a las pasiones, a las cocacolas—: "¡Todas hieren; la última mata!".
"Es chistoso, piensa el Pocholo, que uno se enamore de quien sentía más desconocida y novedosa, para acabar viviendo con ella —desenamorado, pero cariñoso— porque lo que uno a los cuarenta años necesita, es estar con la que de veras se parece más a uno. La trampa perfecta. Catch 22", señala, pues no sólo las Gladys de este mundo tienen su culturita.
Pero Gladys, que es más radical y dramática y teatral; Gladys la de las intensidades y palabras como definitivo-vital-irreversible-radical-quétecrees-merrompoperonomedoblo; Gladys manifestera-sicoanalizada-pintamantas-boteadora-protestatodo-firmadesplegados-admirasurrealistas-cinetequera-salsera-guerrilleradelhogar, tiene el honor de echarle al cocktail de esa noche una raspadurita amarga, al filo de los cuarenta y tantos años: "De veras, Pachón, que de chica yo me imaginaba que la vida iba a ser otra cosa".
Ya lo sabía Pocholo: Kurosawa, Buñuel, Pasolini, Machado, Fellini, los Beatles, los Rolling, Marx, el Che, Serrat, Vallejo, Silvio y Pablo, Simon and Garfunkel, harto folklore, harto Cortázar-cum-Onetti; pero, caballeroso, preguntó:
—¡Ah sí! ¿como qué?
—Totalmente distinta —dijo la Gladys; luego murmuró como entre sueños—: Totalmente otra cosa...(18 y 25-VIII-1989).


OCIOS Y HONORES DE LA HOMONIMIA
Cada hombre es todos los hombres, postulan las viejas filosofías; en cualquier hombre están latentes las posibilidades todas de la especie, todos sus episodios, vicios y virtudes. Nada que sea humano me es ajeno, exclamó con un latinajo lapidario la literatura romana. Las doctrinas de la reencarnación, sumadas a las del universo infinito o a las del tiempo eterno, permiten las admirables imaginaciones borgianas de un hombre que en un siglo fue asesino, en el siguiente redentor, en el próximo hombre, en otro mujer, en aquél filósofo o rey, en éste mendigo o esclavo. Se ha llegado a hablar de que existen tiempos paralelos, de modo que en el mismo instante el mismo hombre es víctima y verdugo, el ladrón aprehendido y el detective que lo aprehende, el rey que condena y el reo que sufre la sentencia real. Hablar del yo es hablar de todos los hombres.
Una tradición literaria, menos prestigiosa que las anteriores, consiste en reducir el infinito de variantes a un campo determinado: por ejemplo, yo soy todos los mexicanos: el lépero callejero y el político hampón, Cortés y Cuauhtémoc, el abarrotero y el asaltante de barrio; o podría ser todos los mexicanos en diversas épocas, en diversas condiciones.
La relatividad moral consiste en un planteamiento semejante: el criminal y el hombre honesto fueron el mismo niño que lloró algún día en un patio lleno de sol, pero las condiciones les atribuyeron destinos diferentes. Es común también el truco literario, sobre todo en personajes de familias de abolengo, de asignar a un hombre el destino de todos los antepasados y de quienes habrán de sucederlo: un Mendoza del siglo XVI sería encomendero, el del siglo siguiente cura herético, el posterior obispo agiotista, y luego general corrupto o heroico, empresario textil o ferrocarrilero, bandolero mestizo pasado por las armas, etcétera.
Se podría proponer otro juego, recomendable sobre todo para gente sin abolengo, como un servidor, y cuyo apellido no tiene raíces locales, sino que hace poco llegó "por la mar salobre a nuestro mexicano domicilio". Una persona ya no tendría que ser todos los infinitos ejemplares de la especie humana en el tiempo interminable, ni siquiera todos los menos numerosos ejemplares de su nación o de su familia; cada cual sería solamente todos sus homónimos.
Esto no es más caprichoso que un juego de baraja, de dominó o de ruleta, y sí algo más misterioso. ¿Quién que no tenga un nombre totalmente estrafalario, no se ha sorprendido alguna vez frente a una noticia periodística o frente al directorio telefónico, al ver a un otro que se llama igual que él: a su gemelo, a su homónimo? Nombres comunes como Jesús García, Antonio Pérez o Luis Rodríguez tendrían así episodios más diversos y tumultuarios que la más larga novela de folletín.
Nombres nada raros, pero tampoco abundantísimos, requieren de una investigación que más vale dejarla al azar e irse maravillando con lo que cada quien hizo a través de sus homónimos en otros tiempos, en otros lugares o en otras condiciones. Ofrezco al lector mi principio del juego: podría llevar el fatuo título de José Joaquín Blanco a través de los siglos, el más lírico y duquejobiano de Sinfonía en Blanco o una referencia de Goethe: Las afinidades homonímicas. Por el momento, que quede simplemente en "Ocios y honores de la homonimia".

1. UN TAL SEÑOR BLANCO, POETASTRO
"Un Sr. Blanco, ¡Dios no se lo tenga en cuenta!, dijo al lado de Torroella y de Sierra, unos que no podemos (sino salvas las protestas de estilo y con todas las reservas del sentido común, y lavándonos las manos) llamar versos; y que cuando más, indican la suma libertad que hay en estos días para trepar a la tribuna y decir todo lo que le dé a uno su excelsa gana.
"No hay uno sólo de estos pedacitos de prosa que no pueda ser citado como un modelo de desatinos. El Sr. Blanco llegó hasta la sublimidad en el disparate; y tuvo la golosa satisfacción de hacer tragar toda esa enorme cantidad de salchichas literarias a la acongojada multitud, que con ellas y con el aguacero posterior, tuvo lo suficiente para morirse al otro día" (Ignacio Manuel Altamirano: Crónicas de la semana, septiembre de 1869).

2. JOSE JOAQUIN BLANCO: MALVIVIENTE, ASALTANTE, MULTIASESINO, DELATADO POR SU PROPIA MADRE Y EJECUTADO PUBLICAMENTE FRENTE AL BALCON CENTRAL DE PALACIO
La historia tiene varias fuentes. Escojo la de la Marquesa Calderón de la Barca (La vida en México, 3 de agosto de 1841): "En 1789 durante el virreinato de Revillagigedo, se cometió un horrible asesinato, notable por dos particularidades: lo fútil de las circunstancias que condujeron a su descubrimiento, y la energía desplegada por el virrey en fuerte contraste con la lentitud con que camina la justicia en nuestros días. En aquel tiempo, vivía en México en la calle de Cordobanes, número 15, un rico comerciante llamado Don Joaquín Dongo. Un dependiente de comercio, de nombre José Joaquín Blanco, que antes había sido empleado en su escritorio, se entregó a una vida disipada e hizo amistad con otros dos jóvenes, Felipe Aldama y Baltasar Quintero, jugadores y galleros (dicho sea con respeto) como él, y coludido con ellos tramó un plan para robar a su antigo amo.
"En consecuencia, acecharon la casa; y una noche, sabedores de que Dongo estaba ausente, remedaron los toques que solía dar el cochero, y que Blanco conocía, para que le abrieran cuando de noche llegaba con su carruaje. Les abrieron las puertas y se colocaron los ladrones en la casa. Fue su primera víctima el portero. Le derribaron en tierra, y acabaron con él a puñaladas. Le siguió en turno un indio correo que, con las cartas en la mano, esperaba la llegada de su amo, y después la cocinera, y así sucesivamente hasta que once personas estuvieron tendidas en el suelo revolcadas en sangre".
Le lleva a la marquesa varias páginas relatar las atrocidades del infame José Joaquín Blanco: cómo descerrajó las chapas de las arcas, cómo traicionó a su amo benévolo, cómo se robó "veintidós mil pesos en especie, y siete mil pesos en plata"; cómo obligó a Quintero, amagándolo con un puñal, a que asesinara a Don Joaquín Dongo; cómo escaparon y enterraron el botín, cómo fueron descubiertos los cadáveres y cuáles fueron las medidas del salomónico virrey Revillagigedo para apaciguar a la aterrada Ciudad de México; cómo casualmente fueron apareciendo algunas pistas inconexas y pequeñas.
"En este estado de cosas, la madre de Blanco, profundamente afligida por la vida disoluta de su hijo, se resolvió (lo que viene a atestiguar más que otra cosa alguna, la bondad de Revillagigedo y la confianza que le tenían pobres y ricos) consultar al virrey cuáles podían ser los medios más apropiados para que el joven se corrigiera y encaminase por la senda de las buenas costumbres".
Habló de cómo el pérfido José Joaquín Blanco se pasaba los días y las noches en la plaza de gallos, "de sus pendencias, blasfemias y borracheras", y de cómo había llegado la otra noche manchado en sangre. Revillagigedo ató cabitos, o los inventó (acaso —esto no lo dice la marquesa— con la ayuda de algunas maquinarias ad hoc del Santo Oficio).
"Una vez que los criminales confesaron se les ordenó que se dispusieran a morir. Se levantó el patíbulo entre la puerta central de Palacio y la que hoy sirve para los guardias de la ciudad, y le cubrieron de bayetas negras en distinción a la noble estirpe de los criminales. Asistió mucho concurso de gente, y el virrey, desde el balcón de su palacio, presenció la ejecución en la gran plaza, precisamente el mismo día en que cumplía la semana en que se cometieron los asesinatos" (Trad. Felipe Teixidor).
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Quizás el maestro Altamirano intuyó hace un siglo mis cualidades líricas y las definió de tan precisa manera. Quizás me estoy reencarnando a mí mismo con mis mismos versos. Y si un hombre es todos los hombres, un González deberá ser todos los González, y un Blanco todos los Blancos —hasta el heroico y apolíneo Lucio, hasta la "ética" y la "prosa" (dígolo, como Altamirano, con licencia de estilo "y lavándome las manos") de un Blanco Moheno. Y con mayor precisión, incluso exactitud: un José Joaquín Blanco deberá ser todos los que así se llamen con nombres y apellido. Doy gracias al destino de no saber más de Revillagigedo que el nombre de una calle del centro, ni de nadie que se apellide Dongo (excepción hecha de Fabrizio, el de La cartuja de Parma).
Sin embargo, leí con cierto temblor la primera vez estas descripciones de mi aptitud poética y de mi exacto trayecto cuchillero; cierto temblor transformado en ironía autobiográfica. Cada cual puede ser todos los hombres, ¡pero con mucho mayor razón todos los hombres que se llaman exactamente como uno! Hermoso novelón aquel que reuniera las tropelías de un mismo homónimo a través de los siglos. Y como en los noticieros: seguiremos informando. (21-V-1984).